sábado, 29 de noviembre de 2008

Noticia del Putumayo





El sur se ha convertido en el principal productor de sacudidas nacionales. La marea de sus lógicas primitivas embiste cada tanto a la cuadrícula de las oficinas públicas, devuelve sus formularios, se ríe de sus intensiones. Deja constancia, en las plazas de las grandes ciudades, de su cuota de poder y sus venenos abandonados. Una evidencia de humo y rabia.
Un médico alérgico a las pulcritudes hospitalarias y al azote de una EPS me trajo hace unos días noticias del Putumayo. Historias de sus seis años de curandero por las selvas del piedemonte. Sus correrías de partos y baleados, de colonos descalabrados en moto o picados por las culebras. Habló del tedio de las cantinas, de la hospitalidad de casas abiertas en la selva, refugio para cualquier caminante con la simple condición de lavar los platos y reponer el arrume de leña, de los ciclos de 48 días que impone la mata de coca y de los descubrimientos recientes en Mocoa: el pavimento y la luz eléctrica sin necesidad del trueno de la planta de ACPM.
Tenía que preguntarle por los fajos de billetes, por el cauce de esa economía turbia de crecidas y sequías continuas. En últimas, un arrume 4.700 millones de pesos en un camión por las trochas del Putumayo, fue uno de los primeros campanazos del repiqueteo de desfalcos que ahora nos aturde. Primero habló de su sueldo que llegaba con 4 o 5 meses de retraso. “Yo viví vendiendo mi sueldo. Un caleto me entregaba el 70% de lo que ganaba y recogía la plata completa cuando el hospital giraba lo mío”. El gerente del hospital era el que hacía el papel de usurero y buen samaritano. “Y mi banco era un chiste viejo, no es mentira, mi plata la guardaba debajo del colchón”.
Las filas en el Banco Agrario de Orito se ordenaban desde las tres de la mañana. Hacer un giro, consignar, mirar un saldo era una jornada difícil hasta para la resistencia de los raspachines. Al lado del banco se instalaron casetas de intermediarios, oficinas ambulantes encargadas de entregar fichos y llenar talonarios. Los comerciantes con billete de más, coqueros o guaqueros de tienda, usaban sus carros blindados y sus cajas fuertes para llevar la plata hasta el “distrito financiero” en Puerto Asís. Los trabajadores de Ecopetrol movían sus pagos por medio de su cooperativa. Y los mortales dormían a las afueras del Banco Agrario.
Hasta que apareció DMG y sus buenas maneras. Un local reluciente, aire acondicionado, televisión y dispensador de agua fría. Cajeras con aire de azafatas. La gente corrió a entregar su plata y la libreta de DMG se convirtió en un adorado librito de salmos. Los rendimientos exagerados completaban el irresistible atractivo. Los colegas de hospital miraban con lástima al médico baquiano y su desconfianza por el librillo DMG. “Había de todo, unos sabían que estaban jugando, otros se metieron la mentira ellos mismos.” DMG se convirtió en la ventanilla siniestra y necesaria para mover la plata de los “químicos” y los campesinos, de los médicos y los profesores, de los funcionarios y los chóferes, de los sicarios y los ladrones. La plata que antes manejaba el Negro Acacio se democratizó gracias a la seguridad democrática, el gran capo fue reemplazado por 15 emprendedores.
Lo extraño de toda la historia es que ese modelo perfecto para la dinámica del Putumayo terminara imponiéndose en la Autopista Norte en Bogotá. Con sólo pulir un poco sus estrategias DMG pasó de ser una tecnología necesaria para el viejo oeste del sur a ser un centro comercial milagroso en las afueras de Bogotá. Está claro que el centro no esta libre del poder de la maleza. El sur también puede dar lecciones.

