miércoles, 31 de diciembre de 2014

El Palmar






La finca El Palmar no tiene un letrero ni una cruz ni una puerta con candado. No hay señales particulares entre la carretera polvorienta y la cerca que marca sus límites. La maleza y el ganado se muestran inocentes en sus orillas. Pero todo el mundo en los alrededores le señala la finca a los visitantes y cuenta una historia de sangre y miedo sobre los modales del ogro que la habitó hasta hace cerca de diez años.
El Palmar fue centro de trabajo, recreo y ejecuciones de Rodrigo Mercado Pelufo, alias Cadena, jefe del Bloque Montes de María de los paramilitares. Desde allí impuso su ley en San Onofre, Rincón del Mar, Berrugas, Libertad y otros pueblos de Sucre. Era la caricatura siniestra de un dictador: daba discursos en las plazas de los pueblos con la atención de una audiencia temblorosa, imponía castigos a las mujeres chismosas y a los ladrones (luego de arrebatar fincas y cabañas y matar basado en los rumores y la brisa del pueblo), ganaba las partidas de dominó a pistola y sentenciaba las peleas de gallos con un disparo contra el ejemplar que se atrevía a desafiar a su espuela. Decía que le gustaba el “camino recto” y advertía contra los homosexuales, los viciosos, los dejados y los “raros” en general. Los adolescentes se encerraban en sus casas cuando sabían que Cadena estaba de ronda y las mujeres tuvieron que jugar todos sus papeles de puertas para adentro, porque un simple corrillo servía para condenarlas.
La suerte de Cadena es un misterio más de asesinos y fosas por descubrir, ahora es un cuerpo perdido, unos huesos sin coordenadas. Pero quedan sus canecas con plata enterrada, sus muertos y la pregunta de cómo la sociedad completa, los pueblos atemorizados, la policía comprada, los cachacos sordos y mudos que pasean en las cercanías, el Estado con su cabeza gacha y sus alertas tempranas, permitieron que un carnicero de profesión fuera el dueño de la vida de miles de personas durante cerca de una década entre charlas, chanzas, whisky y plomo. Una caneca con billetes de cincuenta mil recién descubierta en El Palmar sacó a flote nuevas historias y curiosidades. Un periodista en vacaciones me propuso la excursión hasta la finca y fuimos escoltados por dos motos de policía. Los agentes, todos más o menos recién llegados a la zona, hablan un lenguaje muy similar al de los turistas: historias de oídas y mitos locales. En el portón a medio abrir nos recibió, como era de rigor, un gallinazo sobre un árbol. Cuando entramos alzó vuelo y nos dio dos vueltas como bienvenida. Nos reímos frente a la escena macabra con un chulo que parecía amaestrado. Camino a la casa y al gran caucho donde 'Cadena' mataba por deporte y por trabajo apareció el lago donde dicen tiraba los restos de sus víctimas a un cocodrilo gigantesco. Ahora no hay más que sanguijuelas en el lago y el cocodrilo terminó en un “zoológico” en Isla Palma, antiguo palacio de un narco. Afortunados los lagartos que no saben de remordimientos. El caucho parece sostener y destruir la casa al mismo tiempo, sus ramas horizontales dejan caer raíces aéreas que se convierten en columnas. El verdadero dueño de la finca, que recién la recuperó, decidió que el árbol debía adueñarse de esa arquitectura del terror. Zumban las abejas y resuenan las hojas del caucho descomunal, parece la vieja guarida de un monstruo, una escenografía para una novela negra en tierra caliente. Nadie salió a recibir la visita, el administrador estaba en un pequeño rancho a la sombra, en la mañana lo había pateado en ternero en la cara. Un accidente menor para un palacio grotesco.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Estrella de navidad








Una vela, un fósforo, un farol, una luz titilante son protagonistas en todos cuentos de Navidad. Una estrella como promesa. La mano sintiendo el calor del papel de seda es la imagen más nítida que me queda de aquellos diciembres. La mecha es un asunto de otros, está cubierta de gasolina en un pequeño tarro de jabón,  es una especie de araña misteriosa, vedada a los niños. “El humo es como quien dice su alma, la candileja el corazón”. Antes de que el papel se ilumine una rifa sencilla elige al niño que debe correr con el globo para llenarlo de aire, lo toma de la candileja y corre con cuidado para evitar que se rasgue. Luego del calor el globo toma su propia vida, “suéltelo, suéltelo”, es el grito de batalla, y el elegido lo deja ir con un gesto sublime que solo puede llamarse la elevación. Seguirlo es otro cuento, los primeros segundos cuando todavía se ve la llama y los colores dan vueltas, más tarde cuando es una pequeña luz rojiza, después un punto amarillo, y cuando ya parecía olvidado alguien lo señala y hasta que el último de los presentes no lo haya visto, o haya mentido y haya dicho verlo, no se puede volver a los asuntos corrientes.
Pero eso era en los tiempos del engrudo, cuando las vacas y los carros cuadrados eran los únicos globos formidables y arrastraban una cola de adolescentes armados de piedras y guaduas. Porque coger un globo tiznado era una hazaña. Ahora los globeros son una especie de logia de “ingenieros” que trabajan al ritmo del chucu chucu, el sancocho y la copa. Se agrupan en Turmas, según la expresión brasilera, y se dedican a armar sus globos gigantescos, o sorprendentes por sus formas, o melosos por sus consignas, o luctuosos por sus colores para recordar a un amigo. Sus globos tienen una estructura de hilo que los refuerza, una candileja de madera y acero, una mecha de papel y parafina que se apagará antes de caer. No se inflan corriendo sino a soplete y a sus lanzamientos asisten miles de personas.
El domingo pasado fui al lanzamiento de un globo de 8200 pliegos. Tan grande como El Cabrón que amenaza y vuela en un cuento de Rubem Fonseca. Verlo extendido sobre una pequeña loma fue el primer espectáculo. Lo desdoblaron como si fuera un plano secreto, con el cuidado de los arqueólogos. Le pusieron la candileja como si se tratara de un sencillo trabajo de marquetería. La mecha estaba a un lado, como un banco con un cojín colorido. Mientras tanto salían globos pequeños, para ambientar, para probar el aire. Cuando voló un globo blanco, el más sencillo, no puede dejar de pensar en el remolcador que antecede al gran trasatlántico. Lo inflaron con seis sopletes y ahora los globeros parecían unos místicos del fuego. Tenían los ojos desorbitados y gritaban mientras crecía la gran montaña de papel. Luego de treinta minutos, ante el asombro de los espectadores por los movimientos de El Cabrón que se sacudía lento, amenazante, como si pudiera tumbar una de las casas cercanas con alguna de sus puntas bamboleantes, el globo comenzó a jalar. Desde las cuatro esquinas de la loma los encargados de las puntas sostenían cuerdas para darle equilibrio. Abajo, en la boca, había más de veinte personas entre gritos. Al momento de partir alcanzó a levantar a seis que no querían soltarlo. Se fue aclamado por la multitud, muy despacio, y se perdió entre la niebla como un fantasma silencioso. Media hora más tarde apareció convertido en una luz espléndida, blanca, alumbrado por el sol de la mañana. Fue mi estrella de navidad.


martes, 16 de diciembre de 2014

Verdugos de verdad




La ficción ha alumbrado muchas veces los sótanos de torturas. Los novelistas son expertos en describir el enfrentamiento repugnante entre el interrogador y su presa. Algunos prefieren mostrar un sórdido juego de estrategias, otros la brutalidad a secas, algunos más un espejo entre dos humanos doblegados de diferente forma. Hace poco, a raíz del informe del senado norteamericano sobre las torturas a cargo de la CIA y sus contratistas luego del 11-S, me encontré con un texto de Juan José Millás que hacía algunas preguntas sobre esos “especialistas del dolor”:  “Imagínate que tu trabajo es ese: torturar. Que cada mañana, en vez de acudir a la oficina, al despacho, a la fábrica, fichas en una cárcel secreta, donde te espera un individuo encadenado al que ya zumbaste ayer de lo lindo.” La verdad no queda mucho más que imaginarlo, parece difícil encontrar los manuales de esa realidad extrema, difusa.
El ojo hinchado con una mosca jugueteando en el párpado descrito por Millás me hizo recoger un libro sobre torturas que es a la vez una especie de alegoría a las guerras pérdidas, a las guerras propuestas por un imperio temeroso y todopoderoso. Esperando a los bárbaros de J.M. Coetzee comienza en el almacén de un granero donde un viejo y su sobrino enfermo están a punto de ser interrogados por un coronel llegado con insignias de la Guardia Nacional. Las gafas oscuras le hacen pensar a los lugareños, incluidos los prisioneros, que el coronel es ciego. El magistrado del pueblo le pregunta al militar recién llegado por los dilemas frente a un preso que dice la verdad, la tragedia de un hombre destrozado, dispuesto a decirlo todo pero sin nada que decir. “Existe un tono especial –dice el coronel–, un tono especial penetra en la voz del que dice la verdad. El entrenamiento y la experiencia nos enseñan a reconocer ese tono”. La búsqueda de la verdad termina con el joven esposado, con las manos adelante, durmiendo sobre un catre, y el viejo envuelto en una mortaja, cerca de su sobrino, quien cree haber oído entre sueños: “Duerme con el viejo, dale calor”.

La novela continúa con la caza de unos pescadores ajenos a la guerra y nuevos interrogatorios en el granero. El masoquismo del lector y el desprecio obligan a llegar hasta el final. Al menos se trata de un juego de la imaginación, piensa uno al apagar la luz para olvidar la pesadilla del libro. Pero en el anaquel del frente hay un libro con cartas y relatos de las torturas en la cárcel de Abu Ghraib, en Irak, ya no se trata de la imaginación sino de una especie de confesión de parte. La balada de Abu Ghraib muestra el retrato de Sabrina Harman, una de las militares encargadas de la verdad en las antiguas mazmorras de Sadam. Lo primero que asalta a la soldado es un sentimiento de irrealidad. No entiende que hacen ahí esos hombres desnudos con unos calzones de mujer en la cabeza: “Parecían cosas que pasaban en la tele, no eran cosas que pensaras ocurrían de verdad. Era simplemente una cosa que ves pero no es real”. La cámara fue su antídoto contra la irrealidad. En esas celdas ciertas hay un viejo al que jalan de la barba blanca contra los barrotes y gime toda la noche. También está un taxista que repite que no sabe nada cuando le golpean los testículos. Y un niño de 10 años que sirve como carnada de la verdad para la cabeza de su padre militar cubierta con un saco de arena. Cerrar ese libro es aún más difícil. Que no digan pasar la página 

martes, 9 de diciembre de 2014

Justicia muy ordinaria





Algunas de las grandes discusiones del año han girado en torno a la severidad de las penas y los sacrificios posibles y deseables para lograr la paz. La justicia de excepción es una vieja regla entre nosotros y los debates alrededor del código en ciernes apasionan al país. La aritmética criminal es ya una de nuestras especialidades. Durante el siglo XIX se firmaron diez y siete amnistías generales y durante el siglo XX fueron apenas nueve. La mayoría de los jefes paras sometidos a Justicia y Paz que no fueron extraditados están pidiendo su libertad luego de ocho años de cárcel sin condena. Cumplieron con la pena máxima estipulada por la ley pero no se ha logrado emitir los fallos que pongan el sello estatal a la confesión y las investigaciones. Podríamos llamarlas penas primitivas de la libertad: un número de años de cárcel en un código contra una confesión.
Pero la justicia ordinaria también puede ser excepcional. Esta misma semana un juez de ejecución de penas de Valledupar le otorgó el beneficio de detención domiciliaria a Freyner Alonso Ramírez García, alias Carlos Pesebre. El hombre es señalado como uno de los grandes capos de los combos en Medellín y dicen que llegó a manejar seiscientos hombres en Robledo y otras zonas de la ciudad. Hace veinte meses fue capturado y se logró imponerle una condena a nueve años de cárcel, muy similar a la máxima de Justicia y Paz pero sin grandes confesiones ni cabeza gacha. El acuerdo con la fiscalía incluyó el reconocimiento de los delitos de concierto para delinquir, extorsión y reclutamiento forzado.
Hace poco, también en Medellín, la policía mostró como un triunfo la captura de Fredy Alonso Mira Pérez, alias Fredy Colas. Las listas mágicas sobre mágicos que llegan desde los Estados Unidos lo señalan como un importante “underboss” de la Oficina de Envigado. Fredy Colas fue el segundo del extraditado Ericson Vargas Cardona, alias Sebastián. Su poder lo ejerce en el oriente de la ciudad en Buenos Aires, Caicedo y Villa Hermosa. Unas horas después debió ser liberado por no tener una causa penal en Colombia. Su gran delito en el país es una vieja anotación por cargar unas pepas de éxtasis en el bolsillo en las afueras de una discoteca. En su caso la justicia se traduce en hostigamiento policial.
También para Alirio de Jesús Rendón Hurtado, alias El Cebollero, las cosas mejoraron hace dos años. Su condena por lavado de activos fue reducida a trece años y con seguridad no cumplirá los ocho que marcan el listón de Justicia y Paz. El Cebollero fue reseñado durante un tiempo como un hombre clave para La Oficina en el sur del Valle de Aburrá. Es inevitable pensar en Guillermo León Valencia como director de fiscalías en Antioquia cuando se hace la lista de capos citadinos con procesos endebles y penas magras en Medellín. Su caso se relaciona específicamente con beneficios a alias El Indio, pero su caso puede dar pistas respecto a los problemas para acusar a quienes se ubican en los grandes carteles de SE BUSCA, y a la hora de encontrarlos no se sabe muy bien el por qué.
Los negocios de los combos y los pillos en las ciudades son de sobra la mayor causa de violencia en Colombia, muy por encima de lo que ahora es dado llamar el conflicto armado interno, sin embargo la mayoría de estos delincuentes comunes siguen teniendo penas de justicia transicional. Ellos negocian al menudeo.




