miércoles, 31 de diciembre de 2014

El Palmar






La finca El Palmar no tiene un letrero ni una cruz ni una puerta con candado. No hay señales particulares entre la carretera polvorienta y la cerca que marca sus límites. La maleza y el ganado se muestran inocentes en sus orillas. Pero todo el mundo en los alrededores le señala la finca a los visitantes y cuenta una historia de sangre y miedo sobre los modales del ogro que la habitó hasta hace cerca de diez años.
El Palmar fue centro de trabajo, recreo y ejecuciones de Rodrigo Mercado Pelufo, alias Cadena, jefe del Bloque Montes de María de los paramilitares. Desde allí impuso su ley en San Onofre, Rincón del Mar, Berrugas, Libertad y otros pueblos de Sucre. Era la caricatura siniestra de un dictador: daba discursos en las plazas de los pueblos con la atención de una audiencia temblorosa, imponía castigos a las mujeres chismosas y a los ladrones (luego de arrebatar fincas y cabañas y matar basado en los rumores y la brisa del pueblo), ganaba las partidas de dominó a pistola y sentenciaba las peleas de gallos con un disparo contra el ejemplar que se atrevía a desafiar a su espuela. Decía que le gustaba el “camino recto” y advertía contra los homosexuales, los viciosos, los dejados y los “raros” en general. Los adolescentes se encerraban en sus casas cuando sabían que Cadena estaba de ronda y las mujeres tuvieron que jugar todos sus papeles de puertas para adentro, porque un simple corrillo servía para condenarlas.
La suerte de Cadena es un misterio más de asesinos y fosas por descubrir, ahora es un cuerpo perdido, unos huesos sin coordenadas. Pero quedan sus canecas con plata enterrada, sus muertos y la pregunta de cómo la sociedad completa, los pueblos atemorizados, la policía comprada, los cachacos sordos y mudos que pasean en las cercanías, el Estado con su cabeza gacha y sus alertas tempranas, permitieron que un carnicero de profesión fuera el dueño de la vida de miles de personas durante cerca de una década entre charlas, chanzas, whisky y plomo. Una caneca con billetes de cincuenta mil recién descubierta en El Palmar sacó a flote nuevas historias y curiosidades. Un periodista en vacaciones me propuso la excursión hasta la finca y fuimos escoltados por dos motos de policía. Los agentes, todos más o menos recién llegados a la zona, hablan un lenguaje muy similar al de los turistas: historias de oídas y mitos locales. En el portón a medio abrir nos recibió, como era de rigor, un gallinazo sobre un árbol. Cuando entramos alzó vuelo y nos dio dos vueltas como bienvenida. Nos reímos frente a la escena macabra con un chulo que parecía amaestrado. Camino a la casa y al gran caucho donde 'Cadena' mataba por deporte y por trabajo apareció el lago donde dicen tiraba los restos de sus víctimas a un cocodrilo gigantesco. Ahora no hay más que sanguijuelas en el lago y el cocodrilo terminó en un “zoológico” en Isla Palma, antiguo palacio de un narco. Afortunados los lagartos que no saben de remordimientos. El caucho parece sostener y destruir la casa al mismo tiempo, sus ramas horizontales dejan caer raíces aéreas que se convierten en columnas. El verdadero dueño de la finca, que recién la recuperó, decidió que el árbol debía adueñarse de esa arquitectura del terror. Zumban las abejas y resuenan las hojas del caucho descomunal, parece la vieja guarida de un monstruo, una escenografía para una novela negra en tierra caliente. Nadie salió a recibir la visita, el administrador estaba en un pequeño rancho a la sombra, en la mañana lo había pateado en ternero en la cara. Un accidente menor para un palacio grotesco.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Estrella de navidad








Una vela, un fósforo, un farol, una luz titilante son protagonistas en todos cuentos de Navidad. Una estrella como promesa. La mano sintiendo el calor del papel de seda es la imagen más nítida que me queda de aquellos diciembres. La mecha es un asunto de otros, está cubierta de gasolina en un pequeño tarro de jabón,  es una especie de araña misteriosa, vedada a los niños. “El humo es como quien dice su alma, la candileja el corazón”. Antes de que el papel se ilumine una rifa sencilla elige al niño que debe correr con el globo para llenarlo de aire, lo toma de la candileja y corre con cuidado para evitar que se rasgue. Luego del calor el globo toma su propia vida, “suéltelo, suéltelo”, es el grito de batalla, y el elegido lo deja ir con un gesto sublime que solo puede llamarse la elevación. Seguirlo es otro cuento, los primeros segundos cuando todavía se ve la llama y los colores dan vueltas, más tarde cuando es una pequeña luz rojiza, después un punto amarillo, y cuando ya parecía olvidado alguien lo señala y hasta que el último de los presentes no lo haya visto, o haya mentido y haya dicho verlo, no se puede volver a los asuntos corrientes.
Pero eso era en los tiempos del engrudo, cuando las vacas y los carros cuadrados eran los únicos globos formidables y arrastraban una cola de adolescentes armados de piedras y guaduas. Porque coger un globo tiznado era una hazaña. Ahora los globeros son una especie de logia de “ingenieros” que trabajan al ritmo del chucu chucu, el sancocho y la copa. Se agrupan en Turmas, según la expresión brasilera, y se dedican a armar sus globos gigantescos, o sorprendentes por sus formas, o melosos por sus consignas, o luctuosos por sus colores para recordar a un amigo. Sus globos tienen una estructura de hilo que los refuerza, una candileja de madera y acero, una mecha de papel y parafina que se apagará antes de caer. No se inflan corriendo sino a soplete y a sus lanzamientos asisten miles de personas.
El domingo pasado fui al lanzamiento de un globo de 8200 pliegos. Tan grande como El Cabrón que amenaza y vuela en un cuento de Rubem Fonseca. Verlo extendido sobre una pequeña loma fue el primer espectáculo. Lo desdoblaron como si fuera un plano secreto, con el cuidado de los arqueólogos. Le pusieron la candileja como si se tratara de un sencillo trabajo de marquetería. La mecha estaba a un lado, como un banco con un cojín colorido. Mientras tanto salían globos pequeños, para ambientar, para probar el aire. Cuando voló un globo blanco, el más sencillo, no puede dejar de pensar en el remolcador que antecede al gran trasatlántico. Lo inflaron con seis sopletes y ahora los globeros parecían unos místicos del fuego. Tenían los ojos desorbitados y gritaban mientras crecía la gran montaña de papel. Luego de treinta minutos, ante el asombro de los espectadores por los movimientos de El Cabrón que se sacudía lento, amenazante, como si pudiera tumbar una de las casas cercanas con alguna de sus puntas bamboleantes, el globo comenzó a jalar. Desde las cuatro esquinas de la loma los encargados de las puntas sostenían cuerdas para darle equilibrio. Abajo, en la boca, había más de veinte personas entre gritos. Al momento de partir alcanzó a levantar a seis que no querían soltarlo. Se fue aclamado por la multitud, muy despacio, y se perdió entre la niebla como un fantasma silencioso. Media hora más tarde apareció convertido en una luz espléndida, blanca, alumbrado por el sol de la mañana. Fue mi estrella de navidad.


martes, 16 de diciembre de 2014

Verdugos de verdad




La ficción ha alumbrado muchas veces los sótanos de torturas. Los novelistas son expertos en describir el enfrentamiento repugnante entre el interrogador y su presa. Algunos prefieren mostrar un sórdido juego de estrategias, otros la brutalidad a secas, algunos más un espejo entre dos humanos doblegados de diferente forma. Hace poco, a raíz del informe del senado norteamericano sobre las torturas a cargo de la CIA y sus contratistas luego del 11-S, me encontré con un texto de Juan José Millás que hacía algunas preguntas sobre esos “especialistas del dolor”:  “Imagínate que tu trabajo es ese: torturar. Que cada mañana, en vez de acudir a la oficina, al despacho, a la fábrica, fichas en una cárcel secreta, donde te espera un individuo encadenado al que ya zumbaste ayer de lo lindo.” La verdad no queda mucho más que imaginarlo, parece difícil encontrar los manuales de esa realidad extrema, difusa.
El ojo hinchado con una mosca jugueteando en el párpado descrito por Millás me hizo recoger un libro sobre torturas que es a la vez una especie de alegoría a las guerras pérdidas, a las guerras propuestas por un imperio temeroso y todopoderoso. Esperando a los bárbaros de J.M. Coetzee comienza en el almacén de un granero donde un viejo y su sobrino enfermo están a punto de ser interrogados por un coronel llegado con insignias de la Guardia Nacional. Las gafas oscuras le hacen pensar a los lugareños, incluidos los prisioneros, que el coronel es ciego. El magistrado del pueblo le pregunta al militar recién llegado por los dilemas frente a un preso que dice la verdad, la tragedia de un hombre destrozado, dispuesto a decirlo todo pero sin nada que decir. “Existe un tono especial –dice el coronel–, un tono especial penetra en la voz del que dice la verdad. El entrenamiento y la experiencia nos enseñan a reconocer ese tono”. La búsqueda de la verdad termina con el joven esposado, con las manos adelante, durmiendo sobre un catre, y el viejo envuelto en una mortaja, cerca de su sobrino, quien cree haber oído entre sueños: “Duerme con el viejo, dale calor”.

La novela continúa con la caza de unos pescadores ajenos a la guerra y nuevos interrogatorios en el granero. El masoquismo del lector y el desprecio obligan a llegar hasta el final. Al menos se trata de un juego de la imaginación, piensa uno al apagar la luz para olvidar la pesadilla del libro. Pero en el anaquel del frente hay un libro con cartas y relatos de las torturas en la cárcel de Abu Ghraib, en Irak, ya no se trata de la imaginación sino de una especie de confesión de parte. La balada de Abu Ghraib muestra el retrato de Sabrina Harman, una de las militares encargadas de la verdad en las antiguas mazmorras de Sadam. Lo primero que asalta a la soldado es un sentimiento de irrealidad. No entiende que hacen ahí esos hombres desnudos con unos calzones de mujer en la cabeza: “Parecían cosas que pasaban en la tele, no eran cosas que pensaras ocurrían de verdad. Era simplemente una cosa que ves pero no es real”. La cámara fue su antídoto contra la irrealidad. En esas celdas ciertas hay un viejo al que jalan de la barba blanca contra los barrotes y gime toda la noche. También está un taxista que repite que no sabe nada cuando le golpean los testículos. Y un niño de 10 años que sirve como carnada de la verdad para la cabeza de su padre militar cubierta con un saco de arena. Cerrar ese libro es aún más difícil. Que no digan pasar la página 

martes, 9 de diciembre de 2014

Justicia muy ordinaria





Algunas de las grandes discusiones del año han girado en torno a la severidad de las penas y los sacrificios posibles y deseables para lograr la paz. La justicia de excepción es una vieja regla entre nosotros y los debates alrededor del código en ciernes apasionan al país. La aritmética criminal es ya una de nuestras especialidades. Durante el siglo XIX se firmaron diez y siete amnistías generales y durante el siglo XX fueron apenas nueve. La mayoría de los jefes paras sometidos a Justicia y Paz que no fueron extraditados están pidiendo su libertad luego de ocho años de cárcel sin condena. Cumplieron con la pena máxima estipulada por la ley pero no se ha logrado emitir los fallos que pongan el sello estatal a la confesión y las investigaciones. Podríamos llamarlas penas primitivas de la libertad: un número de años de cárcel en un código contra una confesión.
Pero la justicia ordinaria también puede ser excepcional. Esta misma semana un juez de ejecución de penas de Valledupar le otorgó el beneficio de detención domiciliaria a Freyner Alonso Ramírez García, alias Carlos Pesebre. El hombre es señalado como uno de los grandes capos de los combos en Medellín y dicen que llegó a manejar seiscientos hombres en Robledo y otras zonas de la ciudad. Hace veinte meses fue capturado y se logró imponerle una condena a nueve años de cárcel, muy similar a la máxima de Justicia y Paz pero sin grandes confesiones ni cabeza gacha. El acuerdo con la fiscalía incluyó el reconocimiento de los delitos de concierto para delinquir, extorsión y reclutamiento forzado.
Hace poco, también en Medellín, la policía mostró como un triunfo la captura de Fredy Alonso Mira Pérez, alias Fredy Colas. Las listas mágicas sobre mágicos que llegan desde los Estados Unidos lo señalan como un importante “underboss” de la Oficina de Envigado. Fredy Colas fue el segundo del extraditado Ericson Vargas Cardona, alias Sebastián. Su poder lo ejerce en el oriente de la ciudad en Buenos Aires, Caicedo y Villa Hermosa. Unas horas después debió ser liberado por no tener una causa penal en Colombia. Su gran delito en el país es una vieja anotación por cargar unas pepas de éxtasis en el bolsillo en las afueras de una discoteca. En su caso la justicia se traduce en hostigamiento policial.
También para Alirio de Jesús Rendón Hurtado, alias El Cebollero, las cosas mejoraron hace dos años. Su condena por lavado de activos fue reducida a trece años y con seguridad no cumplirá los ocho que marcan el listón de Justicia y Paz. El Cebollero fue reseñado durante un tiempo como un hombre clave para La Oficina en el sur del Valle de Aburrá. Es inevitable pensar en Guillermo León Valencia como director de fiscalías en Antioquia cuando se hace la lista de capos citadinos con procesos endebles y penas magras en Medellín. Su caso se relaciona específicamente con beneficios a alias El Indio, pero su caso puede dar pistas respecto a los problemas para acusar a quienes se ubican en los grandes carteles de SE BUSCA, y a la hora de encontrarlos no se sabe muy bien el por qué.
Los negocios de los combos y los pillos en las ciudades son de sobra la mayor causa de violencia en Colombia, muy por encima de lo que ahora es dado llamar el conflicto armado interno, sin embargo la mayoría de estos delincuentes comunes siguen teniendo penas de justicia transicional. Ellos negocian al menudeo.




martes, 2 de diciembre de 2014

Ruido y furia








Una niña callejera, en un viaje de sacol en pleno 24 de diciembre, sueña con una fiesta con pólvora en la que además pueda estrenar “mecha”, es decir un vestido luminoso como los de las vitrinas. Vende flores para quemar chorrillos. El chisporroteo de las luces, el titubeo de los silbadores, la sorpresa ante el color de la próxima bengala han sido por muchos años parte de las promesas y los peligros de diciembre. Las primeras excursiones riesgosas que recuerdo fueron a distintas ventanas de casas humildes, de ladrillo pelado, de zócalo rojo, de rejas retorcidas, en las que nos despachaban una gruesa de papeletas, cebollitas o chorrillos. Cerca al colegio, a la casa, a una finca en Santa Elena siempre estaban claras las señas de esas casas tan importantes como los talleres de bicicleta o las ventanas que prometían empanadas y paletas. Antes, como en un sueño sin sacol, recuerdo las casetas a lado y lado de la autopista donde se ofrecían las pilas, los voladores, las estrellas magnificas que se clavaban a un poste y giraban con su impulso tricolor. Los polvoreros eran artesanos y su mercado al aire libre era una atracción incruenta.
Ahora, desde una orilla ciudadana que se pretende civilizada y espiritual, cívica y compasiva, surge una acusación contra quienes empuñan el cigarrillo para acercarlo a la mecha: mafiosos todos, o mejor, traquetos algunos, quienes fungen de patrones en las esquinas y patrocinan el estruendo, y miserables con gusto de mafioso los demás, quienes gozan de los estallidos o tiran voladores por su cuenta y riesgo o gozan con el rosario nada susurrante de una recamara. Convertir una costumbre popular en delito es una estrategia que ha demostrado ser inútil y riesgosa. Aquí desde hace siglos las fiestas religiosas y populares (les pueden preguntar a las vírgenes del Carmen y La Candelaria) fueron amenizadas con pólvora. Los estallidos están reseñados en las novelas antioqueñas y en los bandos oficiales. Está bien que para muchos sea una costumbre estúpida y derrochona, nadie niega los riesgos que implica y los precios que ha cobrado en ojos y falanges, pero tal vez no valga la pena señalar de mafiosos a quienes perseveran en un gusto que se considera odioso. La ciudad tiene suficientes bandos y recelos para que desde el púlpito de la superioridad moral se trace una línea entre los traquetos y los adelantados. Nos quejamos del estigma sobre la ciudad pero nos encanta el más burdo y más propio de nuestros insultos para resolver una tensión ciudadana. Muy pronto aparecerán los mapas con cruces para señalar, “con un lápiz de candela”, las comunas mafiosas y todo quedará reducido a las herencias de Don Berna.
Pero quizá la más grave de las exageraciones sea traducir la hora de estallidos y luces entre la noche del 30 de noviembre y la madrugada del 1 de diciembre como el dominio criminal sobre la ciudad. Una especie de resignación para darle poder ilimitado a los 8.000 o 10.000 pillos que se dice forman los combos. Si en verdad la alborada es una celebración de criminales esos hombres saben repartirse bien y dirigir las mechas en cada barrio de Medellín sin que valgan estratos ni fronteras invisibles. También saben revolver los sancochos y poner la música. Tal vez sea mejor cambiar los calificativos y llamar a los unos alborotadores y desconsiderados, y a los otros melindrosos  y gazmoños.




martes, 25 de noviembre de 2014

Callejosos incipientes







Las grandes ciudades se acostumbran pronto al paisaje de sus villas de desarrapados. En las orillas del río, en los descampados que dejan los retornos de las autopistas, en los barrios de casas altas y destartaladas donde el acueducto de hierro es la última guaca, frente a las zonas de talleres donde pueden ser útiles con solo un trapo al hombro los callejosos adquieren una especie de personalidad ligada al clima y las costumbres de la ciudad.
En Bogotá es normal verlos con una cobija y un perro como escolta, hoscos, con el arma secreta de su hedor y una costra de hollín para disimular la palidez. Casi nunca adormilados, en una especie de acecho permanente a pesar de su debilidad. En Medellín caminan más sueltos, con los últimos alardes que les ha dejado  la pipa de bazuco, exhibiendo algún tesoro por el que podrán sacar 10.000 pesos y con la enseña de una gran empresa en la camiseta. Todavía ejercen de comerciantes unas horas al día. Hace poco vi a uno cruzando el río, sin camisa, caminando entre las aguas después del aguacero de la tarde. Tal vez era una apuesta con su compañero de cueva. El juego acompaña casi todas sus rivalidades.
Siempre es un enigma descubrir a los hombres o a las mujeres que habitaron esos cuerpos antes de que la calle impusiera un nuevo perfil y unas nuevas costumbres. Antes de “todas esas negativas, esas vagas promesas, esos rotundos rechazos, esas nuevas tentativas que una y otra vez terminan en nada”. En ciudades pequeñas es posible ver a los callejosos incipientes luciendo sus dudas por entre los parques y los callejones del centro. Se tambalean entre una vida en la que todavía es posible llevar una llave atada a un cordón en el bolsillo y una caminata definitiva donde una simple caja de cartón es un fardo insoportable.
Hace unos días me topé con varios de hombres en la cuerda floja. El primero de ellos venía discutiendo con un celador de perro embozalado. Llevaba una caja de confites y estaba mejor calzado que su cazador. “Qué le pasa, yo soy un rebuscador igual que usté”, le dijo al hombre que lo arriaba con un pito y un escudo en la chaqueta. El plante en una sola mano, la hazaña de los veinte mil pesos diarios puede marcar la diferencia. Los recorridos de la venta van mostrando algunas opciones en los jardines para la noche difícil. El segundo venía de frente con una botella en la mano, los restos de un aguardiente de tercera y un pantalón todavía con la raya de una remota planchada. Caminaba rápido y cuando nos cruzamos me mostró sus dientes picados, una sonrisa como una advertencia de amistad. Aunque quisiera ser una hiena no podría, le faltaban días de hambre y furia. El tercero estaba debajo de un toldo con una camisa a cuadros de oficinista. Tiraba una piedra al aire y la dejaba caer como si fuera un dado. La cabeza clavada al piso como si quisiera encarnar la imagen del hombre que vendió a crédito en los afiches de granero. Parecía estar decidiendo su suerte en una noche sin ruido, con la promesa de los antros a menos de una hora de camino. Podía ser un drogadicto o un despechado. O un drogadicto despechado.
El cepillo de dientes, el recuerdo de un teléfono, la confianza del dueño del inquilinato definen el rumbo definitivo de esos equilibristas.




martes, 18 de noviembre de 2014

Desencanto general






Parece que dos años son muy poco tiempo. El aislamiento, la lógica de la discordia y la soberbia de las armas son enfermedades que necesitan tratamientos más largos. Las guerrillas construyeron durante muchos años una épica de la victoria, una ética de la revancha y unos objetivos basados en la eliminación del adversario. Su idea de la política está directamente ligada a la imposición, nunca han tenido que convencer a nadie, su dialéctica termina siempre con una sigla inapelable: AK-47. Sin darse cuenta todavía están tras la idea del partido único y creen que la “movilización de masas” es una tarea parecida a la de los vaqueros y sus zurriagos. En esa tarea nuestros políticos de pueblo les llevan años de ventaja, saben que la mentira y el menudeo de favores personales traen fidelidades más sencillas, menos cruentas, y tienen ambiciones medidas frente a una clientela y no frente a un hipotético “pueblo”.
La alegría contenida de las Farc luego del secuestro del General Rubén Darío Alzate, su alusión a un hecho extraordinario y a la justicia popular, demuestra que los jefes guerrilleros todavía creen estar en una íntima confrontación con el gobierno, o con el Estado en el mejor de los casos. Los negociadores son combatientes concentrados en el tablero de sus obsesiones ideológicas y sus odios. Mientras el gobierno debe lidiar con la opinión pública, la oposición política, la ambición burocrática de sus aliados y los problemas reales del tablero en La Habana, la guerrilla cree que su juego es un cara a cara con Humberto de la Calle, Sergio Jaramillo y el General Mora Rangel.
Mientras las Farc sigan pensando que el pulso militar y la humillación pública del adversario son más importantes que su viabilidad política, el proceso va terminar mal, tal vez con una firma y un aplauso de la comunidad internacional, pero ignorado o rechazado por la mayoría de los colombianos. Los jefes guerrilleros necesitan urgente una larga sesión con algunos encuestadores y politólogos que les sirvan como psicoanalistas, que los hagan repetir las palabras “opinión pública” y les aclaren que el “pueblo” que tanto invocan no es su tropa. Blindar unas zonas para la batalla política mediante el poder armado, cercar unos pueblos con sus arengas y sus amenazas, los convertirán en unos políticos muy parecidos a algunos gamonales paracos en las regiones: mandamases en sus círculos y repudiados en el resto del país.

Hace unos meses el presidente Santos dijo que en este momento del proceso lo pensaría dos veces antes de dar la orden una operación contra Timochenko. Esa confesión fue un reconocimiento a unos compromisos implícitos que se crean luego de dos años de negociación. Tiene que haber surgido un lenguaje y una esperanza común que haga preferible el camino de la negociación. Para las Farc parece que todo estuviera muy crudo y todavía fuera el momento de los alardes y las venganzas. El gobierno reitera que la contraparte tiene voluntad de paz, pero “el pueblo” necesita una prueba que justifique ver a Iván Márquez y a Santrich dando lecciones de moral desde un atril en La Habana. Soportaríamos sus discursos, les entregaríamos incluso la importancia necesaria para rebatirlos, pero tienen que deponer la insolencia de quienes se acostumbraron al peso del fusil en el hombro. El tiempo para su tratamiento de desintoxicación se está acabando. 

miércoles, 12 de noviembre de 2014

República del repudio






Para los indígenas del Cauca ha sido imposible apartarse de la guerra. Su resistencia a las armas ha terminado por involucrarlos cada vez más en un conflicto al que ya no pueden llamar ajeno. Los bandos enfrentados entienden el simple desdén como una afrenta, el silencio como señal para la sospecha, la indiferencia como triste cobardía. El pueblo Nasa intenta ver en el ejército y la guerrilla a los representantes de otro mundo ideológico, incluso de otra realidad geográfica, invasores todos en un territorio sagrado. Pero sus jóvenes entran y salen de los bandos y los negocios que acompañan a las armas, la ideología mueve sus contiendas políticas y enfrenta a sus candidatos. Desafortunadamente el mundo de todos los días es permeable a la guerra. La foto de los reos tomados por su propia guardia les demuestra que son víctimas y victimarios, que los invasores pueden ser ellos mismos. El sombrero de los hombres de la guardia contra las gorras de los jóvenes guerrilleros.
En el examen de los Nasa al conflicto no hay una pregunta por la legitimidad y las acciones de los hombres en armas. En la República del repudio la guerrilla y el ejército tienen el pecado original de la ocupación de un territorio sagrado y ajeno a sus disputas. Nadie podría reprocharles su fatiga de los victimarios, su negativa a llevarles una especie de contabilidad a los verdugos. Pero tal vez desde afuera sea posible hacer un paralelo entre las actuaciones de quienes se disputan los cerros y los cultivos entre tiros de fusil y estruendo de ‘tatucos’.
Hace dos años largos, la misma opinión que hoy convierte a la guardia indígena y a su justicia de bastón y sin cojeras en un ejemplo digno de imitar, gritaba contra “esos indios” que habían sacado a las malas al ejército del cerro Berlín en el mismo Toribío. Las lágrimas del sargento Rodrigo García cuando más de seiscientos indígenas lo arriaron cerro abajo junto a sus soldados, fueron la gota para la indignación del momento. El mismo Feliciano Valencia, líder de la guardia en julio de 2012, reconoció que se habían equivocado. En esa ocasión el ejército ganó la partida por resignación, por humildad, por sentido común. Era imposible enfrentar a los bastones con fusiles. Hace unos meses en un retén militar en Guachené resultó muerto John Mina Guazá quien viajaba en una moto con un amigo. Los militares intentaron esconder los hechos y desaparecer algunas pruebas. El caso pasó a la justicia ordinaria y hoy 33 soldados están detenidos por lo que al parecer fue algo más que un error militar. Luego del intento de los hombres de esa primera fuerza por cubrir lo que pudo ser un homicidio el Estado ha llevado las cosas al curso legal. La única manera de demostrar que tiene un amparo para actuar en ese territorio.
Desde afuera del territorio sagrado, con la mirada profana del citadino, prefiero el respaldo de la Fiscalía que juzga a 33 militares a los comunicados de La Habana que repudian lo propio como si fuera ajeno, y prefiero el llanto del sargento García a los disparos de Alias Fercho, condenado por matar a los dos guardias indígenas. En ocasiones el bastón debería ser también una vara para medir.


martes, 4 de noviembre de 2014

Policías y masacres






Los uniformes de la policía se pueden convertir en un comodín criminal. La placa, los números en los chalecos y el serial en las pistolas le entregan un amparo temporal a los rituales macabros de las mafias. El supuesto abismo entre los policías y sus perseguidos es siempre más estrecho de lo que se piensa. Una línea invisible divide el corredor que comparten y los encuentros no siempre se dan del lado de las inspecciones y las planillas oficiales. Hay cruces diarios, encontrones de rutina. Poco a poco comienzan a construir un lenguaje común, a compartir demonios y a ver la muerte como una solución corriente.
La desaparición de los estudiantes en México ha retratado de nuevo a los policías municipales de ese país como una banda uniformada a órdenes de los capos del lugar. Cada tres años los alcaldes de los pueblos arman su cuerpo de policía como si se tratara de simples funcionarios para hacer un censo. Los policías le deben lealtad absoluta a un alcalde que a su vez le debe favores y licencias a un narco. En Iguala las cosas llegaron a un extremo perturbador: no era solo José Luis Abarca, el alcalde, quien nombraba a los hombres que deben vestir las guerreras de la policía, ahora esa decisión era compartida con un capo de nombre sonoro, Sidronio Casarrubias. Los policías de pueblo si acaso reciben la chapa y las balas por parte del Estado, y terminan disparando tiros ajenos contra objetivos propios de los mafiosos. Mientras tanto los campesinos de la policía comunitaria, con una escopeta y una pala al hombro siguen escarbando la tierra en busca de cadáveres.
En Venezuela la pelea es entre los policías que se identifican con las siglas del Estado y los civiles que dicen defender un partido y una revolución. La policía de cascos blindados contra la desarrapada policía política. El Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) fue acusado por organizaciones de Derechos Humanos de cometer la mitad de las ejecuciones extrajudiciales que se habrían presentado en el país en 2013. Hace un mes, un allanamiento al Edificio Manfredi, en el centro de Caracas, dejó cinco personas muertas. La Brigada de Acciones Especiales se enfrentó con la gente del Frente 5 de Marzo, uno de los colectivos del chavismo duro, y la tempestad política que siguió trajo una expresión obligatoria en el país vecino: “revolución a la institución policial”. Las palabras fueron de Maduro y obligaron a la salida de su ministro del interior. En Venezuela la policía lucha desde facciones distintas, defendiendo orillas políticas, cobrando odios de clase, buscando en papel que deje ganancias en medio del desorden.

En Colombia la masacre de ocho personas en una finca en el sector de La María, al sur de Cali, también tiene sus pertrechos de policía. Miller Andrés Ramos, un patrullero, les entregó a los asesinos los chalecos para que llegaran presentables. El hombre pagó el valor de las prendas y salió libre hace unos días. Se dice que detrás la masacre estarían las siete toneladas de coca incautadas en abril pasado en Cartagena. El Coronel Néstor Maestre, hombre de antinarcóticos, era el encargado de llevar la carga hasta un barco con rumbo a Rotterdam. Para investigar su conducta había sido nombrado en el Cauca donde seguro ya comenzaba conversaciones con otros exportadores. En América Latina, la cinta policial que cerca la escena de las masacres se hace cada vez más natural. 


martes, 28 de octubre de 2014

Paz y capitulaciones






Hace veinte años largos el Estado colombiano cerró la negociación con el Cartel de Medellín. Los ciudadanos nos enterábamos de los acercamientos por el tono de los comunicados de Los Extraditables y el mensaje cifrado del Padre García Herreros a las siete de la noche. Se dice que el presidente no podía salir de la Casa de Nariño, sus guardianes no garantizaban nada por fuera del sótano de Palacio: Gaviria Trujillo y Escobar Gaviria vivían encaletados en medio de los bombazos y la cacería. Las capitulaciones terminaron como decretos y las ciudades tuvieron una tregua indispensable. No había espacio para finuras jurídicas ni para orgullo institucional, era cuestión de miedo y supervivencia. Bogotá, Cali y Medellín descansaron de la paranoia del carro bomba y los muertos con carteles de advertencia que amanecían en las cunetas.
Imponer desde las capitales unas obligaciones desproporcionadas a los acuerdos de La Habana puede traer cierta tranquilidad de conciencia, y al mismo tiempo puede resultar injusto para quienes deben seguir caminando entre minas quiebrapatas. Es como si desde los municipios lejanos a las grandes capitales hubieran puesto el grito en el cielo por las condiciones blandengues de los decretos de “sometimiento” hechos a la medida de Escobar y sus hombres. “El miedo en las ciudades hará que claudiquen frente a los narcos”, habrían podido decir desde cualquier plaza de pueblo.
La democracia no puede entregar un voto diferenciado para quienes sufren la guerra y para quienes la siguen en el noticiero. Pero siempre es interesante saber qué piensan las familias que tienen un hijo en edad de reclutamiento forzado o un primo en las Farc o una visita mensual de sus verdugos de décadas o un ofrecimiento de sus empleadores esporádicos y en buena medida forzosos. Los resultados en las pasadas elecciones presidenciales pueden dar algunas luces sobre lo que se piensa en esas regiones respecto a un posible acuerdo en La Habana. En últimas, el gran antagonismo planteado por Santos y Zuluaga giró alrededor de la negociación.
Luego de la primera vuelta presidencial La Silla Vacía mostró los resultados en los 76 municipios con mayor presencia de las Farc en los últimos años. Los candidatos que apoyaban el proceso (santos, Peñalosa y Clara López) ganaron en 58 de ellos y el presidente logró algo más de una tercera parte de los votos, cerca de 10 puntos por encima de Zuluaga. Sin embargo, no todo es tan sencillo. La segunda vuelta, donde la pugna fue más fuerte y por tanto más clara para los electores, dejó algunas sorpresas. La primera fue el triunfo completo de Oscar Iván Zuluaga en el Huila, donde obtuvo el 70 % de los votos y ganó en todos los municipios. En Caquetá el candidato del Centro Democrático dobló al presidente Santos. No todas las víctimas tienen una misma idea del pasado de la guerra y el futuro de la paz. Santos por su parte ganó de largo en Cauca, Putumayo y las zonas calientes de Norte de Santander.

Los resultados en Antioquia nos pueden dar una respuesta sobre la guerra y la reconciliación. En los municipios donde los frentes 18 y 36 concentran su acción en el departamento, ganó Santos y su discurso sobre la paz: Ituango, Anorí, Campamento, Tarazá, Cáceres, El Bagre marcaron una amplia ventaja por la reelección. Mientras en los municipios del Oriente, donde las Farc mostraron su peor cara y el Estado ha ido recuperando su espacio, Zuluaga barrió sin atenuantes. En Nariño, Antioquia, que sufrió a Karina y sus hombres, el 84 % votó por Oscar Iván. También en los territorios de mayor desplazamiento y reciente retorno, San Francisco, San Luis, Granada, Cocorná, ganó Zuluaga luego de carnicería guerrillera. Cada plaza mide su rencor y su esperanza. No hay fórmulas, no se puede descalificar ni la rabia ni el miedo. 

martes, 21 de octubre de 2014

El Mono Trejos





En solo dos meses el personaje se me apareció en tres libros. Primero con la figura del patrón de un “negocio” grande en Medellín. Impaciente con sus hombres, ensimismado y con ataques de furia, lector de Julio Flórez y marica con novia y muchacho. En la casa, frente a su mamá, era en la única parte donde agachaba la cabeza. Guardaba su mayor tesoro sobre el cielorraso de su pieza y decía con orgullo que “no lo querían en los bancos”. Los gritos y las patadas a las mesas podían convertirse en una crueldad susurrada, cínica, casi intelectual. La placa del Jeep Comando (L 4531) en el que se llevó a su presa mayor se publicó en los boletines del ejército que anunciaban un secuestro en 1971: “…el día 8 de los corrientes, a las 18:20, fue secuestrado el señor Diego Echavarría Misas en las inmediaciones de su residencia El Castillo, en el barrio El Poblado…” En El mundo de afuera, la última novela de Jorge Franco, el Mono Trejos, el bandido de carne y hueso, el ladrón de bancos de La Pesada, el mito que se fugó de La Ladera en Medellín, es trocado en el Mono Riascos.
En los otros libros, ajenos a la ficción, Nelson Trejos Marín es solo una sombra famosa, un nombre acompañado de fechas y hazañas de página roja. Gerard Martin, profesor e investigador holandés con mucho énfasis en Medellín, reseña su condena en un consejo verbal de guerra en 1973 por el mencionado secuestro de Echavarría Misas. El 1971 Pablo Escobar tenía 21 años y estaba estrenando su cedula de ciudadanía. Ya era trabajador de Alberto Prieto, el hombre Marlboro, y hacía “vueltas” con su primo por los desgüesaderos de Lovaina y El Chagüalo. Hasta un banco dicen que había robado y entre los “maestros” de la plaza estaban Ramón Cachaco y el Mono Trejos entre otros. Eran los tiempos de las Lambrettas con colores distintos a lado y lado y otras tretas menores. En el libro de Martin, Medellín, tragedia y resurrección 1975-2012, se especula con la participación de Escobar en el secuestro que terminó con el asesinato de Diego Echavarría. Se dice incluso que Pablo Escobar utilizó el alias del Doctor Echavarría en una época temprana. Ya en 1973 se mataba desde las motos y en 1975 Escobar asistía a reuniones de mafiosos contra el secuestro de las guerrillas de la mano de un capo llamado Alfredo Gómez. El 13 de diciembre de 1972 El Colombiano daba cuenta de la “misteriosa y espectacular” fuga de El Mono Trejos y el Pote Zapata: “Los dos antisociales, que forman parte de ‘La Pesada’ de delincuentes del establecimiento y son considerados como los cerebros de numerosos atracos y varios secuestros ocurridos en Antioquia y otras regiones, desparecieron en forma súbita y extraña del patio trasero de la cárcel, a eso de las dos de la tarde.”
En el tercer libro el Mono Trejos aparece con su compañero Zapata como “ingeniero” principal del túnel para robar el Banco de la República en Pasto. Ahora su socio es Fidel Castaño que había cumplido 26 años y ya tenía fincas y billares en Segovia. El mayor de Jesús Castaño era mayor de edad por partida doble, ya tenía dos cédulas. En Guerras recicladas de María Teresa Ronderos Trejos es apenas una mención, un primer contacto y un gran botín para el jefe mafioso y paramilitar en formación. Doblecero fue quien contó la historia, así como en su momento Popeye también habló de El mono y su Patrón.
El Mono Trejos es aire, tinta de expedientes, desmemoria de bandidos, fábula de túneles con cuchara. Pero algo debe tener de cierto, aunque sea la letra y el número en la placa del Jeep Comando.







martes, 14 de octubre de 2014

Viaje sin mapas


 






 
Un mapa sin las suficientes arrugas de las cordilleras, con los hilos inciertos de los ríos y el espacio blanco que hace sufrir a los cartógrafos y soñar a los viajeros, llevó a Graham Greene hasta los bosques de Liberia en 1935. Monrovia era solo un asentamiento de esclavos de Norte América liberados y enviados hasta la Costa de la Pimienta en África Occidental. La enseña de la república era digna del mármol pero no servía para espantar a los moscos ni a las ratas nativas: “Nos trajo aquí el amor a la libertad”.

La Firestone y su campamento cauchero, las discordias políticas entre dos partidos que compartían las palabras “liberal” y “auténtico”, dos bares con tres docenas de blancos y ansias británicas, dos médicos y un torneo de tiro en las tardes del sábado definían a la capital. Greene decidió entonces abandonar el tedio de Monrovia. Iba en busca de El corazón de las tinieblas, de la sonora pesadilla que retumbaba en su cabeza cada vez que oía la palabra África: “…se amontonan y bloquean la salida a la plena conciencia una multitud de palabras e imágenes, brujas y muerte, desventura…” El ébola ha vuelto a traer esa idea de terror desde el continente africano. Ya no son las selvas malsanas sino los centros de salud apedreados; ya no son los aborígenes de lanza sino los vendedores callejeros de “carne de arbusto” en las calles.

Viaje sin mapas es el resultado de la caminata de quinientos kilómetros para atravesar el país. El atlas de Liberia estaba formado por el mapa británico que confesaba su propia ignorancia y se limitaba a dejar unos pocos nombres sobre la costa. Y las líneas trazadas por el ministerio de guerra de los Estados Unidos que mostraba su vigorosa imaginación: “bosque denso”, decía en los espacios desconocido, “caníbales”, advertía en los límites de la civilización cercana a la Costa. Los consejos fueron suficientes para empujar a Greene hasta la alegría que le producía “cruzar la frontera y entrar en un país realmente extraño”. La geografía era un misterio pero la bibliografía de epidemias era copiosa. Los libros oficiales de notificaciones a los viajeros hablaban de lepra, frambesía, malaria, disentería, viruela y fiebre amarilla entre una larga lista de males posibles. El whisky y la ginebra eran los únicos remedios: “…raras veces se le permitía a uno escapar al tema de la fiebre. Podías empezar la conversación con religión, política, libros; siempre acababa con la malaria, peste, fiebre amarilla”.

El viajero termina por encontrar, entre las fiebres obligadas, al “buen salvaje” en las aldeas de Liberia. Los aborígenes son amables y practican el amor sin los ornamentos de la civilización. Para ellos el amor es “un brazo echado al cuello; la riqueza, un montoncito de nueces de palma; la vejez, llagas y lepra; la religión unas cuantas piedras en el centro de la aldea donde yacían los jefes muertos”. Los encuentra sonrientes, amables y felices, así velen su whisky con insistencia. En cambio, en la costa solo encontrará una embarcación con ciento cincuenta políticos borrachos a bordo, camino a una convención partidista, con sus voces nasales, sus corbatas y sus intrigas.

No sabemos qué tanto queda de la Liberia que vio Grenne hace ochenta años. Los bares que visitaban antes los empleados de la Firestone son ahora para los enviados de Naciones Unidas. Pero es claro que África sigue representando un poco del teatro cómico y trágico del que habla Greene en su libro. Una escena cómica por la imitación y trágica por el escenario a la espalda de los comisarios y los prefectos.
 
 


martes, 7 de octubre de 2014

Voto rayado



 




Los políticos colombianos han comenzado a notar que la competencia no es solo entre ellos y que los únicos rivales no son quienes visten y acomodan corbatas contrarias. Han echado un vistazo a las mayorías y se han dado cuenta que ahí está el más grande de los peligros. Los electores que no eligen son una plaga que es necesario combatir. Primero intentaron llevarlos hasta el cubículo con algunas golosinas pero los muy holgazanes prefirieron la pola a escondidas o la simple cobija el domingo señalado. Se les ocurrió entonces que era tiempo de prohibir el desgano y ahora proponen que el voto sea obligatorio, que el derecho se convierta en obligación y el tarjetón en cartilla sacramental.

Colombia es el único país de América Latina donde el voto nunca ha sido una obligación. En  algo hemos sido ejemplares, porque cuando el burócrata en la ventanilla amenaza al ciudadano para que ponga una equis donde se le antoje, o para que simplemente raye la tarjeta electoral o la meta en la urna tal cual se la entregaron, la democracia comienza a ser una farsa donde muy buena parte de los votos son un examen dictado, comprado o simplemente firmado. Es lógico que antes de Viviane Morales fuera Roy Barreras, un político de todos los colores, quien propusiera en 2006 el voto obligatorio. Lo han intentado durante décadas. Los polítiqueros saben que los abstencionistas de toda la vida serán en su mayoría un rebaño fácil de conducir. Será cuestión de poner el aguijón de una multa (aunque sea imposible de cobrar) y de contar con buenos impulsadores en barrios y veredas. Se les entregará un número y un color y jugarán su bingo sin mayores contratiempos. Al final de la tarde los discursos hablarán de una nueva legitimidad y del fortalecimiento de una democracia antes apática.

