La ficción ha alumbrado muchas veces los sótanos de torturas. Los
novelistas son expertos en describir el enfrentamiento repugnante entre el
interrogador y su presa. Algunos prefieren mostrar un sórdido juego de
estrategias, otros la brutalidad a secas, algunos más un espejo entre dos
humanos doblegados de diferente forma. Hace poco, a raíz del informe del senado
norteamericano sobre las torturas a cargo de la CIA y sus contratistas luego
del 11-S, me encontré con un texto de Juan José Millás que hacía algunas
preguntas sobre esos “especialistas del dolor”: “Imagínate que tu trabajo es ese: torturar.
Que cada mañana, en vez de acudir a la oficina, al despacho, a la fábrica,
fichas en una cárcel secreta, donde te espera un individuo encadenado al que ya
zumbaste ayer de lo lindo.” La verdad no queda mucho más que imaginarlo, parece
difícil encontrar los manuales de esa realidad extrema, difusa.
El ojo hinchado con una mosca jugueteando en el párpado descrito por
Millás me hizo recoger un libro sobre torturas que es a la vez una especie de
alegoría a las guerras pérdidas, a las guerras propuestas por un imperio
temeroso y todopoderoso. Esperando a los
bárbaros de J.M. Coetzee comienza en el almacén de un granero donde un
viejo y su sobrino enfermo están a punto de ser interrogados por un coronel
llegado con insignias de la Guardia Nacional. Las gafas oscuras le hacen pensar
a los lugareños, incluidos los prisioneros, que el coronel es ciego. El
magistrado del pueblo le pregunta al militar recién llegado por los dilemas
frente a un preso que dice la verdad, la tragedia de un hombre destrozado,
dispuesto a decirlo todo pero sin nada que decir. “Existe un tono especial –dice
el coronel–, un tono especial penetra en la voz del que dice la verdad. El
entrenamiento y la experiencia nos enseñan a reconocer ese tono”. La búsqueda de
la verdad termina con el joven esposado, con las manos adelante, durmiendo
sobre un catre, y el viejo envuelto en una mortaja, cerca de su sobrino, quien
cree haber oído entre sueños: “Duerme con el viejo, dale calor”.
La novela continúa con la caza de unos pescadores ajenos a la guerra y
nuevos interrogatorios en el granero. El masoquismo del lector y el desprecio obligan
a llegar hasta el final. Al menos se trata de un juego de la imaginación,
piensa uno al apagar la luz para olvidar la pesadilla del libro. Pero en el
anaquel del frente hay un libro con cartas y relatos de las torturas en la
cárcel de Abu Ghraib, en Irak, ya no se trata de la imaginación sino de una
especie de confesión de parte. La balada
de Abu Ghraib muestra el retrato de Sabrina Harman, una de las militares
encargadas de la verdad en las antiguas mazmorras de Sadam. Lo primero que
asalta a la soldado es un sentimiento de irrealidad. No entiende que hacen ahí
esos hombres desnudos con unos calzones de mujer en la cabeza: “Parecían cosas
que pasaban en la tele, no eran cosas que pensaras ocurrían de verdad. Era
simplemente una cosa que ves pero no es real”. La cámara fue su antídoto contra
la irrealidad. En esas celdas ciertas hay un viejo al que jalan de la barba blanca
contra los barrotes y gime toda la noche. También está un taxista que repite
que no sabe nada cuando le golpean los testículos. Y un niño de 10 años que
sirve como carnada de la verdad para la cabeza de su padre militar cubierta con
un saco de arena. Cerrar ese libro es aún más difícil. Que no digan pasar la
página
1 comentario:
Pascual, la primera frase incurre en cacografía a mi parecer:
"La ficción a alumbrado" debería ser "la ficción ha alumbrado".
Saludos
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