miércoles, 18 de diciembre de 2019

Cementerios de pueblo






Hace unos años elegí el cementerio de Necoclí, en Urabá, para los atardeceres de una semana de vacaciones. Eran las tierras de ‘El Alemán’ y las noticias sobre el dominio paramilitar le daban un aire macabro al ángel blanco del portón adornado por las flores de un curazao. Recuerdo al sepulturero volcado sobre una de las tumbas, desordenando los huesos. Metía la mitad de su cuerpo en la oscuridad del agujero en el muro, usando sus manos para sacar los restos. Los ataúdes que daban contra el mar comenzaban a ser visitados por las mareas altas. Las olas habían socavado el barranco que elevaba el cementerio sobre la playa y los cráneos ya se asomaban sobre la madera dura de los ataúdes.  
Estaba a la vista “el corral de muertos, entre pobres tapias” que describe Unamuno. Pero era solo la primera vista. Ya sabemos lo que esconden nuestros cementerios de pueblo. Lo que saben los sepultureros. La noticia sobre los cuerpos en Dabeiba solo sirve para recordar que durante años muchas muertes solo quedaron en los registros de permisos y felicitaciones de los militares. El Estado no lograba ni siquiera las huellas dactilares de quienes eran asesinados en un supuesto combate. Cadáveres anónimos trocados por medallas. Se llevaba un mejor registro de los repuestos de los camiones militares que de las bajas.
Una investigación hecha hace cinco años por el Centro Nacional de Memoria Histórica deja una cifra impresionante e infame sobre los cementerios de los pueblos. En 2010 la Fiscalía realizó un censo sobre los cadáveres sin identificar en los cementerios del país. Solo 454 se atrevieron a verificar cruces y nombres. Sumaron 20.525 personas sin nombre enterradas. Historias muy difíciles de reconstruir en medio de violencias que mutan y mudan de década en década. Eso sin contar las víctimas escondidas bajo de las tumbas oficiales, las que tienen aunque sea una fecha trazada con el palustre sobre el cemento fresco.
Dabeiba sufrió entre 2002 y 2005 cinco operaciones militares que pretendían diezmar los cinco frentes de las Farc que operaban en el Cañón de la Llorona: Monasterio, Aniquilador, Jeremías, Emblema y Fénix. Crecieron los bombardeos, los combates y la presencia de los Paras. El mismo ‘Alemán’ que fue protagonista en Necoclí, llegó a dirigir la llegada del Bloque Elmer Cárdenas. Las alertas de la Defensoría en 2004 dejaban muy claro lo que pasaba en ese municipio con cuatro batallones activos y un cementerio: “…la población de la zona empezó a ser objeto de homicidios selectivos, desapariciones, señalamientos, bloqueo económico, saqueos y masacres”.
Pero además de ser el centro de los combates y los señalamientos contra civiles, los municipios más acorralados del país se convirtieron en escenario perfecto para ejecuciones de jóvenes de las ciudades. Cuando los combates no dejaban bajas suficientes y los civiles de las veredas ya había sido muy “visitados”, los militares usaban los pueblos bravos como polígono y fosa seguras para marginales que caminaban las calles de las capitales.
La JEP comienza a entregar coordenadas y procedimientos cruentos de los militares que mataban, disfrazaban, reseñaban, enterraban y se felicitaban. No sobra decir, para que lo sepan los justicieros de gobierno y el Centro Democrático, que el 95% de los militares que estaban en las cárceles están en libertad condicionada, transitoria y anticipada luego de acogerse a la Justicia Especial. Habrá versiones de más de dos mil militares y se removerá la tierra de los cementerios de pueblo.




