La
primera línea la conformaron las alumnas de la Escuela Normal para Señoritas de
Tunja. Corría el año 1945 y el gobierno de López Pumarejo estaba tambaleante
frente a la cruda oposición conservadora, la división liberal y la violencia
rural que despegaba. Había ánimos de protestas y levantamientos en calles,
cuarteles y patios de recreo. La destitución de la directora de la Normal por
parte del gobernador del departamento de Boyacá fue vista como una afrenta “contra
el sentimiento religioso y la moral de las educandas”. Según la versión de las
Señoritas y los conservadores el gobernador había sacado a la directora por su
piadoso propósito de construir un oratorio donde debería haber una enfermería.
Para el gobernador liberal se trataba de pecados en el manejo del plantel.
Las
adolescentes se declararon en huelga y organizaron desfiles para que se
reversara la decisión. La protesta pacífica terminó en cargas contra el palacio
departamental y las oficinas de La Verdad,
el diario liberal de Tunja. Por supuesto se habló de infiltrados en una
protesta casta y pura. Muy pronto se sumaron los compañeros de otros colegíos
católicos, los rectores abrieron las puertas por tratarse de un asunto “estudiantil
y religioso y no político”. Los liberales culpaban a la iglesia,
particularmente al padre Arturo Montoya, autoridad académica y eclesial, de
atizar el fuego antidemocrático. Las cosas terminaron en piedra contra la
gobernación y la casa del gobernador. Los boyscout del Colegio Ortiz sabían
prender candela.
Entonces
llegaron el ejército y la policía para impedir que los alumnos revoltosos
salieran de los colegios. Ahora hasta estudiantes de colegios laicos y
liberales estaban rezando y pecando. Cuarteles y estaciones de policía
reportaron uniformados heridos en medio de pedreas. La prensa liberal habló de
una huelga sin pretensiones distintas a la discordia política. Y sindicatos en Tunja
tildaron el movimiento como “antidemocrático y francamente subversivo”.
Y
llegó la hora del muerto a manos oficiales. El 23 de mayo el ejército fue
llamado a reprimir a los estudiantes del Colegio Ortiz que quemaban la edición
de El Tiempo en la plaza de Bolívar
de Tunja y un disparo terminó con la vida del joven Eduardo González. El Siglo publicó la dolorosa noticia al
día siguiente: “Los fusiles oficiales, manchados ayer con sangre estudiantil,
son el único argumento que ha encontrado el gobierno para convencer a las niñas
que exigen que se respeten sus sentimientos religiosos”. Vino entonces la carga
contra la estación de policía y la muerte de un artesano en medio del calor en
Tunja. Bolillo y bombas lacrimógenas llegaron con los policías enviados desde
Bogotá.
El
contagio llevó las protestas a Medellín y la capital. La muerte del Eduardo
González no sería en vano y los universitarios de el Rosario, la Javeriana, el
Externado y la Libre en Bogotá, al igual que alumnos de la Universidad Católica
Bolivariana y el colegio San Ignacio en Medellín, salieron a la calles. Ahora
la consigna era también contra la “infección” comunista representada en la
figura de Gerardo Molina, rector de la Universidad Nacional. Se decretó la
censura de prensa y el Estado de Sitio en la capital. El gobierno denunció un
plan orquestado para desestabilizar la nación. Estaba en marcha una
conspiración conservadora. El 7 de agosto renunció el presidente López
Pumarejo.
La realidad
entrega su propia parodia cada tanto. Como en cualquier teatro hace que los
actores truequen sus papeles, sus discursos y su vestuario.
*Esta
columna se basa en el artículo Anticomunismo y defensa del catolicismo en las
protestas estudiantiles en Colombia escrito por José
Abelardo Díaz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario