martes, 28 de octubre de 2014

Paz y capitulaciones






Hace veinte años largos el Estado colombiano cerró la negociación con el Cartel de Medellín. Los ciudadanos nos enterábamos de los acercamientos por el tono de los comunicados de Los Extraditables y el mensaje cifrado del Padre García Herreros a las siete de la noche. Se dice que el presidente no podía salir de la Casa de Nariño, sus guardianes no garantizaban nada por fuera del sótano de Palacio: Gaviria Trujillo y Escobar Gaviria vivían encaletados en medio de los bombazos y la cacería. Las capitulaciones terminaron como decretos y las ciudades tuvieron una tregua indispensable. No había espacio para finuras jurídicas ni para orgullo institucional, era cuestión de miedo y supervivencia. Bogotá, Cali y Medellín descansaron de la paranoia del carro bomba y los muertos con carteles de advertencia que amanecían en las cunetas.
Imponer desde las capitales unas obligaciones desproporcionadas a los acuerdos de La Habana puede traer cierta tranquilidad de conciencia, y al mismo tiempo puede resultar injusto para quienes deben seguir caminando entre minas quiebrapatas. Es como si desde los municipios lejanos a las grandes capitales hubieran puesto el grito en el cielo por las condiciones blandengues de los decretos de “sometimiento” hechos a la medida de Escobar y sus hombres. “El miedo en las ciudades hará que claudiquen frente a los narcos”, habrían podido decir desde cualquier plaza de pueblo.
La democracia no puede entregar un voto diferenciado para quienes sufren la guerra y para quienes la siguen en el noticiero. Pero siempre es interesante saber qué piensan las familias que tienen un hijo en edad de reclutamiento forzado o un primo en las Farc o una visita mensual de sus verdugos de décadas o un ofrecimiento de sus empleadores esporádicos y en buena medida forzosos. Los resultados en las pasadas elecciones presidenciales pueden dar algunas luces sobre lo que se piensa en esas regiones respecto a un posible acuerdo en La Habana. En últimas, el gran antagonismo planteado por Santos y Zuluaga giró alrededor de la negociación.
Luego de la primera vuelta presidencial La Silla Vacía mostró los resultados en los 76 municipios con mayor presencia de las Farc en los últimos años. Los candidatos que apoyaban el proceso (santos, Peñalosa y Clara López) ganaron en 58 de ellos y el presidente logró algo más de una tercera parte de los votos, cerca de 10 puntos por encima de Zuluaga. Sin embargo, no todo es tan sencillo. La segunda vuelta, donde la pugna fue más fuerte y por tanto más clara para los electores, dejó algunas sorpresas. La primera fue el triunfo completo de Oscar Iván Zuluaga en el Huila, donde obtuvo el 70 % de los votos y ganó en todos los municipios. En Caquetá el candidato del Centro Democrático dobló al presidente Santos. No todas las víctimas tienen una misma idea del pasado de la guerra y el futuro de la paz. Santos por su parte ganó de largo en Cauca, Putumayo y las zonas calientes de Norte de Santander.

Los resultados en Antioquia nos pueden dar una respuesta sobre la guerra y la reconciliación. En los municipios donde los frentes 18 y 36 concentran su acción en el departamento, ganó Santos y su discurso sobre la paz: Ituango, Anorí, Campamento, Tarazá, Cáceres, El Bagre marcaron una amplia ventaja por la reelección. Mientras en los municipios del Oriente, donde las Farc mostraron su peor cara y el Estado ha ido recuperando su espacio, Zuluaga barrió sin atenuantes. En Nariño, Antioquia, que sufrió a Karina y sus hombres, el 84 % votó por Oscar Iván. También en los territorios de mayor desplazamiento y reciente retorno, San Francisco, San Luis, Granada, Cocorná, ganó Zuluaga luego de carnicería guerrillera. Cada plaza mide su rencor y su esperanza. No hay fórmulas, no se puede descalificar ni la rabia ni el miedo. 