martes, 2 de diciembre de 2014

Ruido y furia








Una niña callejera, en un viaje de sacol en pleno 24 de diciembre, sueña con una fiesta con pólvora en la que además pueda estrenar “mecha”, es decir un vestido luminoso como los de las vitrinas. Vende flores para quemar chorrillos. El chisporroteo de las luces, el titubeo de los silbadores, la sorpresa ante el color de la próxima bengala han sido por muchos años parte de las promesas y los peligros de diciembre. Las primeras excursiones riesgosas que recuerdo fueron a distintas ventanas de casas humildes, de ladrillo pelado, de zócalo rojo, de rejas retorcidas, en las que nos despachaban una gruesa de papeletas, cebollitas o chorrillos. Cerca al colegio, a la casa, a una finca en Santa Elena siempre estaban claras las señas de esas casas tan importantes como los talleres de bicicleta o las ventanas que prometían empanadas y paletas. Antes, como en un sueño sin sacol, recuerdo las casetas a lado y lado de la autopista donde se ofrecían las pilas, los voladores, las estrellas magnificas que se clavaban a un poste y giraban con su impulso tricolor. Los polvoreros eran artesanos y su mercado al aire libre era una atracción incruenta.
Ahora, desde una orilla ciudadana que se pretende civilizada y espiritual, cívica y compasiva, surge una acusación contra quienes empuñan el cigarrillo para acercarlo a la mecha: mafiosos todos, o mejor, traquetos algunos, quienes fungen de patrones en las esquinas y patrocinan el estruendo, y miserables con gusto de mafioso los demás, quienes gozan de los estallidos o tiran voladores por su cuenta y riesgo o gozan con el rosario nada susurrante de una recamara. Convertir una costumbre popular en delito es una estrategia que ha demostrado ser inútil y riesgosa. Aquí desde hace siglos las fiestas religiosas y populares (les pueden preguntar a las vírgenes del Carmen y La Candelaria) fueron amenizadas con pólvora. Los estallidos están reseñados en las novelas antioqueñas y en los bandos oficiales. Está bien que para muchos sea una costumbre estúpida y derrochona, nadie niega los riesgos que implica y los precios que ha cobrado en ojos y falanges, pero tal vez no valga la pena señalar de mafiosos a quienes perseveran en un gusto que se considera odioso. La ciudad tiene suficientes bandos y recelos para que desde el púlpito de la superioridad moral se trace una línea entre los traquetos y los adelantados. Nos quejamos del estigma sobre la ciudad pero nos encanta el más burdo y más propio de nuestros insultos para resolver una tensión ciudadana. Muy pronto aparecerán los mapas con cruces para señalar, “con un lápiz de candela”, las comunas mafiosas y todo quedará reducido a las herencias de Don Berna.
Pero quizá la más grave de las exageraciones sea traducir la hora de estallidos y luces entre la noche del 30 de noviembre y la madrugada del 1 de diciembre como el dominio criminal sobre la ciudad. Una especie de resignación para darle poder ilimitado a los 8.000 o 10.000 pillos que se dice forman los combos. Si en verdad la alborada es una celebración de criminales esos hombres saben repartirse bien y dirigir las mechas en cada barrio de Medellín sin que valgan estratos ni fronteras invisibles. También saben revolver los sancochos y poner la música. Tal vez sea mejor cambiar los calificativos y llamar a los unos alborotadores y desconsiderados, y a los otros melindrosos  y gazmoños.