viernes, 31 de octubre de 2008

Fábrica de muertos






Esta página la escribí para El Colombiano hace dos años largos.


Hace unos meses publiqué en esta columna las revelaciones de un soldado lenguaraz a quien recogí por los caminos de la seguridad democrática a solicitud de uno de sus superiores. El hombre venía entre alegre y desengañado. Llevaba la sonrisa de todos los militares perfumados rumbo a la civil y la congoja de una bala en el codo que en pocos meses lo tendría por fuera de la milicia. Muy pronto su conversación se convirtió en un pequeño consejo verbal de guerra con un diciente diminutivo como protagonista: "las bajitas". Casi con ternura se refería mi lanza a los muertos enemigos, a los caídos del otro bando y su conversión inmediata en días de descanso y bonificaciones. "Ahh, es que la moral de uno son las bajitas, eso es lo que lo anima a uno a metese con toda", decía mi copiloto elegido.
Las recientes denuncias por ejecuciones extrajudiciales ocurridas durante el 2005 en el oriente de Antioquia me han hecho recordar las palabras de mi escolta militar de ocasión. La Gobernación de Aníbal Gaviria, 23 alcaldías de oriente, la Procuraduría General y la ONU le han pedido explicaciones al Ejército por 24 casos de dudosas muertes en combate.
Parece que esas "bajitas" eran fabricadas en excursiones de soldados ávidos de recompensas y medallas al valor. Según las denuncias entre los muertos se encuentran campesinos de Cocorná, Argelia, Sonsón, San Luis y hasta vendedores ambulantes "reclutados" en barrios de Medellín.
Nunca creí que las historias que mi estafeta de azar me contó esa tarde de diciembre se convertirían en denuncias con nombres propios y primeras páginas. El hombre me habló de la rapiña de los superiores en la exhibición de las "bajitas", de los fusiles abandonados a los que se les consigue dueño, de cómo las ambiciones por un viaje al Sinaí pueden terminar en conjuras y asesinatos.
No hay duda de que el gobierno de Álvaro Uribe y su obsesión por los "positivos" van llevando al Ejército hacia una burda bandada de cazarrecompensas, una eficiente fábrica de muertos que justifica el supuesto triunfo contra la subversión al mismo tiempo que pervierte los galones de sus soldados. El DAS disfraza a los indigentes de terroristas para descrestar con su inteligencia y el Ejército sigue la lógica simple de los sepultureros.
Hace poco decía Antanas Mockus que "cuatro años más de Uribe nos llevan a siglos de violencia por resentimiento"; agregaba que el Presidente "cree que la gente se mueve por billete" y no por convicciones y ponía broche a su entrevista resaltando el peligro que trae la obsesión por una victoria militar: "Veo un triunfo del criterio del éxito como criterio de verdad, es decir, ganamos, pero hicimos cosas sucias".
Por fin Mockus se olvidó de la política abstracta y volvió a la atrevida lucidez.
Es cierto que las guerras construyen sus propias perversiones y que sólo los soldados oyen los susurros sangrientos que entrega el miedo y las insinuaciones torcidas que da el valor.
Las normas en busca de una guerra limpia son un catálogo de buenas intenciones para ser aplicado en el infierno: un consuelo tonto, un dique sin muchas esperanzas. Y sin embargo, todos los gobiernos, con mayor razón si hacen alardes democráticos, deben intentar contener los ímpetus ciegos de la soldadesca antes que despertar sus apetitos y espolear sus afanes. La zanahoria que Uribe está ofreciendo a sus soldados está resultando manzana envenenada.
Cuando el soldado anónimo del pasado diciembre me contó las hazañas dudosas de su escuadra no sentí escalofríos. Hablaba con una naturalidad tan infantil, con un aire tan distraído que nunca logré imaginar a las víctimas. Ahora que se pueden leer las denuncias con los nombres de los vendedores ambulantes y los campesinos mostrados como guerrilleros muertos en combate, las historias triviales de mi pasajero han tomado el tinte negro que siempre merecieron. Lo que son los nombres propios.