martes, 21 de octubre de 2014

El Mono Trejos





En solo dos meses el personaje se me apareció en tres libros. Primero con la figura del patrón de un “negocio” grande en Medellín. Impaciente con sus hombres, ensimismado y con ataques de furia, lector de Julio Flórez y marica con novia y muchacho. En la casa, frente a su mamá, era en la única parte donde agachaba la cabeza. Guardaba su mayor tesoro sobre el cielorraso de su pieza y decía con orgullo que “no lo querían en los bancos”. Los gritos y las patadas a las mesas podían convertirse en una crueldad susurrada, cínica, casi intelectual. La placa del Jeep Comando (L 4531) en el que se llevó a su presa mayor se publicó en los boletines del ejército que anunciaban un secuestro en 1971: “…el día 8 de los corrientes, a las 18:20, fue secuestrado el señor Diego Echavarría Misas en las inmediaciones de su residencia El Castillo, en el barrio El Poblado…” En El mundo de afuera, la última novela de Jorge Franco, el Mono Trejos, el bandido de carne y hueso, el ladrón de bancos de La Pesada, el mito que se fugó de La Ladera en Medellín, es trocado en el Mono Riascos.
En los otros libros, ajenos a la ficción, Nelson Trejos Marín es solo una sombra famosa, un nombre acompañado de fechas y hazañas de página roja. Gerard Martin, profesor e investigador holandés con mucho énfasis en Medellín, reseña su condena en un consejo verbal de guerra en 1973 por el mencionado secuestro de Echavarría Misas. El 1971 Pablo Escobar tenía 21 años y estaba estrenando su cedula de ciudadanía. Ya era trabajador de Alberto Prieto, el hombre Marlboro, y hacía “vueltas” con su primo por los desgüesaderos de Lovaina y El Chagüalo. Hasta un banco dicen que había robado y entre los “maestros” de la plaza estaban Ramón Cachaco y el Mono Trejos entre otros. Eran los tiempos de las Lambrettas con colores distintos a lado y lado y otras tretas menores. En el libro de Martin, Medellín, tragedia y resurrección 1975-2012, se especula con la participación de Escobar en el secuestro que terminó con el asesinato de Diego Echavarría. Se dice incluso que Pablo Escobar utilizó el alias del Doctor Echavarría en una época temprana. Ya en 1973 se mataba desde las motos y en 1975 Escobar asistía a reuniones de mafiosos contra el secuestro de las guerrillas de la mano de un capo llamado Alfredo Gómez. El 13 de diciembre de 1972 El Colombiano daba cuenta de la “misteriosa y espectacular” fuga de El Mono Trejos y el Pote Zapata: “Los dos antisociales, que forman parte de ‘La Pesada’ de delincuentes del establecimiento y son considerados como los cerebros de numerosos atracos y varios secuestros ocurridos en Antioquia y otras regiones, desparecieron en forma súbita y extraña del patio trasero de la cárcel, a eso de las dos de la tarde.”
En el tercer libro el Mono Trejos aparece con su compañero Zapata como “ingeniero” principal del túnel para robar el Banco de la República en Pasto. Ahora su socio es Fidel Castaño que había cumplido 26 años y ya tenía fincas y billares en Segovia. El mayor de Jesús Castaño era mayor de edad por partida doble, ya tenía dos cédulas. En Guerras recicladas de María Teresa Ronderos Trejos es apenas una mención, un primer contacto y un gran botín para el jefe mafioso y paramilitar en formación. Doblecero fue quien contó la historia, así como en su momento Popeye también habló de El mono y su Patrón.
El Mono Trejos es aire, tinta de expedientes, desmemoria de bandidos, fábula de túneles con cuchara. Pero algo debe tener de cierto, aunque sea la letra y el número en la placa del Jeep Comando.







martes, 14 de octubre de 2014

Viaje sin mapas


 






 
Un mapa sin las suficientes arrugas de las cordilleras, con los hilos inciertos de los ríos y el espacio blanco que hace sufrir a los cartógrafos y soñar a los viajeros, llevó a Graham Greene hasta los bosques de Liberia en 1935. Monrovia era solo un asentamiento de esclavos de Norte América liberados y enviados hasta la Costa de la Pimienta en África Occidental. La enseña de la república era digna del mármol pero no servía para espantar a los moscos ni a las ratas nativas: “Nos trajo aquí el amor a la libertad”.

La Firestone y su campamento cauchero, las discordias políticas entre dos partidos que compartían las palabras “liberal” y “auténtico”, dos bares con tres docenas de blancos y ansias británicas, dos médicos y un torneo de tiro en las tardes del sábado definían a la capital. Greene decidió entonces abandonar el tedio de Monrovia. Iba en busca de El corazón de las tinieblas, de la sonora pesadilla que retumbaba en su cabeza cada vez que oía la palabra África: “…se amontonan y bloquean la salida a la plena conciencia una multitud de palabras e imágenes, brujas y muerte, desventura…” El ébola ha vuelto a traer esa idea de terror desde el continente africano. Ya no son las selvas malsanas sino los centros de salud apedreados; ya no son los aborígenes de lanza sino los vendedores callejeros de “carne de arbusto” en las calles.

