viernes, 29 de febrero de 2008

Tomar un bejuco





Amas de casa y loteros, dependientes de farmacia y estudiantes de informática, actores y chóferes. Todos en busca de un sueño inducido en compañía de ángeles y serpientes, un viaje a las célebres regiones celestes, una purga de sabiduría interior. Son los tiempos del chamanismo democrático, de la ampliación de conciencia en el salón comunal. Y el yagé sirve como pasaporte para las pequeñas vacaciones espirituales. Nada que extrañar. También los indios aprendieron a consagrarse en los templos de nuestras sagradas borracheras. El trueque de un bejuco por una botella.
Hace un poco más de cincuenta años el yagé era apenas una promesa, un misterio incluso para los alucinados más promiscuos y más audaces. William Burroughs termina su novela Junkie, el catálogo de un drogadicto aplicado, con el firme propósito de encaminarse hacia una pócima verdadera: “He leído acerca de una droga llamada yagé, usada por los indios en las riveras del Amazonas. Se supone que el yagé aumenta la sensibilidad telepática… He decidido bajar a Colombia y probar suerte con el yagé… Quizá en el yagé encuentre lo que he estado buscando en la basura (junk-heroína), y en la hierba y en la coca. El yagé puede ser el chute definitivo.” A cambio de la telepatía Burroughs encontró una pesadilla corriente en su primera purga en Colombia: “Violentos seres larvas pasaron frente a mis ojos en una bruma azul, cada uno emitiendo un graznido obsceno de mofa”. Pero sus versiones deben tomarse con beneficio de inventario. Burroughs tenía veneno suficiente para ver monstruos en cada esquina. Con apenas unas cervezas encima los policías que detienen su bus rumbo al sur se convierten en “jóvenes unánimemente horrorosos…Algo así como el resultado final de las radiaciones atómicas”.
Siete años más tarde su querido Allan Ginsberg decide verlo con sus propios ojos. Así que suelta su soga de opio y sale en busca de un buen bejuco en el Putumayo. La telepatía ya está descartada y es necesario acudir al tortuoso correo. Surgen entonces las Cartas de yagé como cartilla de iniciación para la toma de ayahuasca, impresiones de dos desvergonzados en busca de un extravío verdadero. Ginsberg es un poco más elocuente que su compañero de aventura: “Todo el maldito cosmos se rompió desatándose a mi alrededor. Me sentí confrontado por la muerte... me dieron náuseas, comencé a vomitar, todo cubierto con serpientes, como la Serpiente Ceráfica, serpientes coloreadas con aureolas alrededor de todo mi cuerpo.” Ni siquiera Ginsberg, un especialista en visiones, espíritus, vudú haitiano y paraísos de metadona, se atrevía a llevar los bejucos a las ciudades, desconfiaba de sus habilidades como guía ultraterreno: “Había tomado disposiciones para llevar algo conmigo a NY pero casi tengo miedo, yo no soy un curandero, yo mismo estoy perdido y tengo miedo de causar a otros una pesadilla que no pueda detener”.
Pero los tiempos han cambiado. El cuento del multiculturalismo y otras plumas ha traído curiosidades y admiraciones por las delicias del taparrabo y el cielo de paja de la maloka. Si los indios pueden ser burócratas en las capitales, por qué los citadinos habríamos de tener vedados los sacramentos de la selva. Las “abominables universidades de idolatrías” de que hablaban los españoles hace medio siglo tienen ahora las matrículas abiertas. Se dice que estudiantes universitarios indígenas fueron el correo de avanzada del jagé, y poco a poco pasamos del excéntrico Yonkie que expande su frontera sensorial al esoterismo de consultorio emplumado. Culebras fantásticas contra fantásticos culebreros.
Durante un programa radial para señoras un vendedor de tejas del centro de Bogotá contaba entre risas sus cesiones de yagé en compañía de su hijo. Jimmy Weiskopf, un periodista y traductor norteamericano que publicó hace unos años un libro sobre sus experiencias con el yagé, describe con exactitud el ambiente de esas tomas citadinas o de fin de semana en las que Bogotá se ha erigido como gran capital: “Se trata, en su modalidad urbana, de una curiosa mezcla de consultorio médico, psicodrama, fiesta y rito de adoración". Es normal que toda ceremonia termine en romería.