martes, 28 de octubre de 2008

Desembolso bueno y largo




Hace quince años una iniciativa popular liderada por Fernando Botero y José Blackburn llevó a la aprobación de una ley que amarraba las manos de los familiares de los secuestrados. La magnífica idea hacía énfasis en prohibir los pagos para la liberación antes que en impedir los secuestros. Luego de los temblores que supone la primera llamada de los carceleros aparecía un fiscal para hacer el inventario de bienes de los familiares de la víctima y someter sus transacciones a vigilancia administrativa. Usted podía gastar su plata comprando un velero pero no debía pensar en la posibilidad de usarla para salvar la vida de un hijo, por decir algo. Se imponía una obligación desproporcionada sobre las víctimas con el ánimo de proteger a la sociedad de un posible daño futuro. Muy pronto la Corte Constitucional encontró razones de sobra para tumbar la ley que obligaba a los secuestrados y sus familias a convertirse en mártires.
Sólo el desespero puede llevar a una sociedad y su gobierno a intentar semejantes soluciones. Más de 1400 secuestros en 1991 y 175.000 millones de pesos en rescates pagados en los últimos 4 años de la década del 80, lograron que el Estado buscara la solución en un castigo para las víctimas. Ahora ha aparecido un nuevo desespero y una nueva desproporción. Un premio mayor para los secuestradores que decidan convertirse en guías de salida, para los verdugos que se aventuren a una hazaña incierta y conviertan el secuestro con fines políticos en un sencillo asunto comercial. Es claro que el gobierno no piensa en una solución para los secuestrados sino para el chantaje político de las Farc. La pérdida de los rehenes visibles aísla cada vez más a Cano y sus adictos y da la impresión de victoria definitiva sobre la altanería guerrillera. El gobierno apunta a un dominó de liberaciones impulsado por unos cuantos millones de dólares. Y nadie podrá negar que el costo resultaría mucho menor al de las operaciones militares, los peregrinajes internacionales y las pataletas presidenciales.
Pero el millón de dólares prometido a Wilson Bueno Largo por servir de lazarillo tuerto de Óscar Tulio Lizcano implica riesgos. En el 2007 se ubicaron 99 secuestros extorsivos en la columna correspondiente a la delincuencia común contra apenas 44 atribuidos a las Farc. El gobierno debe cuidarse de alentar los secuestros con fines económicos al convertirse en el más manirroto de los dolientes. Nuestra asombrosa biodiversidad de grupos y grupúsculos armados debe estar tomando atenta nota de las posibilidades que implica trabajar en el canje millonario. En poco tiempo tendremos frentes apócrifos de las Farc secuestrando y renunciando a la guerra después de un año de planear la vida en Francia con un millón de dólares en el bolsillo.
Lo peor del asunto -o lo mejor si bien se mira- es que todo parece indicar que las motivaciones de Bueno Largo no tuvieron que ver con la millonaria recompensa sino con la sencilla conmiseración. Y con la física hambre. Al final, en la rueda de prensa, el “Tuerto Isaza” respondió como todos nuestros héroes recién erigidos: sólo quiere una casita para su familia. Y saber que podría preguntar por la de Pablo Ardila.

