Hace setenta
años estaba a punto de terminar el mandato británico en lo que hoy son las
tierras de Jordania, Israel y Palestina. Una comisión especial de Naciones
Unidas proponía la creación de dos estados independientes con territorio igual,
uno para los árabes y otro para los judíos. Jerusalén sería una especie de
bisagra santa, un territorio imposible de dividir, un santuario común
administrado por un gobernador internacional nombrado por la ONU. En la ciudad
vivían cien mil judíos y al menos setenta y cinco mil árabes musulmanes y
cristianos, además de unos cuantos armenios, griegos, británicos… La propuesta
de la ONU tuvo el inmediato rechazo de los palestinos y la liga árabe, quienes prometían “bañar en sangre cualquier entidad
sionista que intentara erigirse, aunque fuese sobre un solo puñado de tierra
palestina”.
La vida de una
familia judía en esos tiempos de diásporas, recelos mutuos, trazados coloniales
y odios viejos está retratada en una larga novela de escritor judío Amos Oz. Una historia de amor y oscuridad se
ocupa más de la memoria que de la historia, más de los pequeños fuertes que
levanta un niño de nueve años en su casa diminuta que de los campos de batalla,
más de los temores y las utopías de sus padres que de los titulares de la
prensa de la época. Y muchas veces esa memoria particular puede ser más útil para
intentar algo de comprensión que los discursos y las explicaciones de los
internacionalistas.
Los abuelos de
Amos Oz viajaron de Trieste a Haifa en 1939. Llegaron a regañadientes a una
tierra que consideraban salvaje y demasiado asiática para sus refinamientos
europeos. Su abuela, al ver la tierra prometida, soltó unas palabras simples y
algo de veneno purificador: “El Levante está lleno de microbios”. El Levante
era el territorio al este de Italia que comprendía buena parte de las costas de
oriente sobre el Mediterráneo. En los años treinta, dice Oz, las paredes de algunas
ciudades europeas repetían una misma consigna: “Judíos, marchaos a Palestina”.
Luego, cuando una numerosa diáspora judía ocupaba una parte del territorio que
le señalaban como su lugar en la tierra, las paredes cambiaron de idea: “Judíos,
fuera de Palestina”. Los familiares de Oz que se negaron a salir de Europa
fueron asesinados en Vilna, Lituania, a comienzos de los cuarenta. Se sentían
ciudadanos europeos y no creían en los nacionalismos judíos, ni serbios, ni
eslovacos, ni montenegrinos, ni irlandeses… Y lo pagaron caro.
Antes de que el
viaje fuera una obligación fue un sueño. Los judíos pensaban convencer a los
árabes de la posibilidad de un futuro
común: “Podríamos explicarles y convencerles de que de nosotros solo obtendrían
beneficios económicos, sanitaros, culturales y otros muchos… Le mostraríamos al
mundo entero una conducta ejemplar con la minoría árabe”. Pero se comenzó a oír
que se afilaban los cuchillos y un Amos Oz de diez años gritaba en su casa con
exaltada ingenuidad: “¡Pronto habrá guerra en Jerusalén!” El peligro de las
banderas y las muchedumbres. Oz parece tenerlo claro: “También aquí, en Eretz
Israel, se ha podido apreciar que la muchedumbre judía puede ser un monstruo”.
Unos años
después de la llegada la realidad mostraba diferencias y los barrios antes
mezclados entre árabes y judíos imponían ciertos cuidados: “…Empezó a formarse
una especie de telón entre una Jerusalén y la otra.” Ahora los buses y los
vendedores ambulantes debían dar largos rodeos, y los vecinos de años de
despedían entre espinas por los trasteos obligados de barrio a barrio. Era el
momento de las barreras y las advertencias. Jerusalén era entonces una ciudad “saturada
de pinos, atemorizante y atrayente con su nebulosa fascinación, con el
entramado de laberintos de callejuelas oscuras prohibidas y hostiles para
nosotros, una ciudad guardiana de secretos maléfica, grávida de desgracias, una
ciudad donde sombras oscuras flotan por las calles a la sombra de las murallas
de piedra, peregrinos-sacerdotes con túnicas negras y capuchas negras, y
mujeres con mantos negros y velos negros.”
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