El primer paro armado de las Autodefensas
Gaitanistas de Colombia fue hace un poco menos quince años. En octubre de 2008
aparecieron los bloqueos y la intimidación acompañados de una sencilla “acta de
constitución” en la que disparaban a todos los objetivos loables: “…lucha
contra la corrupción, el terrorismo, el secuestro, los crímenes de Estado, la
politiquería, la violación a los derechos humanos…” También decían alentar la
democracia participativa aunque sus maneras fueran algo singulares. Desde ese día
han luchado por el estatus político y por su sigla (AGC) que busca borrar
nombres vulgares como La Banda de Don Mario, Los Urabeños o el Clan del golfo.
Los paros armados se han convertido en un campanazo habitual. Se
podría decir que desde enero de 2012, cuando las quemas y las amenazas
respondieron a la muerte de Juan de Dios Usuga David, alias Giovanni, cada año
hemos visto las escenas de un paro para alentar la “democracia participativa”.
El de mayo pasado, luego de la extradición de alias Otoniel, tuvo efectos en
once departamentos del país. En su momento, a unas semanas de la primera vuelta
presidencial, el candidato Gustavo Petro hizo el diagnóstico de lo que estaba
pasando: “El Clan del Golfo es el hijo del paramilitarismo que se creó en el
Urabá con las Convivir de Uribe. El clan hizo una propuesta de desmovilización
que no fueron capaz de aceptar porque sabían que de ahí sale la verdad de la
alianza de la política y del poder con el crimen”. En trinos posteriores dejó
clara su estrategia si llegaba a la presidencia: “las bandas pueden entrar a
procesos de sometimiento colectivo a la justicia sobre la base de abrir amplias
posibilidades productivas al agro, al campesino, a las juventudes urbanas”.
El gobierno acaba de recibir un golpe de realidad en medio del
paro minero en el Bajo Cauca antioqueño. La quema de las grandes dragas de la
minería ilegal es el principal motivo de las nuevas quemas y los repetidos
bloqueos. Nadie duda del protagonismo de las AGC en la semana de “protestas”.
En apenas tres meses el gobierno pasó de anunciar un cese al fuego con las AGC,
fue la noticia para saludar el 2023, a descartar la negociación con el grupo
armado más poderoso del país: “Lamentablemente, el Clan del Golfo no fue capaz
de dar el paso hacia un sometimiento colectivo a la justicia que se estaba
preparando jurídicamente. Parece privilegiar más sus negocios… No hay una
posibilidad de negociación hasta que eso no se vuelva voluntad política en el
corazón de las personas que están en la ilicitud”. Queda claro que en el mejor
de los casos la paz será solo parcial.
La decisión demuestra que la estrategia de paz total se maneja con
una ingenuidad y un voluntarismo pacifista que parece desconocer los
antecedentes, los riesgos y las dificultades de acuerdo con un grupo con un
innegable poder de fuego. El presidente Petro parece en esto tan cándido, o tan
equivocado, o tan tramador, como el presidente Duque cuando luego de la captura
de Otoniel en octubre de 2021 dijo que ese golpe, en la operación Osiris, marcaba
el final del clan del golfo.
El gobierno Duque padecía una confianza desproporcionada en la
estrategia militar frente a un grupo con un innegable arraigo social y
económico en muchas regiones: en algunas zonas entregan subsidios que denominan
puntos y tienen “acciones” en restaurantes, talleres, parqueaderos… Son jefes y
patrones. Y el gobierno Petro padece de una confianza desmedida en los buenos
oficios de la paz sobre un grupo que domina los movimientos, precios y
logística de las dos economías criminales más importantes en Colombia, el
narcotráfico y la minería ilegal. Las AGC piensan más en productividad
que en guerra. Los peligros de la fe excesiva en el garrote o en la zanahoria.
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