Viaje sin mapas es el resultado de la caminata de quinientos kilómetros para atravesar el país. El atlas de Liberia estaba formado por el mapa británico que confesaba su propia ignorancia y se limitaba a dejar unos pocos nombres sobre la costa. Y las líneas trazadas por el ministerio de guerra de los Estados Unidos que mostraba su vigorosa imaginación: “bosque denso”, decía en los espacios desconocido, “caníbales”, advertía en los límites de la civilización cercana a la Costa. Los consejos fueron suficientes para empujar a Greene hasta la alegría que le producía “cruzar la frontera y entrar en un país realmente extraño”. La geografía era un misterio pero la bibliografía de epidemias era copiosa. Los libros oficiales de notificaciones a los viajeros hablaban de lepra, frambesía, malaria, disentería, viruela y fiebre amarilla entre una larga lista de males posibles. El whisky y la ginebra eran los únicos remedios: “…raras veces se le permitía a uno escapar al tema de la fiebre. Podías empezar la conversación con religión, política, libros; siempre acababa con la malaria, peste, fiebre amarilla”.

El viajero termina por encontrar, entre las fiebres obligadas, al “buen salvaje” en las aldeas de Liberia. Los aborígenes son amables y practican el amor sin los ornamentos de la civilización. Para ellos el amor es “un brazo echado al cuello; la riqueza, un montoncito de nueces de palma; la vejez, llagas y lepra; la religión unas cuantas piedras en el centro de la aldea donde yacían los jefes muertos”. Los encuentra sonrientes, amables y felices, así velen su whisky con insistencia. En cambio, en la costa solo encontrará una embarcación con ciento cincuenta políticos borrachos a bordo, camino a una convención partidista, con sus voces nasales, sus corbatas y sus intrigas.

No sabemos qué tanto queda de la Liberia que vio Grenne hace ochenta años. Los bares que visitaban antes los empleados de la Firestone son ahora para los enviados de Naciones Unidas. Pero es claro que África sigue representando un poco del teatro cómico y trágico del que habla Greene en su libro. Una escena cómica por la imitación y trágica por el escenario a la espalda de los comisarios y los prefectos.
 
 


martes, 7 de octubre de 2014

Voto rayado



 




Los políticos colombianos han comenzado a notar que la competencia no es solo entre ellos y que los únicos rivales no son quienes visten y acomodan corbatas contrarias. Han echado un vistazo a las mayorías y se han dado cuenta que ahí está el más grande de los peligros. Los electores que no eligen son una plaga que es necesario combatir. Primero intentaron llevarlos hasta el cubículo con algunas golosinas pero los muy holgazanes prefirieron la pola a escondidas o la simple cobija el domingo señalado. Se les ocurrió entonces que era tiempo de prohibir el desgano y ahora proponen que el voto sea obligatorio, que el derecho se convierta en obligación y el tarjetón en cartilla sacramental.

Colombia es el único país de América Latina donde el voto nunca ha sido una obligación. En  algo hemos sido ejemplares, porque cuando el burócrata en la ventanilla amenaza al ciudadano para que ponga una equis donde se le antoje, o para que simplemente raye la tarjeta electoral o la meta en la urna tal cual se la entregaron, la democracia comienza a ser una farsa donde muy buena parte de los votos son un examen dictado, comprado o simplemente firmado. Es lógico que antes de Viviane Morales fuera Roy Barreras, un político de todos los colores, quien propusiera en 2006 el voto obligatorio. Lo han intentado durante décadas. Los polítiqueros saben que los abstencionistas de toda la vida serán en su mayoría un rebaño fácil de conducir. Será cuestión de poner el aguijón de una multa (aunque sea imposible de cobrar) y de contar con buenos impulsadores en barrios y veredas. Se les entregará un número y un color y jugarán su bingo sin mayores contratiempos. Al final de la tarde los discursos hablarán de una nueva legitimidad y del fortalecimiento de una democracia antes apática.

Solo 24 países en el mundo tienen el voto obligatorio en sus leyes o constituciones. América Latina tiene 13 de esos esperpentos donde el populismo sabe que no solo de las ofertas y los estribillos vive el hombre del capitolio y el palacio. Quienes están en el poder agradecen las bondades del voto obligatorio. La inercia que lleva a los ciudadanos a reelegir a sus gobernantes tiene un impulso adicional cuando no es permitido quedarse en casa. Una vez los políticos amarran a los ciudadanos muy difícilmente los soltarán. En Perú (67%), Brasil (64%) y Ecuador (61%) la mayoría de los potenciales electores dicen que les gustaría volver al voto voluntario. Saben que el desgano también es parte de la ciudadanía. En Brasil hicieron hace poco una encuesta que dice mucho sobre el carácter educativo del voto obligatorio. Veinte días después de las elecciones les preguntaron a los votantes a quién habían marcado en el tarjetón: el 30% respondió que no se acordaba. Para el oportunismo de los políticos es una cuestión cuantitativa, para la salud democracia tal vez sea un asunto cualitativo. Hay que llevar la abstención a sus justas proporciones y no a los ciudadanos hasta los centros electorales halados por la ternilla.