viernes, 24 de octubre de 2008

La conjura de los necios






A finales de 2003 la alcaldía de Luis Pérez Gutiérrez fue la encargada de recibir a los desmovilizados del Bloque Cacique Nutibara. Sólo quedaban dos meses de su glamorosa administración. Sin embargo, el entonces alcalde tenía una magnífica idea para el proceso: contratar doscientos jóvenes recién salidos de la ilegalidad para que prestaran servicios de vigilancia en Medellín. Le entregaría el programa “Zonas Seguras” a un grupo de extorsionistas recién retirados. Afortunadamente el periodo del alcalde se acabó y la idea se desechó. Tal vez ese fuera un recuerdo interesante para los miembros de la Corporación Democracia en la pasada contienda electoral.
Las recientes acusaciones contra el alcalde Alonso Salazar hablan de sus permanentes contactos con los líderes desmovilizados: sus tintos en una casa, sus fotos en un evento de reinsertados, sus conversaciones en un calabozo, sus discusiones en un parqueadero con prontuario reconocido. Esas evidencias demuestran que Salazar ha sido la contraparte estatal más activa dentro de un proceso que es sobre todo un pulso, un juego de carácter y habilidad contra un grupo armado que pretende conservar su poder refinando los métodos de intimidación, utilizando el murmullo y el silenciador para conservar su nueva cara de actor social.
Luego de más de cuatro años de luchar contra las mansas palomas que dejó el proceso de paz, es claro que Alonso Salazar ha caído en desgracia con sus contendientes. Ellos mismos han dicho públicamente que el actual alcalde ha sido el más duro de sus evaluadores, el más intransigente de los interlocutores estatales con que se han encontrado. El cansancio de los desmovilizados con Salazar creció debido a el papel de Sheriff que le tocó asumir frente a una policía y una fiscalía aletargadas por el delicioso veneno de los paras. La presión del alcalde logró que el Fiscal General viniera a Medellín a pedir perdón por la corrupción en Antioquia y que el General Oscar Naranjo sacara al comandante de la Policía Metropolitana y reemplazara a quince oficiales en la ciudad.
A pesar de semejantes evidencias, el periódico El Colombiano le entregó de manera inaudita la primera página del domingo anterior a Luis Pérez para que sirviera de parlante al despecho de los compinches de Don Berna. Y de una vez para intentar superar el despecho propio por la derrota electoral de hace un año. Los números dicen que en las zonas donde los desmovilizados tienen mayor presencia, donde ganaron casi la totalidad de los puestos en las Juntas de Acción Comunal, el gran vencedor fue el candidato Luis Pérez Gutiérrez. Según recuerdo en la campaña pasada casi todos los buses de la ciudad tenían un visible “Todos con Luis Pérez” en sus vidrios de atrás. No se pude olvidar que los paramilitares han sido acusados de manejar las terminales en los barrios y que el transporte público ha respondido con unánime disciplina a los paros orquestados por la Corporación Democracia. Hace dos años el anuncio de un traslado en Bellavista paralizó el 70% de los buses. Las declaraciones de Giovanny Marín, director de la corporación, fueron contundentes: “estamos protestando por los traslados”. ¿Intimidación u organización?
Una vez se cayeron las cartas que desde la fiscalía estaban tirando por debajo de cuerda contra el alcalde -el fiscal Valencia Cossio es amigo cercano de Luis Pérez-, no quedó más que un cambio de estrategia que exigía mostrar el juego, así fuera un feo par de picas. Por lo menos ya sabemos que Luis Pérez consiguió trabajo: Es el nuevo vocero de la Corporación Democracia.