viernes, 22 de febrero de 2008

A manera de felicitación



A los periodistas les encantan los homenajes y las notas de felicitación. Tal vez sólo los maestros son un poco más ávidos a la hora de celebrar el día que les ha regalado un ocioso dios de los almanaques. Se saludan en los periódicos y muestran las flores en sus escritorios con la sonrisa de las novias casaderas. Es normal que en algunos pueblos la llamada administración los invite a celebrar con atracciones mecánicas infantiles y otras golosinas. A manera de palmada por la espalda intentaré juntar algunas opiniones propias y ajenas sobre la tarea y el talante de los periodistas.
Comencemos hablando de la histeria, una de las virtudes capitales que deben reinar en todas las salas de redacción. Los periodistas muestran siempre el piadoso alboroto de los familiares de la víctima en la sala de espera. No pueden mostrar la calma del filósofo que piensa en La Muerte ni la costumbre resignada del médico que bota los guantes y se olvida ni clarividencia del novelista que rodea el desastre con una historia. Deben ocuparse de los pormenores del entierro. Así que dan un grito más o menos elocuente y a acompañar el cajón.
Pero declarar la histeria una virtud no ha sido parte de un juego retórico. Según Norman Mailer sólo esa excitación logra mantener a los periodistas en carrera: “Esa carga de adrenalina una vez al día, esa histeria, esa sensación de poder impotente junto a los motores de la historia”, los convierte en adictos tan fieles a las apoteosis y el tedio como algunos caballeros lo son a la heroína. Pero no hay nada que envidiar. La vista privilegiada es sólo un engaño: “Como estar en una gran fiesta en el limbo, tremenda excitación, mucho movimiento pero absolutamente nada de sexo. Sólo conversación alimentada por cigarrillos”
Mailer continúa su invectiva en pequeño formato situando a los periodistas a la altura de los tenderos. Dueños de una inteligencia práctica y una larga memoria de cuentos y bromas, historias y leyendas que sirven como cápsulas para sustituir la cultura. Para terminar los retrata con la sonrisa maliciosa de los niños gorrones mientras beben Coca-Cola en las convenciones políticas o whisky en el ring side de los coliseos de boxeo. Mailer habla de las costumbre norteamericanas. En nuestro caso las bebidas deben trocar sus lugares.


Los periodistas tienen además una gran habilidad que les permite ser sórdidos y puritanos al mismo tiempo. No pueden resistir los encantos de algunas miserias y algunos vicios ajenos: los reseñan con gusto, los baten hasta sacarles la espuma necesaria, les dedican sus sueños. Y más tarde, al final de su tarea, en el último párrafo, se desviven en bendiciones y advertencias. Cada vez más hablan con la voz agitada del voyeur y la voz aciaga del párroco.
Roberto Arlt, que tiene sin duda una letra más suave que Mailer, decía que para dedicarse al periodismo se debe tener una buena combinación de audacia y desvergüenza: “Eso le permite ocuparse de cualquier asunto, aunque no lo conozca ni por las tapas”. Y recordaba a un colega que para iniciar su trabajo como reportero de crónica roja “indagaba” los bolsillos del cadáver.
Pero los periodistas encuentran privilegios insospechados para su formación. Deben pulirse con el formón más afilado, con la lija paciente de los hechos diarios. Y con protagonistas de todos los calibres. Una cura de realidad que ayuda a encontrar algo de cinismo y desencanto. John Reed, que dedicó sus días a perseguir los más célebres tumultos, enumera emocionado los rincones a donde lo llevó su curiosidad: “Supe cómo conseguir drogas, dónde ir a contratar un hombre para matar a un enemigo, qué hacer para entrar a salas de juego y salones clandestinos de baile”. Así que no podrán quejarse de las quietudes del mundo. Pero lo verdaderamente excitante está frente al escritorio, en los plazos que se agotan y el miedo y la divina incertidumbre. El jefe de Tom Wolfe en el Herald Tribune lo definía muy claro, azuzando a sus periodistas: “Nosotros empezamos la semana igual que ellos, con un montón de papel en blanco y una buena provisión de tinta”.

jueves, 14 de febrero de 2008

Lección de Estado




Hace unos años, durante una visita ociosa a la capital cubana, dedicado a pedalear sin rumbo en la inercia de quietudes de la revolución y a coleccionar curiosidades risueñas para el ojo capitalista, me encontré con un preescolar que me obligó a sacar la cámara y la libreta. La casa blanca y silenciosa lucía un gran cartel sobre la reja del jardín: “Guardería amiguitos de Martí”. No debe ser un juego la vida de unos niños obligados a ser amiguitos de un héroe nacional. Pero no sólo esos niños martianos tienen grandes obligaciones. Todos los días los niños cubanos comienzan su jornada con la promesa de buscar la santidad de otro gran mártir nacional: El Che Guevara. Una pañoleta roja anudada sobre el pecho les recuerda su juramento.
Los turistas tomamos la foto de esos niños como vestigio de un frenesí extinguido y salimos en busca del aire reflexivo que entregan cuatro mojitos. El credo diario al que son obligados los escolares tiene más de ejercicio pueril que de insoportable imposición. La costumbre ha convertido en inocente ese rito de ideología precoz. Otra cosa sucede cuando se pueden ver los primeros pasos hacia el Estado evangelizador, cuando no nos llega la rutina de una tradición de casi sesenta años sino que podemos oír a un ministro diciendo cuáles valores entran y cuales salen de las cartillas. Lo pintoresco se convierte en repulsivo.
Para el 2008 tiene pensado el ministerio de educación venezolano, regentado por Adán Chávez, hermano mayor de Hugo, la implementación de un nuevo currículo obligatorio para todos los colegios, sean públicos o privados. Una reforma que tiene un objetivo primordial según las palabras de Ministro: “Es simplemente incluir en el currículo, desde las primeras letras hasta los sectores universitarios, contenidos para inyectar los auténticos valores de una sociedad, que son el socialismo. Esto es una lucha de los valores contra los antivalores”. La palabra inyectar hace que el asunto tome visos terapéuticos, uno esperaría que el ministro fuera menos drástico y hablara de unas píldoras revolucionarias para cada materia. Alguien debería recordarle la elemental sentencia de Joseph Brodsky: “el hombre ha demostrado ser peligroso”. Y recomendarle además un mayor énfasis en Hobbes que en Rousseau.
Una lucha frontal del Estado contra el individualismo no puede más que producir risa nerviosa. Porque está bien que un gobierno pelee contra las amibas y los evasores de impuestos, sospeche de los anarquistas y persiga a los usureros, desdeñe a los vagos y busque a los desertores, pero los intentos de construir un “hombre nuevo”, libre de los impulsos egoístas del capitalismo, no son más que un chiste viejo. Un gobierno predicador no confía en la bondad de sus ciudadanos sino en su capacidad para imponer una fe. Para eso se enseñará el ideario bolivariano y el socialismo del siglo XXI en la primaria, y marxismo acompañado de doctrina humanista bolivariana en el bachillerato. Los días de fiesta “serán para actividades complementarias en las escuelas, no para irse de vacaciones.” Según las palabras del ministro son fechas para elevar el sentimiento. Por ese camino las habilitaciones terminarán siendo en una colonia agrícola.
Los desobedientes los describió el Che hace mucho tiempo y tendrán que hacer algo más que planas de enmienda: “aquellos cuya falta de educación los hace tender al camino solitario, a la autosatisfacción de sus ambiciones; los hay que aún dentro de este panorama de marcha conjunta tienen tendencia a caminar aislados de la masa que acompañan”.
Mientras el gobierno intenta una especie de conversión religiosa en sus escuelas y universidades, algunos individuos individualistas invaden un instituto de educación pública para utilizarlo como vivienda. La ineptitud del Estado en su papel obvio como mediador de las diferencias entre particulares, hace que otros individuos individualistas saquen a sus hermanos a patadas para recuperar los antiguos salones. Y Chávez se dedica a repetir su oración: “es imposible tener una comunidad con individualismo. Tenemos que pensar en el colectivo, hagamos como Cristo, amaos los unos a los otros”. No queda más que perdonarlo. No sabe lo que dice.

sábado, 9 de febrero de 2008

Verdades insoportables


Los familiares de los secuestrados por las FARC se han convertido en los personajes del año en Colombia, bien sea por sus caminadas o por sus llantos lúcidos y conmovedores, por sus visitas papales o su proverbial desconcierto. Han terminado por encarnar el sentimiento de culpa que el país ha ido cultivando con esmero. Además, el drama será siempre un espectáculo vendedor, una posibilidad perfecta para vestir a la curiosidad con el manto de la consideración. No digo que eso esté mal: no mirarlos sería mezquindad, no oír sus desgracias sería indolencia.
Sin embargo, cuando la voz de las personas sometidas al chantaje se vuelve ley, cuando sus palabras comienzan a intimidar, no son ellos quienes están ejerciendo poder sino los delincuentes a quienes están sometidos. Ellos, agazapados en un dolor que se encargan de manipular con gotas esporádicas de esperanza, hablan por medio de las súplicas y las necesidades de sus víctimas. Por tanto las voces de los familiares de los secuestrados deben oírse con cautela, encierran el más humano de los sentimientos y hablan de una urgencia que no admite consideraciones. Pero no siempre esas voces están cercanas a la verdad, están obligadas a mirar un único objetivo y una única posibilidad. Y muchas veces terminan coincidiendo con las cartas oscuras de los victimarios.
Las declaraciones de Yolanda Pulecio y de Astrid Betancourt en contra de la convocatoria del pasado 4 de febrero son una muestra paradójica. “En Colombia no asistimos a la marcha porque tememos que haya sido realizada por otros intereses”, dice la mamá de Ingrid. Para su hermana el asunto es aún más claro: “Incluso los paramilitares, que son tan terroristas como las Farc, han impulsado ir a las manifestaciones que atizan la rabia y la incomprensión, y justifican la guerra.” Nos hemos cansado de oír la acusación de indolencia de la sociedad civil, y ahora resulta que cuando el azar, la novela de fin de año con Emmanuel preclaro, la novelería, el hastío, las ganas de hacer parte de un acto político multitudinario y otras muchas razones se juntan y logran empujar a millones de personas a la calle a rechazar al secuestro y sus autores, los antes indolentes se convierten en cizañeros sospechosos, en instigadores desalmados. La lógica de un país rechazando a los secuestradores mientras sus víctimas se duelen de ese rechazo, de un relativo consenso civil que se encargan de romper las víctimas y los victimarios parece inexplicable.
Tal vez los relatos y las reflexiones de Primo Levi, el más lúcido de los sobrevivientes de los campos de concentración nazis, puede dar algunas claves acerca de la paradoja. Según Levi era una constante que los familiares de los prisioneros albergaran esperanzas más allá de toda evidencia y construyeran complejas ficciones acerca de la bondad de los alemanes y las condiciones de sus familiares. Con fines defensivos la realidad puede ser distorsionada no sólo en el recuerdo sino también en el presente. No digo que los familiares de los secuestrados no deban mantener sus esperanzas y luchar por hacerlas realidad. Pero la confianza que muestran frente a las razones de las Farc y a su voluntad de paz deja ver algo de las alucinaciones que impone el deseo y el dolor. Es lógico que los familiares piensen que es más fácil empujar al gobierno que a los jefes guerrilleros, pero en su empeño no deben graduar de enemigos a los enemigos de los secuestradores. Por lo pronto nosotros debemos seguir oyendo a las víctimas, intentando comprender los trastornos de su lógica sin que esto implique rechazar las verdades insoportables.

