El
cielo y el infierno pueden compartir desgracias similares. Sus recelos y sus
contactos son múltiples y duraderos. Corea del Sur es el escenario más reciente
de esos contagios a pesar de las distancias entre las llamas y el agua bendita.
Un profeta de 88 años es el protagonista de este portento. El anciano
visionario se llama Lee Man-hee y tiene un especial poder de comprensión. Es el
único en el mundo que puede descifrar las metáforas más intrincadas de la
biblia. Uno más de los tantos cristos que viven y se reproducen en Corea. Hace
poco Lee Man-He se arrodilló ante los periodistas para pedir perdón por haber
esparcido algo más que la palabra iluminadora de Cristo. Desde su iglesia Shincheonji
en la ciudad de Daegu el Covid19 hizo una gran peregrinación. Pasadas tres
semanas desde la aparición del primer caso el 40% de los contagiados tenían
relación con la iglesia que es tratada de secta en Corea. Y entonces comenzó
una pequeña inquisición para supervisar la temperatura más que la herejía. Un
termómetro en vez de un crucifijo. Más de un millón de coreanos firmaron una
petición para exigir al gobierno la disolución de la secta apestosa. Y los
fieles comenzaron a esconderse, y negaron tres veces a Lee Man-He. El gobierno
allanó las “oficinas de la congregación” y subrayó los listados de los
súbditos. Los “directivos” escondieron algunas carpetas contagiadas y ahora Lee
Man-He y 12 de sus colaboradores, la justicia también puede ser metafórica,
enfrentan cargos por homicidio y delitos contra la salud pública.
Pero
aún no se han tocado el cielo y el infierno. La bondad y compasión de los
súbditos de Lee Man-He llegó hasta un hospital siquiátrico en Daegu. Cuidar a
los pacientes con problemas mentales era parte de su voluntariado. Y aquí
pasamos de la iglesia como paraíso íntimo en la tierra al manicomio como
infierno con candado en este valle de lágrimas. Casi todos los pacientes del
pabellón siquiátrico del hospital Daenam terminaron contagiados, 103 de los 105
dieron positivo en las pruebas de Coronavirus. Les había llevado algo de
consuelo y peste. Tal vez tenían razón los habitantes de algunas ciudades
europeas durante algunas de las tantas pestes en siglo XIX: “Y cuando la gente
se dio cuenta y creció la creencia de que el cielo no quería o no podía
ayudarles, no solo bajaron los brazos diciendo ‘Dejemos llegar lo que tenga que
llegar’. Más aún, pareció como si el pecado hubiera brotado de un malestar
secreto y clandestino hasta convertirse en una horrorosa, rabiosa plaga, que,
mano a mano con el contagio físico, trataba de matar el alma mientras la otra
destrozaba el cuerpo…” La historia la cuenta Jens Peter Jacobsen en una novela
llamada La peste en Bergamo. Como coincidencia es necesario decir que muchos de
los 40.000 habitantes de Bergamo que hace un mes fueron a ver al Atalanta, su
equipo, enfrentar al Valencia español en San Siro, en una ceremonia de la
Champions League, volvieron con una goleada a favor y un inesperado compañero. Otra
vez el cielo y el infierno. Y otra vez el Norte de Italia.
Mirando
los estadios vacíos y las iglesias cerradas los domingos, cuando la gente busca
los mercados como únicos sitios de diversión y salvación, se recuerda La Muerte
de las catedrales, un texto corto de Proust en el que las iglesias son teatros
donde se intenta reconstruir, como si fueran óperas, los antiguos ritos
olvidados. Algo parecido a la reciente bendición del Papa Francisco en el
escenario grandioso de El Vaticano. Mientras tanto, las ceremonias religiosas
se han tomado FaceBook y los sacerdotes confiesan en los call center.
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