miércoles, 30 de marzo de 2016

En el fondo del bar





Cuando todo sucedió el bar estaba cerrado. La reja metálica llevaba 10 días mostrando su peor cara y las chapolas, los murciélagos y las chicharras de ocasión revoloteaban por el parque cercano, con ansiedad, extrañando los picos de las botellas de siempre. Adentro, el bar tenía las tripas al descubierto, estaban cambiando los viejos tubos de barro por el obligado PVC y no se oía más que el estruendo del martillo y el cincel. De modo que la noticia tomó fuera de base a los habituales del lugar.
Los periódicos comenzaron con reseñas escuetas. Juan Carlos Bossi, Santafesino de 67 años, colaborador de la dictadura Argentina y pedido por un juez de ese país desde 2011 por los delitos de secuestro, tortura, desaparición y homicidio, fue capturado en la ciudad de Medellín. El nombre familiar, la cara conocida, los delitos aterradores, el alias de El doctor, el recuerdo de su voz en la barra, “los vuelos de la muerte”, la sensación de haber sido engañados por años, la búsqueda de alguna pista atascada en la memoria de esas noches largas. Juan Carlos Francisco Bossi, el contertulio de los últimos ocho años, el argentino encantador y parsimonioso, el único cliente que llamaba cubalibre al ron con coca cola, el vendedor esporádico de carnes maduradas y chorizos finos, el compañero de farras céntricas de algunos había resultado, según la justicia Argentina y su recompensa de 32.000 dólares, uno más de los 49 represores prófugos escondidos tras un pasaporte falso o una simple historia contada al revés a sus nuevos mejores amigos.
Según las carpetas de los juzgados argentinos Bossi actuó como personal civil de inteligencia del ejército, entre 1976 y 1979 en Rosario. Su alias se debe a la bata que usaba al abordar los vuelos que tenían como destino final para algunos Montoneros el Río de la Plata. En la causa contra Oscar Pascual Guerrieri, jefe de inteligencia en Rosario, un excompañero de “patota”, Eduardo Costanzo, lo señaló como el hombre que inyectaba y mataba a los detenidos. Se mencionan los cauchos de los torniquetes como otra de las armas y se habla de un fusilamiento a 9 secuestrados en junio de 1977. La Quinta de Funes y La Calamita son los nombres tenebrosos de los centros clandestinos de detención que aparecen en el proceso.
Cuando Bossi llegó al bar, y a Medellín, había vivido una larga temporada en Barcelona, escondido de su pasado. En treinta años de refugio catalán casi había olvidado quién era, había creado con tiempo de sobra su nuevo personaje. Llegó de la mano de un miembro de número de la barra y se presentaba como exilado de los horrores de la dictadura Argentina. La luz que confunde en el fondo del bar, “Las mentiras de la noche”, que dice Gesualdo Bufalino y repite el rayón en la pared del baño, los hombres acogedores y las mujeres confiadas tras una primera ronda, los modales extranjeros que son debilidad entre los paisas, el clima laxo tras el umbral del bar… Todo, en últimas, terminó por convertirlo en un hombre confiable para unos tragos, la cháchara de siempre, los secretos de la nueva “patota”, un favor de agencia de arrendamiento y algún amor inevitable.
Bossi terminó siendo uno más en una guarida que hace cerca de cuarenta años le habría parecido repugnante por libertina y desviada. Algún día, mirando un afiche, un amigo le preguntó por El Ché, su compatriota, y respondió agrio, “me cae mal ese barbita, ni médico era”. Otra vez dejó caer un guiño a manera de chiste cuando la cantinera le reprochó con sorna ser un chico malo después de una juerga: “Te aseguro bombón que soy más malo que J.”, le respondió picando un ojo y palmoteando a su compinche. Y hasta mostró sus colmillos un día luego de un reclamo por un trabajo mal hecho. Luego de la sorpresa algunos lloraron, otras se dieron un baño de tres horas, los más dramáticos vomitaron y no faltaron las urracas de la sonora carcajada frente a la inocencia colectiva.
El lugar común de un asesino retirado no necesita una playa ni un paragüitas de coctel, puede estar a la vista, tras un vaso de ron y un hombre que ha decidido mirarlo todo con la superioridad de quien esconde la última carta.


martes, 22 de marzo de 2016

Guerra fija






Una negra protuberante frente al capitolio de La Habana, forrada en un vestido que es a su vez la bandera de Estados Unidos mientras espera un colectivo. Una negra provocadora y risueña que apenas si levanta una ceja cuando los transeúntes y los ciclistas le gritan arengas, burlas o advertencias. La imagen la vi hace cerca de 15 años y aunque bien podía serlo, la mujer no era una artista callejera en busca de una o dos “fulas” que dejaran caer los turistas. Ahora los portaestandartes oficiales y las ventanas de los apartamentos en La Habana lucen la bandera de los Estados Unidos, como los niños de tercero de primaria lucen todos los días la pañoleta roja en homenaje al Ché. Y los cubanos pueden gritar de asombro o alegría al ver un político luego de la fatiga de todos los materiales que han impuesto los Castro y el Partido Comunista.
Poco a poco Cuba comienza a encontrar en sus visitantes ilustres una señal mínima de que el mundo se mueve y no está del todo sometida al eterno reloj de arena del Gramna. El Papa Francisco, Obama, Putin, el mismo Chávez, como una especie de ahijado, van dejando una estela de nuevas banderas y afiches. Pero no es solo eso, ahora el 25% de los trabajadores cubanos tienen como patrón su propia contabilidad o una empresa privada y ya no dependen de sus reportes en el Comité de Defensa de la Revolución o de las viejas hazañas en Angola. Obama sabe muy bien que los cambios llegarán cuando los cubanos miren menos el control de los burócratas y pueden “resolver” por fuera de las planillas oficiales. Una parte de Miami sostiene la retórica contra la hoz y el martillo y todavía gusta el juego de los espías. Pero muchos de los cubanos-americanos de segunda generación celebran la visita y logran ver la isla más allá del odio a las barbas de Castro. Tal vez la derrota de Marco Rubio en Florida sea una demostración más del momento para una nueva estrategia.
Pero en Colombia la guerra fría no acaba. Desde los extremos políticos han saltado a defender el régimen cubano como un ejemplo de dignidad o a criticar el acercamiento como una triste claudicación. El Centro Democrático sueña con tener una orilla de mar desde donde gritar contra el “enemigo interno” y ahora han graduado a Obama de caballo de troya del comunismo internacional. Comparten los delirios y la estética de centro comercial con la derecha más venenosa de Estados Unidos.
La izquierda, por su parte, ha salido a encomiar los indicadores sociales de Cuba con la vieja cantaleta según la cual la buena atención a los niños justifica negar los derechos y controlar todos los órdenes sociales de los adultos. Para rematar el argumento presentan nuestros  pecados de violencia como atenuante frente a los cerca de 60 años de estado policivo en  Cuba: “los militares colombianos mataron a cientos de civiles, al menos los cubanos los encarcelan y adoctrinan desde niños”, es más o menos su lógica admirable.  Vale la pena dejarles un solo párrafo de Termina el desfile, la novela de Reinaldo Arenas, uno solo para que acompañe el billete de tres pesos con el Ché que trajeron de su viaje iniciático a La Habana: “Salir era arriesgarse a que le pidieran identificación, y, a pesar de llevar encima todas las calamidades del sistema: carné de identidad, carné de sindicado, carné laboral, carné del servicio militar obligatorio, carné del CDR, a pesar, en fin, de ir cual noble y mansa bestia, bien herrada, con todas las marcas que su propietario obligatoriamente le estampaba, a pesar de todo, salir era correr el riesgo de “caer”, de “lucir” mal ante los ojos del policía que podía señalarlo (por convicción moral) como un personaje dudoso, no claro, no firme, no de confianza…”

Somos admirables en escoger lo más sonoro entre lo peor, en pelear los entuertos ya saldados y en revivir las momias más cínicas. 


martes, 15 de marzo de 2016

Arar en el desierto





La Guajira se ha convertido en un acertijo nacional. Los cerca de ochocientos mil indígenas wayuu que viven entre el desierto compartido por Colombia y Venezuela constituyen una pequeña nación desconfiada y arisca. Una patria tan desconocida y lejana como las selvas del sur. Las banderas de los Estados que dicen ampararlos no significan nada para los indígenas que dependen más del conocimiento de los uniformes del ejército de cada país. Los guardianes de una frontera para ellos inexistente se han convertido en el filtro que marca el ciclo de su economía y su tranquilidad. Uno de los principales trabajos de muchos guajiros consiste en identificar y aprovechar las distorsiones que crean las leyes, los decretos y las costumbres de los ejércitos oficiales e informales en la región. La gasolina, el whisky, la leche en polvo, la cerveza, los cigarrillos hacen parte de un mercado de especulación con permanentes altibajos. Nada muy distinto de lo que pasa con la remesa cotidiana de las rancherías. De modo que las mafias se encargan de regular buena parte de la economía de subsistencia.
Las noticias de los últimos meses sobre la muerte de niños indígenas en el departamento han servido para la indignación y el asombro. Pero no mucho para intentar una idea compleja sobre los problemas de una sociedad con reglas, lógicas y tragedias propias. La simplificación llama a ver una especie de maquinación centralista, por desidia y codicia, contra un pueblo indefenso y olvidado. Pero las tramas casi siempre son un poco más complejas y las historias más largas que los arrebatos esporádicos de los “buenistas”. Las cifras citadas se han movido entre los 179 y los 4700 niños muertos por desnutrición en los últimos cinco años. Es verdad que en el desierto es difícil recurrir a los censos y que hasta las cédulas de ciudadanía pueden ser una anécdota en las rancherías. Pero vale la pena mirar los datos más confiables, tal vez los que entrega la Encuesta Nacional de Demografía y Salud que indaga, entre otras, por las condiciones de madres e hijos menores de 5 años en cerca de 70.000 familias colombianas.

Aunque muchos descubrieron hace poco que en Colombia mueren niños por desnutrición y enfermedades asociadas, la mencionada encuesta entrega un contexto necesario para mirar los avances o retrocesos del Estado más allá del llanto. Desde 1995 hasta 2010 la tasa de mortalidad infantil (niños menores de un año) se ha reducido a la mitad en Colombia, de 31 a 18 por cada 1000 nacidos. En los departamentos de Cesar, Guajira y Magdalena los avances han sido mucho más precarios, apenas de 26 a 23 por cada 1000 nacidos en el mismo periodo. Y la Guajira sigue casi doblando al promedio nacional. La desnutrición crónica (baja talla para la edad) también tiene a la Guajira como uno de los departamentos con más problemas, con un 27.9% de los niños menores de 5 años, solo por debajo del Amazonas. Las cifras muestran los índices más bajos de atención a menores enfermos por parte de personal médico, mezcla de desconfianza y dificultades de acceso en el departamento. Hasta la posibilidad de las mujeres para tomar decisiones propias sobre su sexualidad influye en las tasas de mortalidad infantil y en el caso de la Guajira ahí podría haber una variable por considerar. Las 22.000 rancherías desperdigadas en un territorio que triplica en extensión a muchos departamentos costeños supone más obstáculos. Al contrario de lo que se cree, el crecimiento de asociaciones indígenas en busca de rentas públicas ha hecho más difícil el control y la distribución adecuada de los recursos. Además, la caída de la economía venezolana resultó una estocada para poblaciones acostumbradas a mirar mucho más hacia ese lado de la frontera. En últimas, La Guajira sigue siendo un misterio para burócratas y analista, y una certeza para los lectores de prensa mañaneros y los tuiteros de trancón.



martes, 8 de marzo de 2016

Tedio al parque


 




 
Podría llamarse el síndrome del trasteo. Consiste en una pequeña obsesión policial durante los primeros días de gobierno. Una necesidad de la escoba nueva, el pulso firme y las manías lustrosas que el nuevo inquilino exhibe a vecinos y arrendadores. El recién llegado pega la nariz al reglamento con un celo que demuestra más devoción por la letra que por la realidad, y encuentra en la libreta de multas y contravenciones un poder que ha sido desmentido cientos de veces. Los efectos de esta modesta patología son variados, uno de los más dañinos es aquel que nos convence de que las vueltas de la policía ahora no son solo ineficaces sino inútiles y banales.
La alcaldía de Medellín prepara una cruzada contra los bebedores de parque, esquina y acera. Una persecución que sin duda hará felices a los policías con mucho tiempo y pocas ganas de enfrentar a los verdaderos poderes que los retan o los reclutan día a día. Y hará dichosos a los burócratas obsesivos del control, a los paranoicos que ven la ciudad con los ojos del inspector de riesgos laborales y a las damas y caballeros de la liga de la temperancia. Se alega que el desorden alienta la criminalidad y el ímpetu alcohólico enciende las riñas. Los viciosos deben vivir entonces de puertas para adentro, ocultos, sin exhibir la desvergüenza de sus desenfrenos. Pero las cifras muestran que la violencia se ejerce cada vez más en las casas, en el ámbito privado, lejos de los supuestos desmanes públicos.
Tal vez lo que se necesita es un poco más de aire, la posibilidad de caminar y respirar no tiene que ser incompatible con la felicidad de una cerveza fría en una acera o un parque. La administración ha convertido las palabras recuperación y limpieza en sinónimos. Quiere recuperar los parques sin importar que eso los haga inútiles. Qué será del parque San Antonio, del parque de El Poblado, de El Periodista, de las afueras del Atanasio, del Carlos E. Restrepo sin la posibilidad de conversar con una pola o una copa en la mano. Hace poco vi dos ajedrecistas enfrascados en su lucha y sus botellas sobre una acera en Córdoba, en el centro de Medellín. Una escena que bien serviría para invitar a quienes se niegan a “bajar” a la parrilla de la ciudad. Ahora un policía llegará a regar su tablero para obligarlos a jugar tras una reja.  Se divide a los ciudadanos entre quienes disfrutan en familia de una manera sana y quienes ensucian los parques con su aliento y su berrinche. Hace poco el Inder señalaba los abrazos pasados de tono en las canchas como una falta de respeto a la comunidad. A ese paso van a parcelar los parques: zonas para niños y adultos, para fumadores y no fumadores, para lascivos y moralistas. También podrían pensar en horarios limitados para esos públicos diversos que la administración no logra ver como una misma comunidad e insiste en separar entre cívicos e incultos.
Toda esa tara me hizo recordar un texto de Christopher Hitchens sobre la administración de Bloomberg en Nueva York y sus cientos de prohibiciones. Es inevitable que surja “una resistencia natural a la coacción” que según el ensayista británico está implícita en la personalidad humana, y sobre todo en la ciudadana, diría yo. “Hay leyes que son defendibles pero inaplicables”, dice Hitchens, y resalta el sentido natural del absurdo para identificarlas. Los proveedores de la disciplina no piensan en las posibilidades del ciudadano inofensivo, ni en los riesgos de entregarlos al poder subjetivo de dos policías letárgicos, para ellos lo más importante es mostrar su lucha contra la delincuencia y “asegurar que todo el mundo ha pasado un rato aburrido y sano y está cobijado en la cama antes de las dos de la mañana”.