martes, 25 de noviembre de 2008

El Álbum Sacro




Una larga cuerda de cuarenta años tira el cabestro del pastor de El Vaticano y sus santos gustos musicales. Hace unos días el periódico L’osservatore, encargado de recoger las noticias de la Basílica de San Pedro, dejó caer unas bendiciones sobre el Álbum Blanco de los Beatles: una reseña dedicada a una reliquia de noventa y tres minutos que acaba de cumplir cuatro décadas rayando el disco. Las declaraciones salidas de El Vaticano tienen la particularidad de convertirse en noticia de última hora por su anacronismo. Son una especie de confirmación lejana, una señal del arribo del último participante en los dictados de algunas verdades terrenas.
Según El Vaticano el Álbum Blanco “continúa siendo una antología mágica”, muy distinta a la “música estándar y llena de estereotipos” que inunda las emisoras de hoy. La repentina beatlemanía del Benedicto XVI logró que la blasfemia de Lennon -“somos más famosos que Jesús”-que en su tiempo hizo rabiar a Pablo VI y a su guardia de obispos literales, fuera calificada por el diario como una “sencilla fanfarronada”, el impulso de un muchacho encandilado por el éxito. Para cerrar la absolución se toma prestada al azar una de las infinitas líneas escritas sobre los Beatles: “fueron una banda con una única y extraña alquimia de sonidos y palabras”.
El origen de la inesperada iluminación apareció en el mismo L’osservatore, unas páginas más adelante. Las nuevas estrategias de seducción de la iglesia hicieron obligatoria una pequeña encíclica de aniversario para los Beatles. Durante un reciente sínodo un obispo alemán con visión estratégica marcó las pautas a seguir: “Hace falta que aprovechemos el trabajo de los artistas contemporáneos y los interpelemos e impliquemos en el anuncio de la palabra de Dios”. Los Beatles serán entonces un primer descubrimiento de músicos contemporáneos, un acercamiento obligatorio a la música por fuera de las iglesias como instrumento para hablarle a los analfabetas religiosos: “Hay que conseguir que esta fe hable de nuevo. En la Edad Media se conocía la Biblia pauperum, la Biblia de los pobres, que explicaba visualmente parte de la historia de la salvación a cuantos no sabían leer”.
El vaticano sabe muy bien que es mejor buscar los artistas non sanctos por fuera de su rebaño. Todavía recuerda los problemas que le trajo una hermana dominica armada de guitarra y sonsonete a comienzos de la década del sesenta. La Soeur Sourire encantó más allá del coro íntimo con su canción Dominique y terminó grabando con la Phillips y encabezando las listas de éxitos. Muy pronto se aburrió de las canciones piadosas para terminar su vida al mejor estilo de las estrellas fugaces del rock: una comunión de somníferos y a resolver el eterno interrogante.
Está bien que El Vaticano haya dado su primer paso hacia las lenguas vulgares de la música popular con un elogio del Álbum Blanco, inspirado por una combinación de espiritualidad y desengaño, por la esperanza y la mentira de un cielo de meditación que los ilusos de Liverpool buscaron en la india en 1967 de la mano de un farsante con supuestas energías cósmicas. Ojala el próximo paso sea un poco más audaz. Hace dos años Madonna invitó a Benedicto para su concierto con Crucifixión en el Estadio Olímpico de Roma y le dedicó Like a Virgin. El Papa se limitó a llamarla blasfema y estuvo cerca de desplegar su guardia Suiza para protegerse. Para la próxima gira de la diva el Santo Padre deberá estar dispuesto a olvidar los desplantes y acoger a esa jovencita de cincuenta años.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Arden cruces






Durante la carrera por la candidatura demócrata algunos de los asesores de Hillary Clinton se dolían de la mala suerte de enfrentar a un candidato negro: "Si Obama fuera un hombre blanco no estaría en esta posición. Sucede que tiene mucha suerte de ser quien es. Y el país está cautivado por el concepto". La insinuación era clara: Obama implicaba un reto para muchos electores, un desafío para demostrar que el racismo era una memoria desafortunada. Su color no era un obstáculo sino un valor. La sensación de hacer historia y borrar viejas vergüenzas inclinaría a muchos electores hacia la figura de Barack Obama. Luego de la elección Estados Unidos entró en lo que Cristopher Hitchens llamó un momento de “auto congratulación”, América había vencido un fantasma: “Esto ha pasado antes, por supuesto, con el bombo que se dio a la Nueva Frontera, a la Gran Sociedad y al Nuevo Amanecer en Estados Unidos”.

Pero los fantasmas se resisten a morir y las manifestaciones más duras del racismo, los gestos viejos de las minorías extremistas, han crecido luego de la victoria del joven de Hawái. El mismo día de la elección fue quemada una iglesia de fieles negros en Massachusetts y en las semanas siguientes han aparecido las cruces ardientes del KKK en los jardines de las casas, las esvásticas en los parabrisas de los carros, los grafitis que mencionan la cuerda en casa del ahorcado y los insultos racistas en la boca desmedida de los colegiales. La página oficial de los supremacistas blancos se sobrecargó el martes de elecciones.

El hecho de que la mayoría haya vencido los prejuicios raciales puede significar un nuevo aliento para una minoría radical que se siente acorralada. La derrota electoral y la euforia de los ganadores alimentan la paranoia de los fundamentalistas. Las declaraciones de Tomas Robb, director nacional del KKK, son más que elocuentes: “Hay una guerra contra los blancos. Pero nuestra gente -mis hermanos y hermanas blancos-, seguirán comprometidos por una resolución no violenta. Una resolución que debe consistir en la solidaridad entre las comunidades blancas alrededor del mundo. El odio hacia nuestros hijos y su futuro está creciendo y es alimentado día tras día”. Nada más peligroso que los extremistas a la defensiva. El odio es ahora una disculpa además de una herramienta. Para muchos blancos el “país que construyeron sus ancestros” ha sido arrasado. Los demógrafos dicen que los blancos serán minoría en el 2040 y los sociólogos hablan de una crisis de identidad entre muchas comunidades del centro de Estados Unidos.

Las épocas que señalan grandes rupturas, sean ciertas o retóricas, siempre despertarán resistencia. El hecho de que los escenarios escolares sean los más propicios para el aumento de las manifestaciones racistas demuestra que el grito es burdo y fanfarrón pero tiene vigencia. Los adolescentes son un buen medidor de las fiebres sociales que el recato oculta.

Los historiadores recuerdan que el KKK nació luego de la abolición de la esclavitud, cuando el látigo parecía vencido para siempre. Y hablan del gobierno de Harold Washington, primer alcalde negro de Chicago en 1983, cuando la ciudad se dividió como nunca y sufrió batallas raciales que le merecieron el título de la “Beirut del lago”. El triunfo de Obama fue un logro racial para la sociedad de Estados Unidos, pero también puede ser un impulso para sus más burdos instintos de discriminación. Un aguijón para los pirómanos que se conforman con el hockey por televisión.

martes, 18 de noviembre de 2008

Es mejor ser chico que grande





Tanto cuidar la grama del Campín de las estampidas de los conciertos para someterla al fin a la orfandad del potrero, a la triste soledad de cancha de pueblo. Más valdría haber dejado jugar al de la camisa negra, haber sacudido al coloso de la 57 con estridencias y alaridos ajenos al fútbol para curarlo de sus salitres y sus ayunos. Porque el Campín, además de recovecudo y estrecho, es un templo con suertes trocadas y embrujos para las camisas amarillas, azules y rojas. Por lo menos en lo que toca a los últimos veinte años, tiempo suficiente para el arribo de la amargura.
La selección ha perdido en su predio una tercera parte de sus lances, mientras Millonarios y Santa Fe suman cincuenta y tres años sin poner una estrella encima de sus escudos. La más larga vigilia de títulos entre las capitales donde el fútbol es culto de domingo. La última gran hazaña que se celebró en El Nemesio fue en 1989, cuando un rival con visos de enemigo para los equipos capitalinos celebró la Copa Libertadores en cancha ajena.
Pero los melindres de la casa son apenas historieta de supersticiosos. Los malos del juego son los inquilinos: Millonarios y Santa Fe. Dos equipos que confirman que en el fútbol colombiano de los últimos años la plata es un estorbo, un tesoro de truculencias para el camerino y las oficinas, una rapiña, un espejismo que en la cancha sólo provoca nervios y apatía, manotazos y envidia.
En las décadas del 80 y 90, cuando éramos hinchas del capo regional que nos tocó en suerte, los fajos de billetes servían para filar once en fotos irrepetibles, para traer mundialistas a cuadrar su caja con el exotismo de los nuevos ricos. La plata no pervertía el ambiente en la cancha, se dieron bailes increíbles y los jugadores seguían corriendo como asalariados. Era mejor no contrariar a semejantes patrones. Las cuentas eran oscuras pero el fútbol brillaba. La emoción de las áreas opacaba la sospecha de los balances.
Ahora parece que el juego ha cambiado. Un equipo salido del hexagonal del Olaya, una cooperativa con treinta y cinco jugadores entre retazos de formaciones más elegantes, delanteros panameños, veteranos de guerra y jóvenes recién graduados de escuela, puede mostrar sus logros y su risa frente a los compañeros de patio que gastaron millones en técnicos de postín, arqueros de selección, defensas con aires de Kaiser, volantes de tres soles y delanteros con la señal de los elegidos. Seguros La Equidad, con apenas dos años en primera división y un chocoano de retóricas largas en el banco que recuerda al primer Maturana, lleva tres cuadrangulares de cuatro, una final de Copa Mustang y una de Copa Colombia. La tranquilidad de una oficina sin sobresaltos de chequera, un parqueadero sin alardes, un camerino sin niños de barrio con remilgos principescos más el silencio de una hinchada inexistente, ha permitido que el técnico dure tres años en el tablero, que los jugadores corran sabiendo que no hay nada asegurado, que metan hasta el límite de la amarilla o el descanso de la roja y se olviden del cotorreo de la prensa y los estribillos. La Equidad ha demostrado las enormes ventajas de jugar con la tranquilidad del chico. El negocio de Pimentel lo había demostrado el semestre pasado con su estrella. Mientras los equipos grandes se han convertido en bultos de intrigas y han cambiado el bus oficial por la tanqueta, los equipos chicos son negocios rentables, fabriquitas de estrellas bien sea para vender o para lucir en el escudo. En últimas nuestro torneo se parece cada vez más al hexagonal del Olaya. Lástima que no vendan chicha en las tribunas.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Heroína romántica




La niña está en los periódicos y en los noticieros del medio día: pálida mortal, exhibiendo la ruta inútil de sus venas azules, sus ojeras hondas de malos presagios y su orgullosa debilidad. Una heroína romántica en la puerta del hospital, rodeada de fotógrafos, médicos y abogados, ajena a los encantos de la tuberculosis y dueña de un corazón quemado a medias por la quimioterapia, un corazón que según parece no ha conocido siquiera el amor entre primos que perdió al pobre Efraín.

Se llama Hannah Jones, tiene 13 años y acaba de decidir que morirá en su casa, muy pronto, entre los caprichos de sus últimos meses, el misterio de sus gatos y el ruido de sus tres hermanos menores. Los médicos del hospital de Herefordshire, en Inglaterra, han desistido de buscar la intervención de un juez para obligarla a someterse a un transplante de corazón. “Hannah tiene que haber hecho un buen trabajo porque después de haber consultado abogados han decidido no tomar más acciones. Ella sabe que puede cambiar de opinión en cualquier momento y volver a lista de espera”, dijo el padre de la joven alumna de Edgar A. Poe.

En el famoso cuento La caída de la casa Usher, uno de los preferidos del autor de El cuervo, Hannah podría aceptar el papel de Madeline: “La enfermedad de Madeline había burlado durante mucho tiempo la ciencia de sus médicos. Una apatía permanente, un agotamiento gradual de su persona y frecuentes aunque transitorios accesos de carácter parcialmente cataléptico eran el diagnóstico insólito. Hasta entonces había soportado con firmeza la carga de su enfermedad, negándose a guardar cama…” Sólo hay una pequeña diferencia: los sueños de Hannah no están en las penumbras del viejo caserón Usher sino en las mentiras del palacio de Disney.

Pero la niña no tiene sólo la estampa clásica y el destino de las heroínas románticas, carga también con el aura de peligro que le entregan sus accesos de sabiduría. Una pequeña maga sin miedo a la oscuridad: “No soy una chica normal de mi edad, pienso mucho. Me he visto obligada a crecer muy deprisa, ¡qué remedio!, y sé perfectamente lo que quiero: pasar el resto de mis días en casa...No es fácil aceptar que voy a morir, pero no quiero pasar más tiempo en hospitales, me trae malos recuerdos…Lo más probable es que a mí un corazón nuevo no me sirviera de nada, pero en cambio puede salvar la vida a otra persona.”

Las mayorías en las encuestas de los periódicos reprueban la libertad de la “dulce niña pálida” y su aptitud para decidir la propia muerte, no saben que ocho años de hospitales y sondas son suficientes para elegirla como un remedio sencillo. La madre de la niña, que por azares del destino ha trabajado como enfermera de cuidados intensivos, elogió los poderes adivinatorios de Hannah y agradeció el respeto y la resignación de los médicos. Sabe que opio de las anestesias es apenas un olvido menor para los males negros de las salas blancas.

Un arroyo, rodeado de peras y manzanas en el condado rural de Herefordshire, será perfecto para la delicada agonía de Hannah. Una pequeña Ofelia con una tumba de pasto alto. Para la lápida hay poemas de sobra. Va uno escogido al azar: “Tu cabellera rubia caía entre las flores / pintadas del percal. / Y había en tus ojeras la / inconfundible huella / que hablaba de tu mal.”

martes, 11 de noviembre de 2008

Galería de conspiraciones




La política tendrá siempre como ingredientes de sazón a los murmullos y la obsesión por el zarpazo. Algún gusto debe quedar para el cuartel de los derrotados. Lo peligroso es que el elegido olvide su letra principal para atender únicamente el canturreo de los opositores. El oído sensible -o en exceso imaginativo- del gobernante puede crear más distorsiones que la voz y la intención de sus enemigos. Convertir a los críticos en conspiradores logra que la discusión sobre hechos y cifras se transforme en un acertijo de nombres ocultos e intenciones perversas. Pasamos entonces de las comisiones de estudio a las cofradías.
En los últimos meses la palabra conspiración se ha repetido con insistencia a la hora de hablar de los alcaldes de Bogotá, Medellín y Cartagena. Los tres casos tienen ingredientes distintos pero podrían terminar imponiendo entre nosotros la lógica de la conjura detrás de la crítica. Venezuela es un ejemplo perfecto para advertir sobre los peligros que implican la histeria calculada o la paranoia galopante de los mandatarios. A los cuatro meses de estar en el poder Hugo Chávez denunció el primer complot para detener sus ambiciones revolucionarias. Desde ese momento hasta hoy se han anunciado más de 20 conjuras fallidas en su contra: planes de magnicidio, fragua de golpes, desinformación sistemática, paros concertados, desprestigio internacional. Muchos de los supuestos planes y su desmantelamiento se han dado a conocer en vísperas electorales. Llevar la disyuntiva democrática a los extremos es otra de las consecuencias de investir a los críticos con la capa de los traidores. En tiempos de Ernesto Samper el dilema planteado desde la Casa de Nariño era sencillo y falaz: debíamos apoyar a un mandatario elegido popularmente y absuelto por su juez natural o acoger los designios que el imperio enviaba por boca del embajador Myles Frechette.
Las diferencias en los casos de Bogotá, Medellín y Cartagena pueden servir para separar la conspiración del simple ruido de una gavilla, para impedir que la legítima animadversión política se iguale a las argucias de los sótanos y termine por pervertir las acciones del gobierno y las palabras de la oposición. En Cartagena, antes que una campaña de desprestigio contra Judith Pinedo se apeló a la argucia del código. Los derrotados sintieron la fatiga electoral y optaron por la vía expedita de los leguleyos. En Medellín se combinaron las formas de lucha: denuncias penales y pasquines de radio contra el alcalde Alonso Salazar. En los juzgados se le atribuyeron secuestros y en los comadreos de los locutores sonoras borracheras. Se le tildó de incapaz y de ser extraño al corazón de Antioquia. Se habló de política y de regionalismo barato. En Bogotá se habla de excesos contra Samuel Moreno: análisis que desconocen las cifras positivas, críticas por anticipado, apetito de poder antes que afán de debatir.
Mi escalafón de conspiradores pone a los enemigos políticos de Samuel Moreno en un tercer lugar. Las críticas se hacen de manera pública, así entrañen análisis dudosos, tienen la posibilidad de ser rebatidas. Un gabinete en la sombra para seguir las tareas de los secretarios muestra el despecho de los derrotados, no la necesariamente la mala intención. La mayor parte de las críticas a Moreno han sido referidas a su primer año como alcalde y no a sus gracias personales. El acuerdo de los opositores no supone un complot, sólo una manguala de intereses. Los enemigos de Judith Pinedo están en la segunda casilla. Se esconden tras la sombras de los abogados, saben que su desprestigio no podrá ser endosado a nadie en el corto plazo. En Medellín están los campeones. Algunos destituidos y otros en la cárcel. Se agazaparon hasta cuando fue posible y buscaron aliados en la ilegalidad. Tal vez todo este ruido de primer año sea culpa de una golosina irresistible: la revocatoria del mandato alentada por el oráculo de las encuestas. El caso es que las conspiraciones, ciertas o imaginarias, han empeorado al gobierno y a la oposición.

