Hay
una buena señal en medio del desencuentro político para acabar el conflicto con
las Farc. Fieles a nuestra tradición hemos convertido un asunto práctico, una
cuestión de vida o muerte para muchos, en un embrollo jurídico para el deleite de
unos pocos abogados con carné de partido. Pasamos de los estragos del Bloque
Oriental a los enredos del bloque de constitucionalidad. Es tan cierta la
disminución de la violencia ligada al conflicto en los últimos dos años que
poco a poco hemos ido olvidando el conteo de tragedias individuales y
desgracias colectivas que implica la guerra. Hemos asumido que el conflicto con
las Farc terminó y nos centramos en el debate político y la minucia legal, desconociendo
los riesgos que implica sentar a siete mil hombres armados a la espera de un
acertijo electoral, y olvidando la oportunidad de poner fin a un anacronismo brutal
que ya suma 52 años.
En
los más de cuatro años de proceso con las Farc han surgido algunas paradojas. Nos
dimos cuenta de que las taras ideológicas pueden ser más fuertes en la derecha
legal que en la izquierda armada. Cuando al fin las Farc han reconocido la
legitimidad y las reglas del Estado para hacer política, algunos partidos
pretender convertir un triunfo electoral en un parte de victoria militar. El
Centro Democrático y otros de los llamados voceros del No sugieren que los
resultados del 2 de octubre son suficientes para convertir una negociación en
un sometimiento. Por esa vía las Farc perderían la guerra como consecuencia de
su ingreso a la política y su primera derrota electoral. Quienes vaticinaban la
llegada de Timochenko al poder, ahora exigen su reclusión como producto de ese
vaticinio fallido. Los opositores del acuerdo desestiman los riesgos del
regreso a la violencia, suponen que el largo proceso (que antes les parecía un
despropósito) logró la capitulación y es hora de imponer las condiciones. Desconocen
las diferencias entre vencer y convencer.
Colombia
se ha convencido a si misma de su estigma de violencia. Hace unas décadas por
hechos incontrovertibles y en los últimos años por una especie de jactancia
frívola. Sin embargo, cuando se hace cierta la posibilidad de parar una de las
principales fuentes de violencia decide que son más importantes las rencillas
políticas, que es mejor extremar los desacuerdos partidistas y elegir un bando que
integrar a los violentos. Aquí hay una nueva paradoja. La exacerbación de las
diferencias políticas en el Congreso y los escenarios públicos, la necesidad de
un enemigo que permita la descalificación puede perpetuar la pesadilla de la
mezcla de política y armas. No queda más que recordar una frase de Carl Schmitt,
un ideólogo del autoritarismo, que parece perfecta para la realidad de nuestros
días: “La distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas
las acciones y motivos políticos, es la distinción amigo y enemigo”.
Tal
vez la última paradoja es que mientras se pretende integrar a las Farc a la
sociedad y hacer creíble el Estado para quienes siempre han permanecido al
margen de sus promesas y al acecho de sus amenazas, los partidos se encargan de
descalificar y poner en duda la legitimidad de las cortes, el congreso y el
ejecutivo. A este paso vamos a terminar con Iván Márquez como uno de los pocos
políticos que se atreven a emprender la defensa del Estado y su aparataje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario