Los periódicos
están llenos de relatos de esa “América profunda” que eligió a Trump con una
mueca de venganza burlona. Como si desde allá hubieran dicho, “Ah no nos toman
en serio, pues les daremos un payaso, el más bulloso de todos, el que más les
molesta”. Los periodistas retratan los problemas de drogas en los pueblos
carboneros de Virginia, los condados fantasmas donde un letrero en una vidriera
deja constancia del día y la hora en que el Wal-Mart cerró sus puertas, las
versiones de un Sheriff que es a la vez pastor protestante y debe arrestar a
los jóvenes en la calle y aconsejarlos en la iglesia. Gritos en los muros de
Facebook que instan a levantar con orgullo la bandera confederada y
declaraciones de blancos que reprochan a quienes llegan al país y no hablan
inglés ni “quieren ser americanos”.
Algunas de esas
escenas me recordaron una novela llamada La
parcela de Dios, publicada en 1933 por Erskine Caldwell, periodista,
escritor, jugador de fútbol americano nacido en Georgia a principios del siglo
XX, y leída con avidez durante tres décadas en Estados Unidos hasta caer en un
confortable olvido. Las cuentas de los editores hablan de más de diez millones
de copias vendidas en su país y reseñan los escándalos de censura vividos por
una obra donde en una misma casa una misma familia peca y reza todos los días.
Georgia y Carolina son los escenarios de la novela donde Ty Ty, viudo y loco
por la fiebre del oro, pone a sus hijos, hijas y yernos a cavar en busca de un
filón de oro que nunca aparece. Los negros viven en el granero y la
superstición, reducidos a una esclavitud blanda que solo les permite la
reverencia y el temor. Caldwell busca mostrar un mundo que se resiste a morir,
unos pueblos donde reina la insatisfacción y el retrato de los políticos se
centra en Pluto, un gordo estúpido que se sonroja ante los insultos de los
hombres y las burlas de las mujeres, y termina todas sus frases con una
muletilla que destruye sus torpes versiones del mundo: “Y es un hecho”.
Algunas de las
fábricas de algodón están cerradas por huelgas, en otras, las mujeres, más
condescendientes frente a los patrones, han comenzado a desplazar a los hombres
que se dedican a la protesta y el alcohol. Will, uno de los yernos de Ty Ty,
mira su mundo con desconsuelo desde la ventana de la casa amarilla que le ha
asignado su empresa, una letrina según sus palabras: “Sabía que nunca podría
alejarse de esas fábricas que por la noche la iluminación tornaba azules, ni de
los hombres de labios ensangrentados que se pasaban el día por las calles, ni
del malestar que se respiraba en los pueblos fabriles. Tenía que quedarse allá
y ayudar a sus amigos a encontrar la forma de ganarse la vida (…) En los pueblos
del valle, la belleza mendigaba y la sed de los hombres fuertes resonaba en el
vacío como el gimoteo de mujeres maltratadas”.
Tal vez sea forzado
leer La parcela de Dios en clave
política luego del triunfo de Trump, más cuando uno de los principales enemigos
de ese mundo retratado es un hijo de Ty Ty que se fue del pueblo, se hizo especulador en
el mercado de algodón y compró una casa blanca de dos pisos en un suburbio
cercano. Pero hay una frase del patriarca de la familia que puede dar algunas
pistas sobre cómo votan una parte de los sesenta millones que marcaron a Trump:
“Deberíamos vivir tal y como nos hizo Dios; vivir como intuimos cuando nos
sentamos a solas y sentimos lo que hay dentro de nosotros. Alguna gente dice
que hay que hacer caso a lo que dice la cabeza, pero se equivoca. La cabeza te
da sentido común cuando hay que cerrar una venta o cosas así, pero no puede
sentir por ti. Es la gente que deja que la guíe su cabeza la que se complica la
vida”.
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