El monitoreo
satelital de cultivos ilícitos nos acostumbró a la curiosidad entre las nubes
que solo busca el verde encendido de la hoja de coca y cuenta hectáreas para
arrojar una cifra cada año. Una cifra que es sobre todo una prueba de conducta
frente a las exigencias de los Estados Unidos. El satélite, la avioneta de
fumigación y el código penal son las tres aproximaciones básicas a los
territorios cocaleros en Colombia. Sin embargo, durante cuarenta años la coca
ha sido el insumo básico para la creación de comunidad y Estado en muchos de
los territorios donde han cambiado los dueños, los intermediarios y las cifras
de producción, pero no la lógica de los colonos más pobres ni la economía ilegal
de subsistencia. Porque la realidad puede ser más terca que el veneno.
Un libro de
María Clara Torres publicado en 2011 por el Cinep y Colciencias, entre otros,
sirve para entender las dinámicas de nacimiento de municipios como Valle del
Guamués, San Miguel, Puerto Caicedo y Puerto Guzmán, todos surgidos bajo el
toldo de Puerto Asís como “capital” del Bajo Putumayo. Antes fue la bonanza
petrolera entre 1964 y 1978 que llevó a un crecimiento de la población de casi
500%. Y luego llegó el auge cocalero que se convirtió en una costumbre con los altibajos
que han traído las fumigaciones, los conflictos, las pirámides y los dueños sucesivos.
Una de las tesis que sostiene el libro es que, a pesar de su economía ilegal,
las comunidades no han rehuido ni rechazado al Estado y desde la década del
noventa los pobladores buscaron, incluso enfrentando a las Farc, la llegada del
Estado central con el intento de que sus pueblos fueran declarados municipios.
El gobierno,
como siempre, lo hizo con lustre sobre el papel y con desgano sobre el terreno.
Esto decía el decreto de la fundación del Valle del Guamués en 1985, cerca de
un año después de la llegada de Rodríguez Gacha a la zona para levantar su gran
entable llamado El Azul: “…el Gobierno Nacional desea atender las justas
peticiones de una comunidad caracterizada por su laboriosidad, espíritu cívico
y voluntad de progreso encuentra de alta conveniencia que La Hormiga (Valle del
Guamués) centro vital y agrícola destacado del Putumayo, obtenga los beneficios
de régimen administrativo municipal”.
En 1994 llegaría
el turno municipal para San Miguel (La Dorada). El primer alcalde encargado
llegó con los voladores, la fila de los niños estrenando, la bienvenida de la
inspectora de policía y una casa arrendada por los comerciantes para su
despacho. Henri Benavides, el primer alcalde electo, hijo de un pionero
asesinado por las Farc que se oponían al aterrizaje del Estado, recuerda su
primer día de ejercicio: “…Ya no había papelería, ni muebles, ni absolutamente
nada, no había ni donde sentarse. Me senté en el piso, asustado. Yo sentía que
era una responsabilidad muy dura, estaba temeroso de las leyes…”
Antes que el
Estado la coca dio para las primeras plantas eléctricas, aljibes y trochas.
Antes que el ejército los capos impusieron sus reglas, luego llegaron las Farc,
quienes al mismo tiempo que desterraban a los intermediarios daban algo de
protección a los cultivadores. Con las marchas cocaleras de 1996 llegaron los
paramilitares y las Farc cambiaron la protección por el veto a las iniciativas
políticas de los líderes cocaleros. Más tarde el Estado se comprometió a soltar
las regalías y seguir mirando desde arriba. Los partidos, el Liberal sobre
todo, llevaron a sus candidatos y el voto se convirtió en un débil
salvoconducto legal. Una obligación para demostrar una voluntad de “derrotar
las otras leyes”. Una mujer con certificado electoral lo dice muy claro: “Entonces
uno dice ¿Pero qué es lo que les hace falta a los hijos de uno? Mis hijos
tienen tarjeta de identidad, mis hijos tienen los papeles ¿entonces? Entonces
uno dice, ‘no, pues el voto’. Uno tiene que votar a ver qué más le dicen
después”.
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