martes, 21 de octubre de 2008

Selección natural





Es difícil seguir el rastro de los depredadores en las ciudades. Las suelas gastadas, el mismo caminar insípido de las víctimas, la misma fatiga. No hay señales particulares ni gestos amenazantes. La caza responde a la inocente promesa que ofrece la trampa en el camino. Ese objeto misterioso. La uniformidad de los despojos tampoco ayuda, huesos e hilachas que se repiten en un descampado.
Pero el ojo de los cazadores es siempre cuidadoso. Detrás de sus pasos al restaurante corriente y sus caminadas alrededor del hotel deslucido hay siempre un seguimiento. Un sigilo que se oculta tras la sencilla ociosidad. Saben muy bien que sus víctimas han comenzado a cortar los hilos que los ataban al mundo doméstico, han iniciado excursiones peligrosas fuera de la orbita de sus dolientes: los niños que se aventuran con la caja de chicles, los jóvenes que han viajado lejos tras de algún resplandor, los solitarios que sólo pueden elegir el riesgo, los indefensos que no logran recordar el número de su cédula.
El “reclutamiento” de los jóvenes en Soacha, el eje cafetero y algunos municipios en la costa norte, su transporte en busca de un combate fingido en algún pueblo lejano y sus tumbas como enigmas, sencillas, con apenas dos letras y una fecha incierta, demuestran las habilidades de los cazadores para encontrar las presas más vulnerables. Luego de la muerte aparecen algunas fotos repartidas en los muros de la ciudad: un interrogante desesperado que leen los curiosos en el paradero. La más silenciosa de las alarmas. En muchos casos no queda más que la resignación y la incertidumbre que dejan los ahogados. Sólo un año después de los primeros “enganches” la colección de víctimas comenzó a mostrar sus rasgos comunes: una especie numerosa e invisible de jornaleros y rebuscadores, una legión de camineros por obligación a los que es imposible seguir hasta sus tumbas. Ni siquiera alcanza para el pasaje de Soacha hasta Ocaña: “Yo quiero irme de aquí, pero no he podido. Es que mi hijo era el que me ayudaba y ahora tengo que buscar plata para vivir y hacer vueltas. Hasta una amiga y la esposa de mi hijo salieron a pedir plata en la calle para traer el cuerpo de mi hijo de por allá”, las palabras de una de las madres de Soacha sirven para todas.
La estrategia de estos cazadores no difiere mucho del método que usó Luis Alfredo Garavito durante sus correrías de sádico taciturno por Colombia. Caminando plazas de mercado, canchas de barrios periféricos, semáforos concurridos. Luego de 176 víctimas y unas gafas torcidas y unos zapatos viejos al lado del cuerpo de un niño se logró seguir el ovillo de sus rutas. Sus víctimas, más jóvenes, también bordeaban límites peligrosos: soñaban con ir a la playa en un camión, habían cambiado a su madre por el jefe en el puesto de mercado, querían comprar unos pedazos de carne para su perro. Iban y venían entre el mundo de protección y tedio de la familia y el azar prometedor de las calles.
Mirando las esquinas es difícil imaginar esas temibles celadas que esconden las ciudades. La marca de los verdugos no se advierte en las calles, está reservadas para los cuentos y las fábulas. Es más fácil identificar las víctimas. El comienzo de un poema de Víctor Gaviria nos entrega una pista ineludible: “Para los hijos de los pobres siempre hay la esperanza de perderse en el laberinto de las calles y nunca aparecer”.

viernes, 17 de octubre de 2008

Con la vara que midáis





Desde que la palabra multiculturalismo invadió las memorias de los seminarios de publicistas y abogados y llegó hasta los avisos de algunos hoteles inhóspitos, los rituales indígenas han adquirido un prestigio singular: poderes curativos y conexión con la madre tierra, lecciones primigenias e intuición chamánica. La sacralidad elemental debajo del cielo de la maloka se convirtió entonces en anhelo para el turista de clase económica.

Sin embargo los rituales indígenas pueden resultar burdos. Alejados de la estética de cuencos mágicos y nudos reveladores, ajenos al orden de la magia y cercanos al alboroto del tropel. Hace unos días la carretera panamericana fue escenario de un ritual jurídico-punitivo trasmitido por televisión. En medio de su manifestación en el Cauca, los indígenas paeces capturaron al cabo del ejército Jairo Danilo Chaparral, según ellos colado en su marcha con el fin de “sembrar” falsas pruebas sobre la infiltración armada del movimiento Nasa. Por pertenecer al resguardo La Quintana el cabo Chaparral cayó bajo las manos de la jurisdicción indígena acusado de traicionar los principios de su pueblo. Lo que siguió fue un juicio enardecido, una sentencia gritada por megáfono, un baño de purificación envasado en una botella de malta y la ejecución de la pena: nueve fuetazos en sus pantorrillas.

Ver a cientos de hombres rodeando a un reo confundido y pálido es ya un espectáculo angustioso. Ver como un hombre flagela las pantorrillas del capturado mientras los espectadores hacen de testigos satisfechos resulta por lo menos conmovedor. Alcancé a preguntarme si ese escarmiento público tenía un respaldo constitucional, si los espasmos silenciosos del castigado tenían el aval del Estado colombiano. Una sentencia de la Corte Constitucional resolvió mi pregunta pero no mis dudas. En 1997 la Corte se refirió expresamente al castigo del fuete. Antes había dicho que uno de los límites de la jurisdicción indígena eran la tortura y las penas inhumanas o degradantes. Y luego, con argumentaciones que implican cierta habilidad de equilibrista, resolvió que el fuete era una encarnación simbólica del rayo, un instrumento de claridad y regreso a la armonía colectiva. La sentencia de la Corte está buena como lectura complementaria de Mircea Eliade y las poéticas indígenas para conservar el equilibrio universal: “La finalidad no es causar un sufrimiento excesivo, sino representar el elemento que servirá para purificar al individuo, el rayo. Es pues una figura simbólica o, en otras palabras, un ritual que utiliza la comunidad para sancionar al individuo y devolver la armonía”.

Pero como justificación jurídica para el espectador que vio la fuetera por televisión flaquea un poco. No es fácil negar que ese hombre fue humillado y maltratado más allá límites aceptables. “El sufrimiento que esa pena podría causar al actor no reviste los niveles de gravedad requeridos para que pueda considerarse tortura, pues el daño corporal que produce es mínimo. Tampoco podría considerarse como pena degradante que humille al individuo groseramente delante de otro o en su mismo fuero interno”. Un juicio que conduce a un ritual de purificación se me pareció mucho al espectáculo punitivo que ejercen las barras bravas. Fue imposible no pensar en la palabra venganza y en la palabra crueldad.

Según parece los guambianos han abandonado poco a poco la práctica del fuete como castigo apto para sus equilibrios. No sé si han perdido valores fundamentales de su cultura o si han descubierto que el fuete era una vejez que igual aprendieron de la mano del español. El caso es que como televidente respeto más su sombrero que el perrero de castigo de los paeces.

martes, 14 de octubre de 2008

Erradicar fundamentalismos





Afganistán se ha encargado de dar lecciones a los gobiernos y los ejércitos norteamericanos durante las últimas décadas. Sus cuevas, sus sembrados florecidos, el hilo frágil de sus fronteras, sus bandos inestables lo han convertido en una especie de laboratorio de equivocaciones, un terreno apto para que los poderosos retrocedan, duden y escojan caminos inesperados.
El escenario más reciente de la guerra contra los talibanes -esos pintorescos aliados de otros tiempos- tendrá a los soldados de la OTAN, liderados por Estados Unidos, en el ingrato papel de la pelea a muerte contra una planta herbácea de un metro de altura. Solados que juegan a ser jardineros malditos, depredadores artificiales contra la goma somnífera de la amapola. Ya no será cuestión de entregar el veneno, las botas y las palas para que otros mueran haciendo de matamalezas mientras ellos se dedican a revisar las cifras. Ahora sus más de 70.000 soldados jugarán a la ruleta que esconde una bomba debajo las raíces indeseables.
Hace una semana los jefes militares de los países de la OTAN con presencia en territorio afgano, discutieron acerca de la conveniencia de involucrar a sus hombres en la guerra contra la producción de opio. Hasta ahora ese era un asunto encomendado al débil ejército que dice obedecer las órdenes de Hamid Karzai. La división del trabajo era sencilla: Los soldados de la Fuerza Internacional de Asistencia y Seguridad -nombre que un comité de alto nivel le dio a la coalición de la OTAN- se encargaban de seguir a los terroristas hasta las puertas del infierno y el ejército de Afganistán iba tras los traficantes hasta los broches de los sembrados.
Pero resulta que los talibanes son cada vez más unos señores de la amapola. La producción de opio les deja cada año 100 millones de dólares y poco a poco han comenzado a interesarse en el negocio como algo más que simples recaudadores de impuestos. Parecen tener química suficiente para dedicarse a regentar los laboratorios. "El mapa de la insurgencia talibán, sur y sureste del país, coincide casi exactamente con el del cultivo del opio", afirma el segundo hombre de la embajada americana en Kabul.
Pero los aliados europeos no están seguros de querer librar una guerra contra el narcotráfico en tierra ajena. Alemania, Italia, España y Francia se opusieron en principio a ampliar el rango de acción de sus hombres. Sólo hace unos días entregaron un sí condicionado a la nueva lucha: cada país decidirá sobre el terreno si vale la pena una operación contra los productores de opio. Una manera elegante de dejar la carga antinarcóticos en manos de Estados Unidos. Para muchos, ir por las adormideras empujará miles de agricultores afganos hasta las filas del movimiento Talibán. Y aumentará el riesgo de los soldados de occidente que han tenido su peor año de sangre en el 2008.
Parece increíble que el Pentágono y sus expertos en planes Colombia y Patriota no hayan logrado hacer una analogía entre nuestras selvas y los campos afganos, entre la inevitable conversión mafiosa de los fundamentalistas que viven entre pastas de envidiable productividad. En marzo del 2009 los miembros de la OTAN se reunirán para evaluar los primeros resultados de su nueva batalla contra el opio. Una buena oportunidad para que Estados Unidos pruebe en tierra ajena y en cuerpo propio las delicias de luchar contra un ejército de agricultores feroces. Tal vez su conclusión coincida con las palabras de un enloquecido general acorralado en una novela de John Steinbeck: “¡Las moscas conquistan el papel cazamoscas! ¡Las moscas conquistan doscientas millas de papel cazamoscas!”.