 
 
 

  

martes, 1 de marzo de 2016

Justicia poética



Las elecciones suponen la firma del más complejo de los contratos bajo la más fiera de las interventorías. La política mira no tanto con un ojo atento como con un ojo torvo. Se entrega el poder con base en un contrato de adhesión casi siempre plagado de mentiras, la campaña, y se ejecuta con la letra menuda más pequeña, oscura y abundante, la innumerable minuta burocrática, todo en el marco general y abstracto de las buenas intenciones, leyes y mandatos constitucionales. Al final parecen inevitables las demandas y reclamaciones, los gritos de justicia y las acusaciones de venganza. América Latina se ha acostumbrado a que los tribunales sean el escenario del último debate de la política. Hay un tránsito común de la tarima al atril del tribunal. De manera que el código penal es la cartilla primaria de lo que llaman un equipo de gobierno.
La página judicial y la página política son una misma desde hace un buen tiempo. Si usted se asoma a la prensa argentina se encontrará una reciente acusación a Cristina Kirchner y a su exministro de economía Axel Kicillof por un presunto fraude en la venta de lo que han llamado dólar futuro. Un asunto triste, una maraña técnica al lado del emocionante caso del supuesto asesinato de un fiscal. Por supuesto desde la tribuna más exaltada de los recién salidos se oyen algunos gritos: “Si la citan a ella nos citan a todos, vamos a los tribunales”; “Si Cristina Kirchner cae presa a instancias de la Justicia macrista, habrá un nuevo 17 de octubre. Haremos tronar el escarmiento”. Solo se necesitaron dos meses para ir del atril presidencial al estrado. En El Salvador los últimos tres presidentes, Flores, Saca y Funes, acaban de comenzar su juicio como un simple ejercicio para mantenerse en forma. Los periódicos y las declaraciones hablan, por supuesto, de “vendettas políticas”.
Pero no se necesitan los cambios de gobierno ni de bandera partidista para que comiencen los juicios. Basta con acumular dos periodos presidenciales para que algunos desechos floten. En Brasil fue capturado hace unos días la estrella de la propaganda política de los últimos años. Joao Santana es algo así como el J.J. Rendón de la izquierda en América Latina. El hombre de las canciones y las leyendas en las campañas de Dilma, Lula y otros más. Un estratega silencioso y costoso. Quienes lo defienden dicen que se le pagaron 18 millones de dólares de manera legal en las pasadas campañas en Brasil. Ahora Lula se come las uñas por las cuentas y Dilma por las encuestas. Y hasta las iniciales de Humala han terminado en los papeles de la fiscalía de Sao Paulo. En Chile Bachelet inició su segundo round con su hijo contra las togas, un muchacho de oficina modesta que parecía dedicado a la música. En Bolivia una exnovia acabó con los sueños de Evo que debió conformarse con un periodo menos y un hijo más. Venezuela necesitó de la justicia de Estados Unidos para que los revolucionarios sufrieran algún rigor. Pero los tiempos cambian y hace una semana un general, enfermero del papá de Chávez, terminó en la cárcel por cargar apenas quinientos kilos de coca, al tiempo que Asamblea Nacional intenta un proceso contra el sobrino de Cilia Flores que aún queda en la casa.
Aquí el uribismo clama contra la persecución del gobierno, pero es bueno recordar que cuando el expresidente terminó su periodo había al menos 14 funcionarios de alto nivel con condenas o procesos en curso. Entonces señalan a la Corte Suprema y llegamos al juego de quién inició la persecución. Tal vez suframos todos los males, la justicia terminó en la política y la política terminó en la delincuencia.