Hace un poco más
de treinta años, siendo fiscal en Alabama, soltó una frase para divertir a sus
amigos de banca en la iglesia y a sus leales en la oficina: “El Ku Klux Klan me
parecía bien, hasta que supe que fumaban marihuana”. Jeff Sessions, el actual
fiscal general de Estados Unidos, buscaba además burlarse de quienes lo
acusaban de racismo por sus intentos de revertir el derecho al voto para los
afroamericanos. En su momento el chiste le costó un veto del senado para ser
juez federal, pero tuvo revancha y en febrero del año pasado el senado lo
confirmó en su cargo con una votación de 52 contra 47. Es posible que Sessions
haya cambiado en algo su posición frente a los negros, o que al menos haya
entendido que esas gracias deben soltarse en un espacio más reservado. Lo que
es claro es que su obsesión contra la marihuana sigue intacta.
Sessions dijo
hace unos meses que la hierba es solo un “poco menos horrible que la heroína”. Sus
prejuicios van en contra del creciente apoyo de los norteamericanos a la
legalización. La más reciente encuesta de Gallup sobre el tema mostró que el
64% apoya la medida. Incluso la mayoría de los votantes republicanos creen que
lo mejor sería la venta legal y regulada de marihuana. Hace solo quince años quienes
se oponían eran mayoría dos a uno frente a quienes apoyaban la legalización. Sessions
es una especie de rezago de los tiempos de Nixon viviendo, y mandando, en el
mismo año en que California (además de otros siete estados y Washington D.C.)
ha comenzado a vender legalmente marihuana con fines recreativos a un inmenso
mercado que llevaba veinte años comprando bajo el manto medicinal. En 2015, como
senador por Alabama, Sessions dijo en medio de un debate que “la gente buena no
fuma marihuana”. Y parece dispuesto a trazar una línea entre buenos y malos
siguiendo el humo y las semillas, aunque parece que es demasiado tarde.
La semana pasada,
Sessions revocó una serie de memorandos firmados por el exfiscal general Eric
Holder, durante el mandato presidencial de Obama, que instruían a los fiscales
federales a no iniciar causas criminales por la siembra o venta de marihuana en
estados que habían decidido su legalización con fines medicinales o
recreativos. En Estados Unidos la ley federal todavía considera ilegal la
marihuana, en contravía de las decisiones que han tomado veintinueve estados
sobre usos recreativos o medicinales. Para Sessions las anteriores directrices
socavan el Estado de derecho y la capacidad de hacer cumplir las leyes. Por
tanto les abrió la puerta a los fiscales para que vayan tras quienes hasta hace
poco creían actuar bajo una nueva legalidad. La decisión es más una amenaza que
una realidad. Un pequeño chantaje, una sombra para que los nuevos empresarios
del moño sepan que alguien los mira. Y se sabe, tanto entre sus perseguidores
como entre sus consumidores, que la marihuana y la paranoia la van bien.
Pero así
Sessions viva en los años sesenta y Trump en los ochenta las cosas no están
fáciles. Ya los senadores de Colorado, California, Nevada, Oregon y otros han
comenzado a hablar de un regreso al mercado negro. El presidente había
prometido respetar las decisiones de los estados sobre la marihuana. Y un nuevo
lobby verde comienza a hacer presión. Aunque parezca increíble la defensa
creciente de la legalización es uno de los temas que hasta ahora logra mayor
consenso bipartidista contra Trump. Han topado con los nuevos ricos de la
industria cannabica, con los impuestos de los políticos locales, con la mayoría
de los votantes y con el celo de los estados sobre sus competencias. Parece que
deberán aguantarse el humo.
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