viernes, 10 de octubre de 2008

Desilusión como antídoto





La decepción política es un sentimiento inevitable, constituye la única promesa infalible que encarnan los candidatos, un sino que conocen bien y que los hace afanosos y glotones en tiempos de bonanza. La fecha de vencimiento de los caudillos y los entusiasmos ideológicos o patrioteros o cívicos es un enigma difícil de predecir: responde a ciclos caprichosos, a las mareas de la fatiga.
Chile acaba de cumplir veinte años de haber logrado sacar del poder a Augusto Pinochet. A pesar del miedo que hacía imaginar a los militares espiando tras las casillas de votación, a pesar del dominio burocrático, el control sobre los medios, la promesa de orden y las terapias económicas de los Chicago boys de la dictadura, el entusiasmo democrático fue suficiente para negar la posibilidad de ocho años más de gobierno militar. Un estribillo que prometía la llegada de la alegría, un arco iris y el dedo acusador de Ricardo Lagos sobre las medallas de Pinochet en un programa de televisión, fueron los símbolos de optimismo y valor que marcaron la ventaja del 12% en el conteo definitivo. En la celebración del triunfo, en Santiago, participaron más de ochenta mil personas entre cantos y banderas. Hace unos días la celebración de los veinte años del triunfo brilló por su anemia. Apenas tres mil partidarios desganados en un estadio de tenis siguiendo un protocolo de gobierno. Los padres de la nueva democracia chilena parecían presidir una asamblea de copropietarios.
Las grandes palabras, los quiebres históricos, los desafíos del futuro se han convertido en retórica. Muchos votantes por la coalición de partidos que venció a Pinochet dicen sentirse engañados por esa vieja bandera arco iris. Después de cuatro gobiernos ha llegado el momento para la decepción. Los ciudadanos ya no miran los derechos recobrados, ni el apacible aire civil, ni las cifras de crecimiento económico sino los problemas de transporte urbano, los escándalos de corrupción, la petulancia de las camarillas burocráticas tras dos décadas de dominio. Los jóvenes no se inscriben para votar y los antiguos partidarios desdeñan a los líderes de entonces: Lagos, Aylwin, Silva Cimma.
Esas decepciones son las encargadas de proveer a la democracia de las obligatorias sucesiones, del balance necesario para que los líderes no se conviertan en dueños. Chile tiene la gran ventaja de haber abandonado los momentos del todo o nada, haber dejado atrás los tiempos de las grandes encrucijadas para poder ocuparse con tranquilidad de la evaluación sobre las cifras del gobierno, sus eficiencias grandes y pequeñas, sus modales burocráticos y sus abusos menores. A Michelle Bachelet le correspondió la suerte de esa mirada con la lupa del cansancio y es posible que deba entregar el poder a la derecha en el 2010.
En Colombia, las FARC y su bendita hecatombe nos siguen privando de la posibilidad de mirar la política con un mínimo de espíritu crítico. Deberíamos estar pensando en un liderazgo distinto al de la rienda y la fusta, pwero apenas si nos alcanza para discutir si hay un imitador aceptable de Álvaro Uribe. Cuando pienso que es posible que estemos apenas en la mitad de su mandato, el cansancio me dice que en el 2014 sería capaz de votar hasta por Wilson Borja. Por físico agotamiento.

