martes, 15 de noviembre de 2016

La parcela de Dios







Los periódicos están llenos de relatos de esa “América profunda” que eligió a Trump con una mueca de venganza burlona. Como si desde allá hubieran dicho, “Ah no nos toman en serio, pues les daremos un payaso, el más bulloso de todos, el que más les molesta”. Los periodistas retratan los problemas de drogas en los pueblos carboneros de Virginia, los condados fantasmas donde un letrero en una vidriera deja constancia del día y la hora en que el Wal-Mart cerró sus puertas, las versiones de un Sheriff que es a la vez pastor protestante y debe arrestar a los jóvenes en la calle y aconsejarlos en la iglesia. Gritos en los muros de Facebook que instan a levantar con orgullo la bandera confederada y declaraciones de blancos que reprochan a quienes llegan al país y no hablan inglés ni “quieren ser americanos”.
Algunas de esas escenas me recordaron una novela llamada La parcela de Dios, publicada en 1933 por Erskine Caldwell, periodista, escritor, jugador de fútbol americano nacido en Georgia a principios del siglo XX, y leída con avidez durante tres décadas en Estados Unidos hasta caer en un confortable olvido. Las cuentas de los editores hablan de más de diez millones de copias vendidas en su país y reseñan los escándalos de censura vividos por una obra donde en una misma casa una misma familia peca y reza todos los días. Georgia y Carolina son los escenarios de la novela donde Ty Ty, viudo y loco por la fiebre del oro, pone a sus hijos, hijas y yernos a cavar en busca de un filón de oro que nunca aparece. Los negros viven en el granero y la superstición, reducidos a una esclavitud blanda que solo les permite la reverencia y el temor. Caldwell busca mostrar un mundo que se resiste a morir, unos pueblos donde reina la insatisfacción y el retrato de los políticos se centra en Pluto, un gordo estúpido que se sonroja ante los insultos de los hombres y las burlas de las mujeres, y termina todas sus frases con una muletilla que destruye sus torpes versiones del mundo: “Y es un hecho”.
Algunas de las fábricas de algodón están cerradas por huelgas, en otras, las mujeres, más condescendientes frente a los patrones, han comenzado a desplazar a los hombres que se dedican a la protesta y el alcohol. Will, uno de los yernos de Ty Ty, mira su mundo con desconsuelo desde la ventana de la casa amarilla que le ha asignado su empresa, una letrina según sus palabras: “Sabía que nunca podría alejarse de esas fábricas que por la noche la iluminación tornaba azules, ni de los hombres de labios ensangrentados que se pasaban el día por las calles, ni del malestar que se respiraba en los pueblos fabriles. Tenía que quedarse allá y ayudar a sus amigos a encontrar la forma de ganarse la vida (…) En los pueblos del valle, la belleza mendigaba y la sed de los hombres fuertes resonaba en el vacío como el gimoteo de mujeres maltratadas”.

Tal vez sea forzado leer La parcela de Dios en clave política luego del triunfo de Trump, más cuando uno de los principales enemigos de ese mundo retratado es un hijo de Ty Ty  que se fue del pueblo, se hizo especulador en el mercado de algodón y compró una casa blanca de dos pisos en un suburbio cercano. Pero hay una frase del patriarca de la familia que puede dar algunas pistas sobre cómo votan una parte de los sesenta millones que marcaron a Trump: “Deberíamos vivir tal y como nos hizo Dios; vivir como intuimos cuando nos sentamos a solas y sentimos lo que hay dentro de nosotros. Alguna gente dice que hay que hacer caso a lo que dice la cabeza, pero se equivoca. La cabeza te da sentido común cuando hay que cerrar una venta o cosas así, pero no puede sentir por ti. Es la gente que deja que la guíe su cabeza la que se complica la vida”. 

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