viernes, 7 de noviembre de 2008

El muchacho de las islas





En 1973 Hawái era de nuevo el centro de la atención mundial. Olvidada desde el ataque a Pearl Harbor en Oahu, una de sus piedras volcánicas vecinas, la isla servía ahora como parlante y reflector mundial para que Elvis Presley mostrará sus audacias físicas y su acento negro. Fue el primer concierto transmitido vía satélite y según los cálculos lo vieron más de 1000 millones de personas en todo el mundo. Barack Obama tenía 12 años, vivía con sus abuelos en Honolulú y es seguro que siguió por televisión el alboroto más importante de su corta vida isleña. Unos años antes ese Hawái como epicentro psicodélico había sido el escenario del último concierto de Jimi Hendrix, en las laderas del volcán Haleakala en Maui, dos meses antes de su muerte.
Un escenario envidiable para las largas caminatas de una novela Beat, para admirar los antiguos volcanes y cantar a los dioses polinesios. Un buen refugio para ermitaños cansados del mundo y ávidos de alucinaciones. Y es que la vida de Barack Obama tiene parajes y paradojas suficientes para nutrir novelas variadas, para satisfacer autores y géneros de todos los calibres. Digamos que su novela Beat puede tener un comienzo bucólico entre las montañas de Hawái y los sueños adolescentes para luego saltar al desasosiego en Los Ángeles. Cuando Barack siente que ni los negros ni los blancos lo miran con naturalidad y decide encerrarse en una obsesión con sí mismo. La marihuana, la cerveza y una que otra línea de cocaína sirven como alimento para las paranoias y el furor, para el nudo de las preguntas imposibles y el olvido como respuesta. Para el final estará bien que la elocuencia de un pastor incendiario de Chicago sirva como iluminación para el joven Obama. No es raro que las flamas más vulgares entreguen los destellos más asombrosos.
Pero la vida de Barack Obama también tiene los ingredientes de las novelas psicológicas, de los grandes dramas vistos a través de las tormentas mentales de un personaje. Su historia africana me recordó el ambiente de las novelas del J.M. Coetzee. Un abuelo que tiene éxito por vestirse como sirviente inglés y al mismo tiempo conserva sus costumbres africanas como fiero pastor de sus esposas. La abuela de sangre de Obama, Akumu, huyó muy temprano de los castigos de su esposo para terminar en el corral de un tanzano acomodado que la compró a sus padres por doce vacas. Pero el protagonista de la novela africana de Obama es su padre. Viajó de Kenia a Honolulú, una especie de ficción geográfica para sus familiares y amigos, conoció a su esposa americana en el embeleco de unas clases de ruso -digo su esposa americana porque ya había dejado una en Kenia, embarazada para que no quedaran dudas- y luego de sus años de vida en Estados Unidos decidió volver a su país en busca de una posición en el primer gobierno independiente. Los choques entre clanes y burocracia lo llevaron a un rincón de amargura, a un triste cubículo como empleado de tercera en el Departamento de Aguas de Nairobi. No quedaba más refugio que la rabia y el alcohol. Y una muerte para los sobresaltos de una página en una carretera africana. “Sólo a mí me confesó lo infeliz que era”, le dijo un día la abuela de crianza, Sarah, a su nieto Barack. Luego de su primer viaje al África todo terminó siendo mucho más complejo que la sencilla descripción de la etnia Luo que el bachiller de Honolulú se atrevió a buscar un día en la biblioteca de su colegio: “Los luo criaban cabras y vivían en chozas de barro y se alimentaban con maíz, batatas y algo que se llamaba mijo. Su traje tradicional era un pareo de cuero que cruzaba la entrepierna.”
La biografía de Obama tiene también fábulas coloniales al estilo de George Orwell y coincidencias imposibles como las que abundan el los Best-Sellers gringos: una llamada que cambia la vida, la muerte de la abuela un día antes de que el nieto sea elegido presidente de su país. Y tiene dosis medidas de eso que llaman superación personal, una elegía al carácter y a la lucha individual que puede ganarle al libro de Lance Armstrong.

martes, 4 de noviembre de 2008

Inventario de bajitas




Hace dos años largos publiqué una columna con las revelaciones de un soldado lenguaraz a quien recogí por los caminos de la seguridad democrática. Su superior me lo encomendó en un retén militar y acepté con gusto la promesa de tres horas de historias de guerra entre el Magdalena Medio y el oriente de Antioquia. Ese hombre de morral a la espalda me habló de los métodos macabros que ahora escandalizan al país. Llevaba la sonrisa de todos los militares perfumados rumbo a la civil y la congoja de una bala en el codo que en pocos meses lo tendría por fuera de la milicia. Muy pronto su conversación se convirtió en un pequeño consejo verbal de guerra con un diciente diminutivo como protagonista: "las bajitas". Casi con ternura se refería mi lanza a los “enemigos” muertos, a los caídos del otro bando y su conversión inmediata en días de descanso y bonificaciones. "Ahh, es que la moral de uno son las bajitas, eso es lo que lo anima a uno a meterse con toda", decía mi copiloto elegido. Cuando el soldado anónimo me contó las hazañas dudosas de su escuadra no sentí escalofríos. Hablaba con una naturalidad tan infantil, con un aire tan distraído que nunca logré imaginar a las víctimas.
Unos meses más tarde comenzaron a aparecer denuncias por ejecuciones extrajudiciales ocurridas durante el 2005 en el oriente de Antioquia. En ese momento la gobernación del departamento, 23 alcaldías, la Procuraduría General y la ONU le pidieron explicaciones al Ejército por 24 casos de dudosas muertes en combate. Según las denuncias entre los guerrilleros muertos se encontraron campesinos de Cocorná, Argelia, Sonsón, San Luis y vendedores ambulantes "reclutados" en barrios de Medellín.
Al parecer las “bajitas” eran fabricadas en excursiones de soldados ávidos de medallas al valor, ascensos, días de descanso y demás bombones de brigada. Nunca creí que las historias que mi estafeta de azar me contó esa tarde de diciembre se convertirían en denuncias con nombres propios y primeras páginas. Me habló de la rapiña de los superiores en la exhibición de las "bajitas", de los fusiles abandonados a los que se les consigue dueño, de cómo las ambiciones por un viaje al Sinaí pueden terminar en conjuras y asesinatos.
El gobierno de Álvaro Uribe y su obsesión por los "positivos" convirtieron algunas escuadras militares en bandadas de cazarrecompensas, una eficiente fábrica de muertos que busca justificación en el triunfo contra las Farc al mismo tiempo que pervierte los galones de sus soldados. Algo parecido pasó con los interrogadores norteamericanos en Guantánamo y Abu Ghraib. Las confesiones de los supuestos terroristas comenzaron a significar regresos a casa y premios especiales. “Los comandantes, en vez de frenar las inclinaciones cercanas al Marqués de Sade que hay en algunos soldados, decidieron alentarlas y cerrar los ojos”, son palabras de un experto norteamericano en investigaciones militares.
Pero la pregunta más difícil de este escándalo macabro tiene que ver con su resaca tardía, con la indignación repentina frente a un tema que tenía cifras largas en la Procuraduría, la Fiscalía, las organizaciones de derechos humanos y las instancias locales. Sólo la aparición de los 11 desaparecidos de Soacha logró que recordara las confesiones de mi compañero de viaje ¿Cómo se logró un letargo de tres años mientras los cazadores militares cobraban por sus sencillos trofeos? ¿Por qué los casos de Soacha tuvieron eco y los de otras regiones quedaron detrás de la tapia de los cementerios de pueblo? ¿Por qué la Fiscalía y la Procuraduría sólo gritan sus cifras ahora? ¿Centralismo, cuestión de acumulación, tiempo perfecto para la mala hora del gobierno? Parece que la voz de Gustavo Petro, que se oye siempre como una sindicación personal contra Álvaro Uribe, logró relacionar al Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas con las muertes en ese teatro de operaciones. Y una vez Uribe entró en la función el escándalo estaba asegurado. Antes había sido un asunto entre jóvenes de barriada y tenientes atrevidos.