martes, 7 de octubre de 2008

El enfermo suspicaz




La suspicacia se vende casi siempre como una píldora escasa para encontrar los poderes de la sutileza, el antídoto contra el veneno de la candidez y la manipulación. Sólo unos pocos tienen la fortuna de aguzar el ojo y el ingenio en busca de las trampas de todos los días. Piensan mal y aciertan, corren los velos para que los tontos despierten del letargo aunque sea por unas horas. Sin embargo, la suspicacia también puede ser una receta para llegar a los terrenos de la fábula o la alucinación, un camino para que la sagacidad toque los límites de la paranoia.
Luego de la función lacrimosa y severa de la semana anterior en torno al asesinato de un niño a manos de su padre en una vereda de Chía, cuando los noticieros de televisión dedicaron sus poderes histriónicos y sus unidades móviles a clamar justicia, a rezar, a sondear el alma del “monstruo”, a recetar remedios para nuestra sociedad y a hacer cuadros psiquiátricos durante tres días con sus noches, ha aparecido una legión de suspicaces. Por todas partes se les ve mirar con asco y malicia. Detrás del arrebato compungido y solidario en tono de reality ven un engaño patente, un interés por esconder escenas aún más macabras, pecados del régimen.
La última columna de Antonio Caballero en Semana puede servir de paradigma para los lúcidos mal pensados: “¿Qué será lo que oculta esta vez el despliegue inusitado de los noticieros?”, se pregunta poco antes de concluir que no puede ser casual la elección unánime de un taxista como “chivo expiatorio de todos los pecados del pueblo de Colombia”. La columna deja flotando una sospecha en particular: tal vez toda esa bulla no sea más que un intento para que las ejecuciones de los jóvenes de Soacha y de otras regiones del país pasen a las últimas páginas de nuestras urgencias noticiosas.
Me perdonarán mi ingenuidad pero creo que esa teoría de la conspiración mediática desdeña posibilidades más sencillas e incluso más frívolas. Los canales privados no pueden resistir su gusto por el melodrama, se dejan llevar, piensan que es hora de conmoverse y se conmueven. Sienten que han unido al país en torno a una causa inaplazable y sufren una especie de síndrome de Teletón. Muy pronto se crea un círculo vicioso en el que la audiencia entre más información tiene más información pide. El público está ávido de detalles y los noticieros están ávidos de público. Los expertos hablan del “efecto de la víctima identificable” y saben que en todos los países del mundo una tragedia con un niño con un nombre y una foto desata una fiebre contagiosa.
Los ejemplos sobran. En 1987 una niña llamada Jessica McClure cayó a un pozo cerca de su casa en Texas. A los pocos días los medios habían recogido 700.000 dólares en donaciones. También Colombia tuvo su niño del pozo. En 1980 Nicolasito logró poner al país entero a rondar ese maldito hueco en el Cerrito, en cercanías de Pereira. Fausto compuso una canción, Jimmy Carter llamó a ofrecer ayuda, Ardila Lulle puso su helicóptero a disposición, Darío Castrillón intentó ayudar por medio de la línea directa con el mismísimo Papa. En el 2003, Alí Abbas, un niño huérfano y amputado a consecuencia de los bombardeos sobre Irak, logró movilizar las cámaras y las billeteras en toda Europa.
La teoría que intenta dividir al país entre una mayoría de tontos de solemnidad y una minoría atenta de perspicaces es una fábula vieja, un mecanismo que intenta poner en manos de un régimen malvado todas las extravagancias de los medios y todas las manías humanas.

