martes, 29 de agosto de 2017

Sin remedios

 
 
La rebatiña lleva siglos en esas montañas. Oro y pólvora han marcado la rutina en el norte de Antioquia desde hace más de 400 años. Segovia y Remedios son viejos “campamentos” donde han cambiado los dueños y los vasallos, las herramientas y los mitos, pero no las maneras de pelear y defender las vetas y los socavones. Una epidemia de viruela obligó a trastear el entable de Nuestra Señora de los Remedios hasta el sitio del actual municipio en 1594. Detrás llegaron más de 2000 esclavos traídos desde Cartagena para calmar una de las grandes fiebres de oro durante la colonia. Las primitivas reglas de minería en la zona las dictó Gaspar de Rodas, según dicen. La primera, “Los derechos y las riquezas del subsuelo pertenecen al soberano”, no se cumple hoy cuando la Gran Colombian Gold es dueña del subsuelo, sin límite alguno y a perpetuidad, en un terreno de cerca de 3000 hectáreas. Esa “soberanía” de los canadienses no ha terminado con la batalla por más de 400 kilómetros de pasadizos bajo una montaña de oro.
Luego de unos años de decadencia el oro de la región también entregó sus frutos para la campaña libertadora. Lo escribió Santander en una de sus cartas a Bolívar: “… es la Provincia desde donde todavía no he recibido un solo reclamo por los empréstitos, reclutas y ordenes fuertes, y le llevamos sacado cerca de cuatrocientos mil pesos en barras de oro..”. Las cuentas a mano alzada convierten esos pesos en cerca de una tonelada métrica de oro. Todo estaba listo para el desembarco de los ingleses. En 1830 Antioquia producía el 50% del oro del país y los ingleses ya habían traído la geología, la hidráulica, los reactivos químicos y los taladros. A mediados del siglo XIX se inscribe el nombre de la Frontino Gold Mines y suenan las minas que todavía hoy dan guerra y oro en Segovia: El Silencio, Manzanillo, Marmajito, Córdoba, Cogote. Esta última es la misma que hoy explota la Gran Colombia Gold bajo un régimen que hace más de veinte años hizo escribir a Michael Hill Davey, un inglés nacido en el campamento de Marmajito, una sentencia de buena ley: “En realidad la suerte de los barequeros y trabajadores rasos poco ha cambiado, solamente han cambiado de patrones explotadores”.
Davey era un minero extraño, más enamorado de las selvas que del oro, amigo del gran botánico Richard Evans Schultes y geógrafo de profesión. Como escritor aficionado dejó un libro sobre las gestas y las estridencias de los mineros en la zona, lo llamó Oro y selva, Relatos del nordeste. Las historias se mueven entre la caricatura y el mural que busca exaltar la vida de ingleses y lugareños. Cuando relata un bochinche a mediados del siglo XX luego del hallazgo de un apogeo, “un cogollo muy rico en oro encima de un filón”, parece que describiera el tropel que hemos visto por televisión durante el último mes. Las palabras del primero que llega son muy dicientes, “respeten hijueputas que este pedazo aquí es mío. Y llegaron sus compañeros machuqueros a ayudarle a defender la parcela, llegaron las mujeres y los familiares de todos y el boleo ya fue horrible a punta de barras, picas y palas”. Al llegar el gerente de la Frontino, el alcalde y el comandante de la base militar, “encontraron 3000 personas en el sitio el cual hervía de gente como si fuera un hormiguero perturbado, ranchos de plástico y pilas de madera por todas partes…” Los socavones de los machuqueros amenazan con alcanzar la gran mina Cogote, y el gerente entrega su diagnóstico: “No veo cómo vamos a desplazar esa gente de aquí, haciéndolos desocupar, sin crear un grave estado de orden público. Esta gente no se va de aquí, se hace matar primero”. La Gran Colombia repite la historia con avaricia renovada y la gente está hasta el cogote.
 
 
 
 


martes, 22 de agosto de 2017

Virtud y buena letra








El anuncio de las urgentes reformas constitucionales y legales proviene casi siempre de un arrebato de impotencia. El consuelo de la letra frente a la realidad. Sumar algunos años a los castigos del código penal es el consuelo de los ciudadanos asustados, reformar el código de policía es un aliciente para los vecinos maldormidos y bien educados, sumar inhabilidades para los políticos corruptos es la mejor bandera para apaciguar a los indignados.
Luego del escándalo por el asomo de corrupción en la Corte Suprema se oye el clamor por nuevos y severos jueces, altísimos tribunales para juzgar a los altos tribunales, se clama por “reformas de fondo”, por una nueva estructura del Estado, por un código de honor ahora que “tocamos fondo”. Lo piden los periódicos, los radios a mañana y tarde, las amas de casa, el ex procurador, los candidatos y los comentaristas deportivos. La letra de las leyes vista como un himno virtuoso para ordenar el caos que dejó letra alabada como solución hace apenas unos años y ahora gastada por la malicia criolla. La gente se aburre de cantar las mismas canciones y confiar en las mismas reglas.
Ahora los más exaltados piden una constituyente para remediar nuestros males. Piensan que la corrupción va demasiado rápido y cada 25 años hay que cambiar las cercas para contenerla y sancionarla. Por momentos se ven algo ridículos persiguiendo la maldad con una red para cazar mariposas, eso sí, recién anudada. El último de esos pregoneros de las nuevas reglas fue hasta hace poco uno de los mayores propagandistas de la “anciana” Constitución del 91. Juan Lozano pide ahora, como lo pidió a finales del año pasado por motivos distintos, una constituyente que nos libre de este régimen “pestilente y dañino”. Solo pide un pequeño detalle para que todo resulte según sus cálculos: que sea una “buena constituyente”. Me recordó una corta sentencia del escritor alemán G.H Lichtenberg: “Hay gente capaz de creer en todo lo que quiere: ¡son criaturas felices!” No sé si Lozano sea feliz pero la verdad le cabría un buen pinchazo de escepticismo. Su columna dice que lograremos una constituyente virtuosa, lejos de los vicios de la política, si ponemos las reglas adecuadas: no al voto preferente y al aval de los partidos control ciudadano, prohibición de dinero en efectivo en campañas, no a la intervención de funcionarios públicos y construcción desde los medios de una debate sereno, constructivo y exhaustivo. Incluso pide algunos cupos estamentarios al mejor estilo de la constituyente en Venezuela.
Si ese llamado a remediar el mundo no fuera peligroso sería tierno. A Lozano se le perdonan sus furores por la utopía en 1991, pero ya está lo suficientemente curtido para seguir por el mismo camino. Ni la política ni la justicia ni el Estado comienzan de cero luego de una reforma, tampoco es posible construir un filtro eficaz  para que solo quienes consideramos íntegros y justos puedan participar en la construcción de las nuevas reglas. Ese empeño si acaso llevará al sectarismo o a tonterías del tipo “los buenos somos más”. No se puede calificar el Congreso de pestilente y al mismo tiempo imaginar una Asamblea Constituyente ejemplar. Los dos escenarios serían hechos con materiales muy parecidos, Macías y el Ñoño Elías, Cabal y Char, Corzo y Name…
Siempre es bueno desconfiar de los gariteros que revuelven y cambian el naipe una y otra vez para que el juego sea más justo. Pecan por interesados en su propia mano o por delitos de lesa ingenuidad.



martes, 15 de agosto de 2017

Tiempos de acarreo




 

Entró por una vía alterna cercana a la pista del aeropuerto Olaya Herrera. Era un camión corriente de cabina amarilla, acostumbrado a cargar cebollas desde Ocaña o papa desde Samacá. Tenía encima un contenedor blanco con pequeño golpe en una de sus esquinas superiores. Solo dos letras negras le concedían al camión y su carga un aire de importancia, un valor más allá de esa apariencia de acarreo corriente: UN. Me quedé mirando el camión con asombro, nadie entre los pasajeros que caminaban a tomar sus vuelos reparó en el contenedor blanco y las dos letras escuetas. La avalancha de noticias, muertos, negociaciones fallidas, experiencias personales, cháchara política, elecciones, secuestros, ajusticiamientos y discursos que me suscitó la imagen, impidió que sacara el teléfono a tiempo para tomar la foto de ese momento insignificante de un hecho significativo. Una parte de las armas de las Farc pasaban a mi lado camino a la fundición definitiva. Hasta hace poco esa caravana de camiones era una ficción, un anhelo viejo y esquivo. Es seguro que ese mismo camión estuvo parado en un retén guerrillero en Valdivia, San Francisco o Yarumal hace unos años.

Pensé en la paloma de la paz de las épocas de Belisario, pintada en una calle del barrio Santa Fe en Medellín, que sobrevive desde el 26 de agosto de 1984. En la masacre de Segovia en 1988 de la que salvó la alcaldesa de la época Rita Tobón y que dejó 43 muertos. En los tiempos ya lejanos en los que José Obdulio Gaviria era un dirigente de izquierda con el movimiento Firmes. Recordé, por supuesto, las cruentas tomas de las Farc en los noventa -Miraflores, La Uribe, Puerto Príncipe, Patascoy y Mitú- que dejaron cientos de uniformados muertos y una lista de 245 soldados y policías secuestrados, quienes sufrieron durante años el tire y afloje de acuerdos humanitarios, canjes, liberaciones unilaterales y actos de buena voluntad. Eran los tiempos en los que Fabio Valencia Cossio, como presidente del Congreso, proponía una ley de canje y el presidente Pastrana decía estar listo para apoyar la iniciativa. Años antes, en 1997 durante el gobierno Samper, ya se había dado un canje luego del despeje de más de 13.000 kilómetros por parte del ejército en Caquetá. En ese momento las palabras negociación y conciliación tenían un valor especial.

El camión se parqueó al lado de dos grandes helicópteros que de inmediato recordaban la Operación Jaque y el gran momento de la Seguridad Democrática en los gobiernos sucesivos de Álvaro Uribe. Fue la efervescencia ciudadana frente a los abusos de las Farc y muy seguramente el impulso para que el presidente y sus cercanos pensaran que sin ellos todo era hecatombe. Los triunfos sobre las Farc implicaban también riesgos para el Estado. Fue imposible no recordar los 27 muertos de El Cartucho el 7 de agosto del 2002, durante la posesión de Uribe, cuando las Farc-Ep mataron a algunos de los integrantes del pueblo más débil de la capital. Cilindros iban y venían. No hablamos de caletas en manos de la ONU sino de nuevas formas del terror: tatucos contra las cornisas de la Casa de Nariño. Eran los tiempos en los que Uribe, con un mes largo en el gobierno, decía frente a la Asamblea General de Naciones Unidas: “El compromiso de mi gobierno en materia de seguridad no se opone al diálogo. Al contrario, lo desea. Por eso hemos pedido la gestión de buenos oficios de Naciones Unidas…” Ay, otra vez esas dos letras sencillas: UN.

Me quedé mirando al camión por la ventanilla del avión que ya carreteaba. Mucho trabajo y sufrimiento detrás de ese feliz trasteo.

 

 

martes, 8 de agosto de 2017

Manicomio blanco








Reconocer un loco a simple vista no es tarea fácil. Pueden agazaparse en el silencio o la risa, pueden cubrir de misterio sus delirios o simplemente parecer tontos corrientes, sin muecas extraordinarias ni desvaríos sobresalientes. Si el alienado viste bien, tiene poder y lo acompaña una hermosa mujer, pálida y silente, será más difícil aún el diagnóstico a ojo de buen loquero. Es difícil trazar la línea entre un exitoso extravagante y un narciso compulsivo, víctima de ataques de paranoia seguidos por estallidos de ira. En últimas, el furor es mancorna del éxito.
En Estados Unidos han comenzado a hablar de la salud mental del presidente Donald Trump. Para cualquier mortal es difícil pasar por cuerdo si las multitudes se dedican a mirar día a día sus mínimos movimientos, sus temblores de mañana y sus sueños a medio día, sus declaraciones antes del almuerzo y sus tropeles de tarde, sus escapadas de noche y sus terrores de insomne. La observación minuciosa hará que inevitablemente salga a flote la insania. Y la verdad a Trump no hay que mirarlo con mucho detenimiento. Los psicólogos llevan buen tiempo hablando de su megalomanía, sus paranoias, su necesidad de venganza y su incapacidad para aceptar las más mínima derrota. Los caricaturistas han hecho los suyo con ese niño grande y furibundo. Un psicólogo neoyorquino, uno más de los centenares que han hablado sobre la cabeza del presidente, desestima los daños que han señalado algunos psiquiatras que lo declaran incapaz para ejercer su cargo: “Tiene un desmesurado interés en su popularidad y le molesta la idea de que alguien pueda ser más grande que él. Pero para saber eso no se necesitan las averiguaciones de un psicólogo”.
La semana pasada, la Asociación Americana de Psicoanalistas les notificó a sus 3.500 miembros que estaban en libertad de referirse a los laberintos de la cabeza presidencial, esa jaula habitada por un único pájaro, tan feroz como parlanchín. Quedaban exentos de lo que los gringos han llamado la “Regla Goldwater”. Una prohibición surgida en 1964 a raíz de una publicación en la revista Fact de un artículo titulado: “El inconsciente conservador: un tema especial en la mente de Barry Goldwater”. El artículo entregaba el resultado de una encuesta donde un buen número de psiquiatras decían que Goldwater, candidato republicano a la presidencia, no era apto mentalmente para sentarse en la Oficina Oval. La Asociación Americana de Psiquiatría dijo en su momento que no era ético ni científicamente responsable dar dictámenes públicos sin al menos haber tenido una cita cara a cara con el paciente y haberle realizado un examen estándar.
De modo que en Estados Unidos los psicólogos hablan sin miedo sobre las tragedias mentales de un presidente que gastó su primera semana peleando por el número de asistentes a su posesión. Ellos nunca han visto con buenos ojos la regla Goldwater. Los psicoanalistas acaban de levantar públicamente sus vetos en desafío a los jefes de prensa de la Casa Blanca y los psiquiatras. Y estos últimos tienen grandes divisiones sobre las bondades de diagnosticar para la prensa al hombre que dice, entre risas, que es el más calificado para ser presidente de Estados Unidos desde Lincoln. En octubre saldrá un libro firmado por 27 psiquiatras con un título sugestivo: El peligroso caso de Donald Trump.
También las agencias de inteligencia gringas han comenzado a dudar y a guardar algunas cartas claves. El niño podría hacerse daño. Otros hablan de su edad, los 71 años lo han hecho más débil, más rabioso y menos locuaz. Para los más suspicaces es solo un excelente actor. Ese mismo papel lo llevó a la presidencia. Y tienen un diagnóstico claro: “Está loco como un zorro”.
 

 
 
 
 
 

 

martes, 1 de agosto de 2017

Un oso 'Chucho'




La imagen de un león, un oso o un mono en una jaula se ha convertido en una seña de injusticia que revuelve las emociones humanas. La exhibición de animales ha pasado de ser un acto instructivo a una muestra de crueldad. En el Medellín de los años setenta se celebraban las gracias a Agripina, una chimpancé que había traído la Sociedad de Mejoras Públicas desde Estados Unidos, era la estrella del zoológico y lo que se entendía como un espectáculo hoy solo tiene la certeza del abuso. Por eso en Colombia se aprobó el año pasado una reforma al Código Civil que trataba a los animales como simples cosas e, igualmente, una ley de protección animal (1774 de 2016) que declara a los animales como “sujetos sintientes” y entrega herramientas para protegerlos del sufrimiento y dolor que les puedan infligir los humanos.   
 Lo que en realidad resultó algo extravagante, original por decir lo menos, fue el fallo de la semana anterior a cargo de la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de justicia. Ante una petición de hábeas corpus para liberar del calor de Barranquilla a ‘Chucho’, un oso de anteojos, viudo de ‘Clarita’, quien llevaba cerca de dos meses en La Arenosa, la sala decidió conceder el amparo constitucional y ordenar a la fundación que regenta el zoológico el traslado a la Reserva Natural Río Blanco en las goteras de Manizales. El oso cambiará de clima y no tanto de condiciones de reclusión ya que creció en cautiverio y no tiene posibilidades de sobrevivir en su hábitat natural.
El fallo es reiterativo en reconocer el estatus de derechos que han ido logrando los animales, en su argumentación pasa por Saramago, Hume, Schopenhauer, Rawls y otros, y al mismo tiempo en hacer una diferencia entre la protección animal y la protección de los derechos fundamentales. Pero en medio de la jeringonza que a roza los cantos a la Pacha Mama, encuentra una justificación para igualar los mecanismos de protección: en vista de que los seres sintientes son parte de la naturaleza y ayudan a la conservación humana al hacer parte del equilibrio ecológico (los osos de anteojos esparcen semillas en el Páramo de Chingaza), es posible obligar a su cambio de “celda” por medio del hábeas corpus. Parece increíble pero el vocabulario de juzgado y la retórica ambientalista más reciclada caben en 35 páginas del fallo. Por momentos parece que cantara Manu Chau. Lo mejor del fallo está cuando llegan las diatribas contra los humanos, una especie de canto que remueve los cimientos sociales y gramaticales. Se trata de una “textura filosófico jurídica diferente y creadora…en contra de quienes día a día destruyen sin consideración para saciar sus apetitos atesoradores y tecnocráticos, contra quienes diariamente envenenan y desecan los ríos, lagos, pantanos, humedales, arrasan páramos y aves, ecosistemas e insectos, contra quienes hunden sus herramientas, armas, maquinarias, retroexcavadoras…”
No importó la jurisprudencia de la Corte Constitucional que reconoció derechos de los animales y aboga por las medidas administrativas e incluso los castigos penales para protegerlos. No importó que el Ministerio de Ambiente pudiera remediar la situación mediante actos administrativos (hay un Programa Nacional de Conservación del oso de anteojos), o que se pudiera acudir a una acción de cumplimiento para las Corporaciones Autónomas. Lo importante, parece, era ser primeros en el país en dar el paso, soltar un discurso y abrir la puerta a las tutelas, hábeas corpus y otras acciones para protección de derechos humanos a los animales. Cuatro veces los tribunales norteamericanos negaron acciones similares para proteger primates. Con argumentos serios y llamados a las autoridades administrativas o a los legisladores. Pero entre nosotros, en las sentencias, parece que importa más la melodía que la letra.