La figura de los presidentes, a pesar de lo sombría, siempre será extravagante. La lupa de la maledicencia o la condescendencia los hará falsos, bien sea hinchados o raquíticos, los hará dueños del aura o la corona de espinas, amigos del agua bendita o la botella maldita. Toda la diferencia la hacen los propios presidentes: qué tanto están detrás del telón rojo de su teatro, cuánto se esconden con la banda presidencial, qué tan capaces son de mostrarse en vivo y en directo ¿Bailan o rezan, brindan o bendicen? ¿Cuál es su esquema de seguridad presencial? De eso dependen las sospechas y las averiguaciones.
Los presidentes, ávidos de multitudes, dispuestos a ser demasiado humanos en campaña, tienen la obligación, personal y legal, de exponerse siendo mandamases. Obligados a que su oficina sea casi siempre una urna, o una jaula. Porque no solo la mujer de Cesar debe ser y parecer, al Cesar también le toca.
En un año de gobierno el presidente de Colombia ha incumplido cerca de noventa compromisos que estaban confirmados en su agenda pública: policías obedientes, campesinos fervorosos, primeros ministros nórdicos, empresarios impacientes y ministros que bostezan mirando el huso horario del Palacio de Nariño, ubicado bajo unas reglas erráticas que cada día hacen suponer una inestabilidad presidencial.
Las ausencias presidenciales no siempre son malas, son más sustanciosas que algunos discursos. A su poder le perdonamos las tragedias, son un triste activo de su oficio, sufrir es ganar un poco, solo la enfermedad puede hacerlos similares, ubicarlos cara a cara con sus electores y detractores. El parte médico ha sido algunas veces el parte de victoria.
Pero si el presidente no justifica sus ausencias pues los ciudadanos harán de jefes despiadados. Y pedirán que le descuenten sus días de desaparición y clamarán por la excusa médica. “Queremos tocar la frente del presidente, calibrar su termómetro”, dirán las consignas. Gustavo Petro tendrá que comenzar a cumplir su agenda o explicar seriamente sus ausencias. Los motivo de sus dolencias, ciertos o inventados, son imprescindibles para la confianza ciudadana. Su privacidad tiene límites mucho más débiles que los de los demás ciudadanos. La Corte ha hablado de la finalidad de exponer conductas privadas, ha dicho que debe responder a un objetivo constitucionalmente legítimo. El primer trabajador de la nación debe justificar sus ausencias más allá del parapeto de su agenda y el gusto por las largas en los discursos.
Todo lo demás conduce a las excusas que causan los excesos, sean de sueño, de alcohol, de fragilidad o pereza. El incumplimiento del presidente solo conduce a los siete pecados capitales. Turbay Ayala, famoso por sus salidas de tono entonadas, y las caricaturas hipando en la prensa durante su cuatrienio; y Guillermo León Valencia, un godo liberado por el alcohol, sabían que era mejor beber al aire libre.
Obligar a la prensa y a los ciudadanos a las especulaciones es la peor de las estrategias. Más vale ajustar el reloj, sincerarse o cerrar la agenda en los días esperados para alegría o resaca. La reforma laboral nos puede ayudar en eso, porque el guayabo es una enfermedad mortal. Tenemos que saber si el problema ese de receta médica, de reloj o de divertimentos varios. También los problemas de sueño valen. Que nos cuenten para beber yo dormir tranquilos.
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