Si la legitimidad la da el número de votantes habrá que decir que Chinú, Córdoba, es la Atenas colombiana. En las pasadas elecciones para congreso votaron en ese municipio un poco más del 70% de los ciudadanos habilitados. Trabajo legítimo de Musa Besaile y Ñoño Elías. Solo hay un remedio contra la intención descarada de los legisladores. Si llegan a aprobar el voto obligatorio habrá que ir a dibujar el tarjetón, a anular el voto para avergonzarlos. En las pasadas elecciones legislativas eso fue lo que hicieron más del 15% de los votantes. En las siguientes el voto nulo y no marcado les demostraría que era mejor dejar a la gente en la casa.

 

 
 

 
 

 

miércoles, 1 de octubre de 2014

¿Revolución cocalera?





Según el último estudio de cultivos ilícitos liderado por la UNODC y el gobierno, un poco menos de 62.000 familias trabajan en los sembrados de coca en Colombia. Los precios de compra de la hoja fresca se imponen por parte de los encargados de las cocinas y el tráfico. Cada vez menos cocaleros se dedican a transformar la hoja en pasta base, el 63 por ciento simplemente amontona su producción y la vende a un intermediario. Hace solo nueve años el 65 por ciento de los cultivadores participaba al menos en el primer proceso de transformación. Han pasado de la agroindustria al agro. Los cambios en ese negocio muchas veces son súbitos e impredecibles, como las lanchas rápidas y los submarinos de fibra de vidrio. Se estima que la producción en finca de la hoja de coca en Colombia deja cada año 355 mil millones de pesos en manos de los pequeños cultivadores. Solo diez municipios concentran el 41 por ciento de los cultivos de coca y de las ganancias precarias y sangrientas del negocio. Tumaco, Puerto Asis, Tibú, Miraflores, Barbacoas concentran también buena parte de la violencia que dejan los primeros brotes del arbusto y la plaga.
El acuerdo entre el gobierno y las Farc sobre cultivos ilícitos tiene veinticuatro páginas y deja espacios para el optimismo sobre posibles cambios en la dinámica de la guerra del narcotráfico en el campo colombiano. Por supuesto que el escepticismo es obligatorio cuando se habla de limitar una industria que vende el kilo de coca a 2.500 dólares en la selva colombiana y a 25.000 dólares en las bodegas de Miami. Pero es innegable que las Farc saben del tema, tienen base entre los campesinos cultivadores y piensan en las zonas cocaleras como su principal enclave político luego de un acuerdo. Y hasta dicen comprometerse a “poner fin a cualquier relación, que en función de la rebelión, se hubiese presentado con este fenómeno (el narcotráfico)”.
El acuerdo trae nombres pomposos como corresponde a una mesa donde todo el día se habla de hacer historia. Se propone la creación del Plan Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS). Nada muy distinto de los planes de consolidación que ha implementado el gobierno y que en La Macarena tuvo un relativo éxito en los últimos años. Los grandes cambios serían la aplicación de la erradicación solo con la voluntad de los cultivadores y la búsqueda de leyes para que durante dos años, luego del compromiso de erradicación, no haya acciones penales contra los campesinos que tuvieron o tengan coca en sus parcelas. También se establecen asambleas comunitarias con decisión en los planes de inversión y un auxilio inmediato de alimentación para las familias que dejen de sembrar coca. Se trata en últimas de esfuerzos del Estado con la ayuda y el compromiso, y no con el asalto y el saboteo, de quienes controlan y protegen una buena parte del primer tramo del negocio de la coca.
En Nariño, Norte de Santander y Putumayo se siembra el 56 por ciento de la hoja en Colombia, y la tendencia apunta cada vez más hacia la concentración de los cultivos: casi la mitad de los arbustos monitoreados en 2013 llevan diez años en los mismos sitios. Los satélites no mienten. Eso hace posible el énfasis del Estado en zonas claves con influencia de las Farc. Pero no hay duda de que las Bacrim y las nacientes Farcrim buscarán nuevos enclaves y combatirán los ejercicios de concertación. Parece fácil una solución para 62.000 familias en cerca de cincuenta municipios, pero veremos de nuevo la mezcla de política y guerra mafiosa. Siempre habrá fusiles, raspachines, cocineros y traficantes. Esperemos que sean menos.