martes, 5 de febrero de 2008

Futuros navegantes





Desde la playa, un pequeño barranco como un escalón, impide ver el paisaje que insinúan las copas de algunos árboles cercanos. La curiosidad burda del turista nos empuja escalón arriba hasta el cementerio del Pueblo. Una estampa romántica con su ángel blanco y su portón entre las flores del Curazao. Un lugar común de trinos y hojas secas. Estaría bien para recordar unos versos de Unamumo: “Corral de muertos, entre pobres tapias / hechas también de barro / Salvan tus cercas de mampuesto y barro / las aladas semillas, / o te las llevan con piedad los pájaros, / y crecen escondidas amapolas, / clavelinas, margazas, brezos, Cardos, / entre arrumbadas cruces…”
Pero estamos en el cementerio de Necoclí, en el Urabá antioqueño, y las noticias recientes obligan a recuerdos macabros: una inocente muela de cangrejo, una joya azul entre las tumbas, produce visiones y escalofríos; los gritos de dos cazadores de iguanas, con una vara larga y un machete, nos hacen pensar en la reseña que los periódicos hacen de las masacres. Parece imposible disfrutar de la compañía de unos huesos con nombres viejos.
Luego de una semana de visitas diarias el cementerio ha perdido el aire sangriento que imponían las noticias. Ni el sepulturero con su máscara, desordenando una tumba, con medio cuerpo ocupado en la oscuridad como un fotógrafo antiguo que se asoma en su caja, puede impedirnos disfrutar del poniente contra las tumbas más viejas y pensar en el mar como un mecanismo para mover un motor, siguiendo una invención famosa. Incluso ahora nos atrevemos, en compañía de niños aterrados entre carcajadas, a buscar la evidencia coralina de algunos huesos.
Pero un hallazgo en los últimos días cambió la visión corriente que ya teníamos del cementerio de pueblo. Algunas de las tumbas más viejas están siendo desenterradas por el mar, la pequeña proa de los cajones ya deja ver su casco de madera entre el barranco. El mar no es sólo arrullo, reclama sus naves con paciencia. Ahora el barranco puede llamarse acantilado y la costa de Necoclí podría ser la del mítico mar de Gales.
Una cita de la Eneida encontrada al azar me absolvió de escribir un poema para esos navegantes futuros en un golfo colombiano. Muy pronto les corresponderá la misma desorientación de Palinuro:
“Ya nuestras naves pierden la costa de vista,
Solo tienen mar alrededor y cielo encima.
Cuando sobre nosotros cae un torrente de lluvia;
Y la noche, con negras nubes, se hace con la vela mayor:
Los encrespados vientos elevan las olas espumosas:
La desperdigada Flota es empujada por distintos caminos:
La faz de cielo ha sido hurtada de nuestra vista,
Y con redoblados repiques el trueno ruge en el cielo.
Apartados de nuestro rumbo, deambulamos en la oscuridad;
Sin estrellas que nos guíen, sin tierra que nos oriente.
Ni siquiera Palinuro haya una referencia
Entre la noche y el día, tal es la oscuridad que reina.”