Una vela, un fósforo, un farol, una luz titilante son protagonistas en
todos cuentos de Navidad. Una estrella como promesa. La mano sintiendo el calor
del papel de seda es la imagen más nítida que me queda de aquellos diciembres. La
mecha es un asunto de otros, está cubierta de gasolina en un pequeño tarro de
jabón, es una especie de araña
misteriosa, vedada a los niños. “El humo es como quien dice su alma, la
candileja el corazón”. Antes de que el papel se ilumine una rifa sencilla elige
al niño que debe correr con el globo para llenarlo de aire, lo toma de la
candileja y corre con cuidado para evitar que se rasgue. Luego del calor el
globo toma su propia vida, “suéltelo, suéltelo”, es el grito de batalla, y el
elegido lo deja ir con un gesto sublime que solo puede llamarse la elevación.
Seguirlo es otro cuento, los primeros segundos cuando todavía se ve la llama y
los colores dan vueltas, más tarde cuando es una pequeña luz rojiza, después un
punto amarillo, y cuando ya parecía olvidado alguien lo señala y hasta que el
último de los presentes no lo haya visto, o haya mentido y haya dicho verlo, no
se puede volver a los asuntos corrientes.
Pero eso era en los tiempos del engrudo, cuando las vacas y los carros
cuadrados eran los únicos globos formidables y arrastraban una cola de adolescentes
armados de piedras y guaduas. Porque coger un globo tiznado era una hazaña. Ahora
los globeros son una especie de logia de “ingenieros” que trabajan al ritmo del
chucu chucu, el sancocho y la copa. Se agrupan en Turmas, según la expresión brasilera, y se dedican a armar sus
globos gigantescos, o sorprendentes por sus formas, o melosos por sus consignas,
o luctuosos por sus colores para recordar a un amigo. Sus globos tienen una
estructura de hilo que los refuerza, una candileja de madera y acero, una mecha
de papel y parafina que se apagará antes de caer. No se inflan corriendo sino a
soplete y a sus lanzamientos asisten miles de personas.
El domingo pasado fui al lanzamiento de un globo de 8200 pliegos. Tan
grande como El Cabrón que amenaza y vuela en un cuento de Rubem Fonseca. Verlo
extendido sobre una pequeña loma fue el primer espectáculo. Lo desdoblaron como
si fuera un plano secreto, con el cuidado de los arqueólogos. Le pusieron la
candileja como si se tratara de un sencillo trabajo de marquetería. La mecha
estaba a un lado, como un banco con un cojín colorido. Mientras tanto salían
globos pequeños, para ambientar, para probar el aire. Cuando voló un globo
blanco, el más sencillo, no puede dejar de pensar en el remolcador que antecede
al gran trasatlántico. Lo inflaron con seis sopletes y ahora los globeros parecían
unos místicos del fuego. Tenían los ojos desorbitados y gritaban mientras crecía
la gran montaña de papel. Luego de treinta minutos, ante el asombro de los
espectadores por los movimientos de El Cabrón que se sacudía lento, amenazante,
como si pudiera tumbar una de las casas cercanas con alguna de sus puntas
bamboleantes, el globo comenzó a jalar. Desde las cuatro esquinas de la loma
los encargados de las puntas sostenían cuerdas para darle equilibrio. Abajo, en
la boca, había más de veinte personas entre gritos. Al momento de partir alcanzó
a levantar a seis que no querían soltarlo. Se fue aclamado por la multitud, muy
despacio, y se perdió entre la niebla como un fantasma silencioso. Media hora
más tarde apareció convertido en una luz espléndida, blanca, alumbrado por el
sol de la mañana. Fue mi estrella de navidad.
4 comentarios:
Muy buen artículo Pascual, gracias por transmitir en sus palabras el sentimiento de la tradición y la evolución del papel seda; saludos desde la Turma Tradición Prohibida.
Grandes lecturas que alegran corazones. Mostro Pascual
muy bien amigo excelentes palabras que no falten los globos en las navidades fui uno de los creadores de ese cabron y la verdad me siento orgulloso de que nos apoyen en esta arte tan maravillosa saludos
Miles de emociones se liberaron al ver salir el gran cabrón! que no muera la tradición.
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