viernes, 3 de octubre de 2008

Sombras bajo los árboles




Vista desde afuera la guerra impone siempre una pregunta inquietante, un enigma que intenta sondear el espíritu de los guerreros, descubrir el momento preciso de sus encrucijadas, los primeros motivos de los primeros disparos. Esa inquietud, alimentada por recuerdos comunes con dos comandantes de bandos opuestos, inspiró la reciente novela de Alonso Sánchez Baute: cómo la inocencia puede degenerar en el crimen, cómo el hombre corriente, el que camina de mañanita, duerme largo, bebe bien, come bien, puede llegar a encontrar los motivos del lobo y su boca espumosa y su ojo fatal. Esa misma pregunta me recordó un poema de Wislawa Szymborska que sitúa al espectador ante la Primera fotografía de Hitler:
“¿Y quien es este niño con su camisita? / Pero ¡si es Adolfito, el hijo de los Hitler¡ / ¿Tal vez llegue a ser un doctor en leyes? / ¿O quizá tenor en la ópera de Viena? / ¿De quién es esta manito, de quién la orejita, el ojito, la naricita? / ¿De quién la barriguita llena de leche? ¿No se sabe todavía? / ¿De un impresor, de un médico, de un comerciante, de un cura? / ¿A dónde irán estos graciosos piececitos, a dónde? / ¿A la huerta, a la escuela, a la oficina, a la boda / tal vez con la hija del alcalde?”
Los últimos versos están dedicados a hacer un acercamiento sobre el barrio, la calle, la ciudad donde nació el adorable niño: “Atelier Klinger, Grabenstrasse, Braunen, / Y Braunen no es una muy grande, pero es una digna ciudad, / Sólidas empresas, amistosos vecinos, / Olor a pastel de levadura y a jabón de lavar. / No se oye el aullido de los perros, ni los pasos del destino”.
En las vidas de los protagonistas de Líbranos del bien, del vanidoso joven que encarnaba Ricardo Palmera y el muchacho alardoso y risueño que habitaba Rodrigo Tovar, tampoco era fácil oír el ladrido de los perros ni el aleteo de los malos presagios. Siempre es complicado el ovillo de las tragedias, siempre está encubierto por una maraña de casualidades y temperamentos, de imposiciones históricas y arrebatos personales, de laberintos y puertas falsas. Ese largo camino es el que intenta mostrarnos Sánchez Baute a lo largo de su novela. No habrá condenas ni respuestas definitivas, sólo una historia mucho más compleja que la que nos entregan las versiones libres y las medidas de aseguramiento.
El lector de Líbranos del bien deberá recostar su silla y disponer el oído para oír la historia de un pueblo donde todo se cuece debajo de un árbol. Una historia de luces y sobras debajo de los árboles. Y como es normal que las mujeres sean las cronistas de las guerras, la voz de Josefina Palmera se encargará de buena parte del relato, unas veces narrado con rabia, otras veces con risa, otras con la pedantería de los ancianos memoriosos y otras más con el desfallecimiento de la nostalgia.
Contar la historia de un pueblo alrededor de los recorridos de dos verdugos puede ser una idea arriesgada, incluso una idea injusta. Pero la vida de palmera y Tovar, de sus familias y sus solares, de sus fiestas y sus primeros trabajos impecables, de sus noviazgos y sus aventuras de teatreros o bufones, tiene lo suficiente para que el mural de ciudad incluya recetas, canciones, estampas bucólicas, comparsas de club, serenatas y, cómo no, relatos de sangre, actas de autopsias y espacios para la tortura
Al final queda una respuesta vaga, una inercia de odios resumida en otro poema de Szymborska: “Miren, qué buena condición sigue teniendo, / Qué bien se conserva / En nuestro siglo el odio. / Con qué ligereza vence los grandes obstáculos. / Qué fácil para él lanzar, atrapar. / No es como otros sentimientos. / Es al mismo tiempo más viejo y más joven. / Él mismo crea las causas / Que lo despiertan a la vida. / Si duerme, no es nunca un sueño eterno. / El insomnio no le quita fuerza, se la da. / Con religión o sin ella, / Lo importante es hincarse en la salida. / Con patria o sin ella, / Lo importante es arrancar la carrera. / Lo bueno y lo justo al principio. / Después ya agarra vuelo. / El odio. El odio.”