sábado, 19 de enero de 2008

Diatriba para El Campín





El Campín, que era un camping en sus buenos viejos tiempos, se ha convertido en una casa laberíntica, un inquilinato con mucha historia y muchos cuartos: tribunas, tribunitas, plateas, primeros pisos, segundos, terceros, numeradas, generales y así hasta darle cupo a sus cuarenta y tantos mil espectadores. Doce clases de boletas distintas: como si se tratara de construir una compleja taxonomía de aficionados en cada partido. Hasta los revendedores y sus ocho bolsillos se ven a gatas para organizar el negocio. Abundan las rejas, los techos en voladizo a manera de visera insoportable, los rincones como escotillas, los limbos que hacen añorar la televisión. Y escasean las palomeras con buena vista, solo disponibles para quienes llegan puntuales a las 3:30 al partido de la noche. Como toda casa hecha a pedazos, con reformas y contra reformas, el Nemesio es un rompecabezas con las piezas pulidas a mordiscos.
Y no digamos que es un fuerte inexpugnable. En su campo Colombia ha perdido 25 de los 75 duelos disputados. 4 derrotas con Perú y Paraguay, y hasta Bolivia ha ganado en la altura capitalina: se llevó un triunfo en el año de la inauguración. Pero así como tiene sus lacras de memoria tiene sus joyas que mostrar. En su cancha Colombia obtuvo la mayoría de edad en el fútbol suramericano. Un primer triunfo contra Argentina en 1984 y contra Brasil en 1985: victorias por la mínima diferencia sobre los equipos con la máxima diferencia. Dos triunfos que debieron esperar casi 50 años. Y están los gritos de la Libertadores de Nacional en el 89 y de la Copa América del 2001.
Pero me distraigo con la niebla de los recuerdos sabiendo que en ocasiones es mejor atender el ojo cruel de los desmemoriados. Porque gritos y lágrimas lejanas no hacen olvidar la estreches, los borbotones de los desagües, el túnel de los camerinos que obliga a seguir los cinco minutos finales en la ficción de los locutores. El Campín actual es gracioso por sus aires de elegancia y decadencia. Los vendedores de lechona lucen corbatín, los policías de bota alta y amarras de cuero cruzadas sobre el pecho, al pie de los baños inundados, conservan la presencia de oficiales nazis en un desfile. Y las barras bravas entonan un bambuco de Rafael Godoy en el entretiempo. Para la eliminatoria mundialista hay boletas de 120 mil pesos que entregan el privilegio de ver el partido de pie, sobre un sifón a borbotones, temblando de frío y de miedo ante las incursiones de Messi o Kaká. El Nemesio se parece cada vez más a una señorona encopetada, coja y llena de remilgos, con maquillaje demás sobre sus arrugas inocultables. Una señorona beata además de todo: hay que caminar cuadras para conseguir una cerveza luego de ganarle a Argentina.
Tal vez El Campín debiera sufrir la misma suerte de Wembley y terminar en el suelo entre un polvo de nostalgias. Pero le tengo compasión. Además es el mayor monumento a Jorge Eliecer Gaitán que lo concibió siendo alcalde capitalino. Lo que sí necesita con urgencia es un reemplazo con tribunas y techos suficientes. Un estadio sencillo y amplio que se encargue de decirle al Coloso de la 57 que es hora de descansar en la paz de las misas campales.

martes, 8 de enero de 2008

Diario de un año malo





La señora Saunders, una inquilina despistada de las grandes torres Sydenham en Sydney, asegura que el señor C. es colombiano. Se lo dice a sus vecinos cuando preguntan intrigados por las credenciales y la procedencia del viejo escritor que visita la lavandería. El señor C. no es otro que J. M. Coetzee jugando al personaje en su última novela Diario de un año malo. Un Coetzee personaje un poco más viejo que el Coetzee escritor, dedicado a dictar “opiniones contundentes” para un libro por encargo. Su dictado lo recoge una improvisada secretaria filipina a quien ha escogido más por su “hermosa osamenta” que por su intuición política. A primera vista el sorprendente error de la señora Saunders no parece más que una coincidencia marcada por la ruleta del mapamundi, un gracioso honor salido de la libre asociación. Pero Colombia tiene otras pequeñas apariciones como extra, como fortuito rufián en un libro en el que buena parte de las escenas son en realidad opiniones sobre actualidad política mundial.
Unas páginas antes, en medio de una convincente diatriba contra la democracia, el señor C. dice que alguien le podrá objetar sus afirmaciones mostrando los hechos sobre el terreno en países democráticos como Australia o Estados Unidos. Es entonces el momento de sacar una pequeña lista de chicos malos: “El lector debería tener presente que por cada Australia democrática hay dos Bielorrusias o Chads o Fijis o Colombias que igualmente suscriben la fórmula del recuento de papeletas de voto.” Hemos terminado al pie de la Bielorrusia de Lukashenko, que hace unos años dijo que las políticas internas de Hitler “no habían sido del todo malas” y que se declara nostálgico del poder ejercido con una hoz y un martillo. Y del Chad que regenta Idriss Déby desde hace 16 años con modales de carcelero, donde hace poco los miembros de la Asamblea Nacional decidieron suspender las elecciones y proclamarse por 4 años más como representantes legítimos del pueblo. De Fiji no hablemos: no sé dónde queda.
Alguien dirá que es ridículo preocuparse por los juicios del personaje de una novela, por los simples juegos de la imaginación. Pero resulta que algunas opiniones del señor C. coinciden con las expresadas por Coetzee en sus escasas entrevistas, así que el juego que los críticos llaman opinión-ficción tiene sin duda su cuota de realidad. Ahora no es sólo la autoflagelación que grita a diario que somos un país malvado por naturaleza, ni los prejuicios lejanos de un carpintero danés que cepilla a las FARC desde su sindicato y le da martillo al gobierno de Colombia por encarnar a los verdaderos bandidos, ni el recelo maldiciente de los vecinos que hablan desde el populismo antiimperialista; parece que tenemos un nuevo pregonero de nuestros males, un ilustre y espontáneo analista que nos sitúa en los últimos escaños del ranking democrático.
Pero si la primera preocupación tiene que ver con Colombia la segunda se centra el termómetro político del señor C. y de su hermano menor J. M. Coetzee. Cuando se habla de la izquierda y la derecha la opinión del protagonista ya no sorprende sino que asombra. La expansión de la doctrina de seguridad gringa por Europa Oriental, por Reino Unido y hasta por la sosegada Australia hace que el viejo escritor salga con una perla digna de Telesur: “La única luz de esperanza en este sombrío panorama la aporta América Latina, con la inesperada llegada al poder de un puñado de gobiernos socialistas populistas.” Chávez y sus émulos como portadores de la antorcha libertaria es una imagen ya no de ficción sino de ciencia ficción. En ese momento no queda más que intentar olvidar el parentesco del señor C. y el gran novelista surafricano y pensar en ese viejo locuaz y antojadizo con el rigor con que lo hace Alan, el novio de la secretaria filipina que lo desprecia en medio de los celos y la indiferencia: “Es un resto de los años sesenta, dice Alan, no es más que eso. Un anticuado hippy socialista y sentimental partidario del amor libre y la libertad de expresión...” O podemos acoger la idea de sí mismo que el Señor C. percibe a través de los ojos de Anya, su desvelo filipino: “Veo lo anticuadas que pueden parecer mis opiniones a una mujer completamente moderna, como los huesos de algunas extraña y extinta criatura, medio ave, medio reptil, a punto de transformarse en piedra.”