miércoles, 11 de diciembre de 2019

Plomo sí hay






Tres recientes muertes de civiles atribuibles a miembros de la Fuerza Pública han alentado un saludable escrutinio sobre las actuaciones de militares y policías en el país. Dilan Cruz por un disparo realizado por un capitán del ESMAD con un arma “no letal”, Dimar Torres asesinado a quema ropa por un cabo del ejército y Flower Trompeta muerto por dos disparos por la espalda en un operativo militar todavía en investigación. La alerta es importante por los antecedentes de falsos positivos, y porque Colombia tiene unas cifras relativamente bajas de muertes de civiles a manos de uniformados cuando se compara con otros países del continente.
Lo que ha pasado este año en el estado de Río de Janeiro demuestra que un discurso que privilegia la seguridad sobre la vida, sumado a la impunidad asegurada para policías y militares y a territorios con el estigma de la criminalidad puede llevar a una masacre con armas del Estado y visos legales. Entre enero y noviembre de este año han muerto bajo el fuego de policías y militares 1.424 civiles en el estado de Rio. Eso es casi el triple del total de homicidios que tendrá Medellín al terminar el 2019. Las palabras del gobernador Willson Witwel, un exjuez elegido en octubre de 2018, dejaron muy claro el mensaje durante la campaña: “La policía hará lo correcto, apunten a sus cabecitas y disparen, así no habrá ningún error”.
El error más visible ocurrió en septiembre pasado. La muerte de Ágatha Félix, una niña de ocho años, por un disparo de militares en las favelas Alemão. En los primeros ocho meses de 2019 otros quince menores de doce años han sido heridos, y 43 adolescentes entre doce y dieciocho murieron por los disparos oficiales. Al menos una tercera parte de las muertes violentas en el estado de Río suceden en procedimientos de policías y militares. El 95% de los procesos penales terminan archivados. La policía civil se encarga de las investigaciones. El presidente Bolsonaro ha dado su apoyo al gobernador y a los uniformados con una frase bien armada: “Un policía que no mata, no es un policía”. Este año la policía ejerce más que nunca y las muertes de civiles bajo su mano han crecido 23%.
Pero no es un asunto de un régimen de derecha que raya con el fascismo. Lo que pasa en Venezuela en el momento de mayor degradación del régimen bolivariano es aún peor. Entregar la seguridad de las ciudades a militares, señalar territorios como objetivos de guerra (como se hizo en la Operación Orión en Medellín) trae serias consecuencias. En Venezuela el número absoluto de civiles muertos por miembros de la policía o el ejército es mayor que el de Brasil, teniendo en cuenta que tiene una población siete veces menor. El 25% del total de homicidios cometidos en Venezuela tienen como victimario a un agente estatal. Sin contar lo que pasa con los colectivos y milicias gubernamentales que actúan de manera encubierta. Los datos están claros en un estudio de la organización Open Democracy llamado Uso de la fuerza letal en América Latina: una siniestra prioridad política.
En Colombia el 1.5% de las muertes violentas son cometidas por miembros de la Fuerza Pública. Cifras por debajo de las de Venezuela, Brasil, México y El Salvador que mide el estudio mencionado. En Medellín, por ejemplo, este año se suman diez muertes violentas a manos de la policía. Solo en la favela Cidade de Deus en Río los muertos a noviembre suman 27. Es clave que Colombia ponga ojos suficientes sobre la pólvora oficial y mire con recelo los discursos que justifican la muerte hablando de seguridad.



miércoles, 4 de diciembre de 2019

Reducción del daño






Hace seis meses comenzó en Medellín una súbita reducción en los casos de homicidio. En un pequeño lapso tuvimos el mes más violento en los últimos cinco años y el mes más “tranquilo” en los últimos dos años y medio. Al comenzar junio el aumento de homicidios con respecto a 2018 era cercano al 35% y al terminar noviembre tenemos una reducción del 5%. En los últimos seis meses, entre junio y noviembre, se han presentado 77 homicidios menos que en el mismo lapso del año pasado. Un corte semejante, tan preciso en el tiempo, como si se tratara del inicio de una nueva temporada, hace inevitable que se piense en un acuerdo entre estructuras ilegales en el Valle de Aburra.
Entre periodistas e investigadores ya ha comenzado a mencionarse una supuesta reunión en La Picota, en Bogotá, dada el primero de junio, en la que hombres de los grandes bandos acordaron buscar un poco de orden, respetar territorios y rentas, evitar calenturas mayores. El peligro de que las luchas en Bello se regaran por todo el Valle hizo necesaria una “cumbre”. No hay noticias de la participación oficial pero alguien, al menos, tuvo que facilitar la sede.
La administración de Federico Gutiérrez acabó con su primer secretario de seguridad, Gustavo Villegas, en la cárcel con una condena por lo que la Fiscalía llamó “acuerdos siniestros” con un sector de la oficina. Pero luego de eso el discurso desde la alcaldía ha sido el de la guerra de frente contra líderes de las bandas. Las capturas y la percepción entre el hampa muestran que la pelea se ha dado más allá de las declaraciones oficiales. Resulta paradójico que un gobierno orgulloso de su postura de nulo contacto con los armados, pueda terminar su mandato con el 2019 como único año con reducción de homicidios gracias a un pacto entre “oficinas”.
“Hagan sus acuerdos, pero bien lejos y no me cuenten”, parece ser la política obligada para quienes llegan a la alcaldía de Medellín. Los picos de violencia en la ciudad hacen imposible negar que ambiciones y ajustes entre criminales signan los peores años; y treguas, repartijas y silencios marcan los días de relativa tranquilidad. La criminalidad sigue siendo la que decide los ciclos de la crónica roja. La Fiscalía por su parte se dedica a tramitar los principios de oportunidad y los casos por concierto para delinquir contra los cabecillas que vuelven a la calle a los cuatro o cinco años de la caída.
La pregunta importante en medio de ese cuadro que se repite, la cuestión moral y política, la encrucijada institucional es si vale la pena y si es posible un papel más activo y menos encubierto del Estado en esas inevitables negociaciones entre bandidos. Por supuesto no se trata de negociaciones con grupos que amenazan la primacía del Estado. Aquí es solo el pragmatismo y la posibilidad de “domesticar”, paso a paso, a delincuentes que imponen reglas sociales y se lucran de rentas ilegales ¿Podrían las administraciones municipales acompañadas de la fiscalía alentar esas negociaciones? ¿Sería lícito que el Estado fuera tras algo así como la “reducción del daño” en territorios que le han sido ajenos?
En 1990 el periódico El Mundo planteaba una posible negociación en un artículo titulado: “Plantean una solución al sicariato”. Se decía que doscientos sicarios estaban dispuestos a dejar el fierro y la moto. “Diálogo, desarme, amnistía o indulto no deben convertirse en temas tabú a la hora de impulsar un esfuerzo de reconciliación…”, decía la nota. ¿Valdrá la pena reconocer cierta impotencia de las administraciones y buscar un papel de intermediario?