Un
dedo temible, como salido de un cuento de Poe, servía de asa a la puerta de su
cuarto tras una escalera oscura. Era el reino prohibido para los visitantes del
domingo en la casa de la abuela, el refugio del tío de letras y misterios, la
sala de audición de las “melodías no oídas”. El balcón de su pieza daba contra
la calle y servía como garito para los amigos que llegaban a deshoras, para los
humos de media noche que alimentaban las hojas de los cascoevacas, el árbol de
su infancia. La casa le resultó siempre un universo suficiente para la memoria,
la imaginación y la épica familiar. Los portarretratos se convertían en el
único ojo en las noches de desvelo, las baldosas eran espejos de otro tiempo,
las ventanas servían como atalayas adecuadas para quien siempre eligió la
quietud: “Apoyada la barbilla / sobre una vara de bambú / Basho ve el imperio.”
Para
mí, que miraba desde afuera, la ventana de su casa fue siempre una invitación.
La reja forjada formaba una especie de jeroglífico, de heráldica para un hombre
que tenía aires aristocráticos en el sombrero pero gozaba la vida de barrio
popular en la tienda de esquina o en la complicidad copisolera con su empleada
de confianza. En su casa de Villa Hermosa, la nueva casa que describió con su
estilo escueto, “Darle a la memoria / materia sin pasado”, entendí esa ardua
carpintería que ocupa a los poetas. Ahora era una luminosa escalera de caracol
que llevaba a un salón con vista al rastrojo del solar. Bien podría convertir
ese pequeño giro sobre la escalera en un rito de iniciación para un abogado en
busca de otros códigos. Jesús Gaviria, poeta profesional, trabajador ocasional
y pintor a punta de letras, fue mi traductor al idioma de los versos, el hombre
que me mostró el primer diccionario poemas-realidad, realidad-poemas. Ahora
leía sus versos a la manera del haiku, “Si estás atento / la cabecita roja de
la lagartija / asomará entre las piedras”, y entender, darle un sentido a los
ruegos de Antonio Machado: “Detén el paso, belleza esquiva, detén el paso”.
También
fue de algún modo un maestro en eso de acostumbrarse a la llegada de la muerte.
Detrás de las lecturas en su compañía conocí a varios amigos que me llevaban
algunas décadas. Supe entonces que la complicidad no es un asunto generacional
y tuve el privilegio de complementar mis recorridos por la ciudad con los
rastros de otras rondas. Las historias de cajón de Miguel Escobar y el humor arrevesado
José Gabriel Baena, como esos aullidos guturales que sueltan los discos tocados
al revés, fueron también herencias de ‘Pacho’, o ‘Chucho’, para usar los
nombres verdaderos detrás del Jesús jamás usado. Eran sin duda extraños los
gustos y los temores de ese descreído que podía llorar leyendo la novena. La
muerte aparece en muchos de sus poemas y fue siempre una presencia en sus
pesadillas y sus reflexiones. “La risa y el llanto / que fueron los días / hoy
son yerba / por voluntad / de lo efímero. Para la brisa / te fatigas.” Pacho concibió
sus poemas, perfectos para esta época de 140 caracteres, como una forma de
iluminación, un destello que era necesario anotar de inmediato. Disentía de
Pessoa quien alguna vez dijo que “todos los versos se escriben al día siguiente”.
Y a pesar de releer sus versos cientos de veces, de repetirlos de memoria entre
brindis, de coleccionarlos como tesoros, tenía claro que sus trabajos eran
inútiles para el mundo que cruza las calles, busca las filas en los bancos y olvida
frente a la luz del programas favorito de televisión: “No hay nada / que el
poeta / de hoy pueda hacer.”
El
sábado 19 de diciembre, día de su muerte, fui como peregrino a su casa cerrada
desde hace algún tiempo. Solo a ver su ventana y recordar las imágenes sobre su
puerta. Encontré los hilos de una telaraña entre los muros y la manija de la
puerta. Algunas hojas secas los hacían visibles en la oscuridad. Un sello
frágil y definitivo. Sé que le habría gustado pintar la escena en sus versos.
2 comentarios:
En El Espectador omitieron el último párrafo...
No cabía en el impreso, esta, digamos, es la versión extensa. Gracias por la atención.
Publicar un comentario