sábado, 1 de noviembre de 2008

El ocaso de los ídolos





Luego de los títulos insípidos del año anterior con finales felices y frías contra el Huila y La Equidad, después de las expectativas de siempre por los millones que se invierten en jugadores gaseosos y los sueños repetidos de jugar una copa internacional con el decoro que exige el alias exagerado de Rey de Copas, el Atlético Nacional del 2008 está empeñado en hacer historia. Tiene el promedio de gol más bajo en sus sesenta años de fútbol, menos de un grito cada 90 minutos, logró que su promedio de asistencia que ha rondado los 25.000 por partido en las últimas temporadas se redujera a 14.000 en sus juegos de 2008 y está muy cerca de alcanzar su segunda clasificación consecutiva para el grupo de los 10 que logran vacaciones largas en mitad y fin de año.
Además de ser los reinos de la superstición, con santos encargados de las penas máximas y once mil vírgenes rogando por los titulares, los camerinos son un calabozo de intrigas y conspiraciones. Un maldito cónclave cada domingo con egos alimentados por el estribillo y el papel picado, materiales deleznables que son la pompa de esos reyezuelos en pantaloneta. Según parece Nacional tiene el más complicado de los fosos del fútbol colombiano, el más opulento y el más remilgado, un potro con prestigio y bríos insoportables.
En Nacional el aura de los ídolos se ha convertido en una sombra fastidiosa para todas las decisiones, el antiguo goleador y su secuaz de mitad de cancha hacen las veces de caudillos populistas y dirigen el coro de las barras para agitar el barco y buscar el comando. Víctor Aristizábal desde adentro y Chicho Serna desde afuera se encargan de conspirar y azuzar. En sus épocas de jugador El Chicho recogía efectivo en el camerino para mantener contentos a los muchachos de Sur. El hombre sabe de marrullas en la cancha y sus alrededores. Con esa táctica lo tuvimos que soportar caminando el medio campo cuando ya estaba convertido en empresario de panza y maletín. Sacarlo de la titular de Nacional implicó una especie de guerra civil en el Atanasio.
Ahora tenemos a Aristi: ídolo incontrovertible que todavía sudoroso quiere ponerse la chaqueta y mandar desde el banquillo. Aristizábal fue siempre un intocable en el camerino sur del Atanasio. Un niño de pataletas y pucheros en contra de los técnicos, un genio del motín a bordo.
A Sachi Escobar lo fue empujando hasta sacarlo, a Quintabani lo manoteó cada que quiso, a Santa lo dirige con sólo arrugar la frente. Barrabas lo quiso a su lado para buscar un poco de protección pero no encontró más que desgano. Víctor sabía que Gabriel Jaime Gómez era el hombre a salir y se dedicó a calentar con paciencia. Ahora tenemos una rosca técnica que desapareció a Rentería, a Charria, a Villagra y arma el equipo según viejas lealtades, nuevos intereses y demagogia barata para los asistentes a la tribuna Sur. Las promesas de contratos en el exterior que mueve Serna, los gritos y la beligerancia de la barra brava y los apegos de Aristizábal se han convertido en los elementos claves para armar las formaciones de Nacional. Por ese camino es posible que logren aburrir a los hinchas de todo el Atanasio y a los dueños del equipo.
Tal vez la eliminación sea sana para deshacer esa trinca y volver a tener un once que piense más en la cancha que en los murmullos del banco. Dicen que Grondona le entregó la selección a Maradona para quitárselo de encima, para quemarlo para siempre y acabar con la eterna presión del ídolo.
Será que también nosotros dejaremos a Aristi para los trapos y las tropas de Sur. Ojalá.