Solo 24 países en el mundo tienen el voto obligatorio en sus leyes o constituciones. América Latina tiene 13 de esos esperpentos donde el populismo sabe que no solo de las ofertas y los estribillos vive el hombre del capitolio y el palacio. Quienes están en el poder agradecen las bondades del voto obligatorio. La inercia que lleva a los ciudadanos a reelegir a sus gobernantes tiene un impulso adicional cuando no es permitido quedarse en casa. Una vez los políticos amarran a los ciudadanos muy difícilmente los soltarán. En Perú (67%), Brasil (64%) y Ecuador (61%) la mayoría de los potenciales electores dicen que les gustaría volver al voto voluntario. Saben que el desgano también es parte de la ciudadanía. En Brasil hicieron hace poco una encuesta que dice mucho sobre el carácter educativo del voto obligatorio. Veinte días después de las elecciones les preguntaron a los votantes a quién habían marcado en el tarjetón: el 30% respondió que no se acordaba. Para el oportunismo de los políticos es una cuestión cuantitativa, para la salud democracia tal vez sea un asunto cualitativo. Hay que llevar la abstención a sus justas proporciones y no a los ciudadanos hasta los centros electorales halados por la ternilla.

Si la legitimidad la da el número de votantes habrá que decir que Chinú, Córdoba, es la Atenas colombiana. En las pasadas elecciones para congreso votaron en ese municipio un poco más del 70% de los ciudadanos habilitados. Trabajo legítimo de Musa Besaile y Ñoño Elías. Solo hay un remedio contra la intención descarada de los legisladores. Si llegan a aprobar el voto obligatorio habrá que ir a dibujar el tarjetón, a anular el voto para avergonzarlos. En las pasadas elecciones legislativas eso fue lo que hicieron más del 15% de los votantes. En las siguientes el voto nulo y no marcado les demostraría que era mejor dejar a la gente en la casa.

 

 
 

 
 

 

miércoles, 1 de octubre de 2014

¿Revolución cocalera?





Según el último estudio de cultivos ilícitos liderado por la UNODC y el gobierno, un poco menos de 62.000 familias trabajan en los sembrados de coca en Colombia. Los precios de compra de la hoja fresca se imponen por parte de los encargados de las cocinas y el tráfico. Cada vez menos cocaleros se dedican a transformar la hoja en pasta base, el 63 por ciento simplemente amontona su producción y la vende a un intermediario. Hace solo nueve años el 65 por ciento de los cultivadores participaba al menos en el primer proceso de transformación. Han pasado de la agroindustria al agro. Los cambios en ese negocio muchas veces son súbitos e impredecibles, como las lanchas rápidas y los submarinos de fibra de vidrio. Se estima que la producción en finca de la hoja de coca en Colombia deja cada año 355 mil millones de pesos en manos de los pequeños cultivadores. Solo diez municipios concentran el 41 por ciento de los cultivos de coca y de las ganancias precarias y sangrientas del negocio. Tumaco, Puerto Asis, Tibú, Miraflores, Barbacoas concentran también buena parte de la violencia que dejan los primeros brotes del arbusto y la plaga.
El acuerdo entre el gobierno y las Farc sobre cultivos ilícitos tiene veinticuatro páginas y deja espacios para el optimismo sobre posibles cambios en la dinámica de la guerra del narcotráfico en el campo colombiano. Por supuesto que el escepticismo es obligatorio cuando se habla de limitar una industria que vende el kilo de coca a 2.500 dólares en la selva colombiana y a 25.000 dólares en las bodegas de Miami. Pero es innegable que las Farc saben del tema, tienen base entre los campesinos cultivadores y piensan en las zonas cocaleras como su principal enclave político luego de un acuerdo. Y hasta dicen comprometerse a “poner fin a cualquier relación, que en función de la rebelión, se hubiese presentado con este fenómeno (el narcotráfico)”.
El acuerdo trae nombres pomposos como corresponde a una mesa donde todo el día se habla de hacer historia. Se propone la creación del Plan Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS). Nada muy distinto de los planes de consolidación que ha implementado el gobierno y que en La Macarena tuvo un relativo éxito en los últimos años. Los grandes cambios serían la aplicación de la erradicación solo con la voluntad de los cultivadores y la búsqueda de leyes para que durante dos años, luego del compromiso de erradicación, no haya acciones penales contra los campesinos que tuvieron o tengan coca en sus parcelas. También se establecen asambleas comunitarias con decisión en los planes de inversión y un auxilio inmediato de alimentación para las familias que dejen de sembrar coca. Se trata en últimas de esfuerzos del Estado con la ayuda y el compromiso, y no con el asalto y el saboteo, de quienes controlan y protegen una buena parte del primer tramo del negocio de la coca.
En Nariño, Norte de Santander y Putumayo se siembra el 56 por ciento de la hoja en Colombia, y la tendencia apunta cada vez más hacia la concentración de los cultivos: casi la mitad de los arbustos monitoreados en 2013 llevan diez años en los mismos sitios. Los satélites no mienten. Eso hace posible el énfasis del Estado en zonas claves con influencia de las Farc. Pero no hay duda de que las Bacrim y las nacientes Farcrim buscarán nuevos enclaves y combatirán los ejercicios de concertación. Parece fácil una solución para 62.000 familias en cerca de cincuenta municipios, pero veremos de nuevo la mezcla de política y guerra mafiosa. Siempre habrá fusiles, raspachines, cocineros y traficantes. Esperemos que sean menos. 

martes, 23 de septiembre de 2014

La vieja historia






El 9 de diciembre de 1990 el ejército bombardeó Casa Verde mientras Carlos Romero, dirigente de izquierda, intentaba convencer a la jefatura de las Farc de una negociación que los sacara de la guerra y los llevara a la Asamblea Constituyente. Casi un cuarto de siglo más tarde las Farc siguen calculando un tiempo ideal que cada día los hará más débiles política y militarmente. Ellos que hablan de historia y confían en que una mirada de largo plazo podrá redimir parte de sus culpas, deberían revisar testimonios y memoria de los procesos de desmovilización a comienzos de los noventa. Allí están algunas claves y advertencias sobre su degradación y algunos aliados actuales, unas pistas del rechazo que despiertan en la opinión pública, unas alarmas sobre el liderazgo político que se aleja de sus estrategias.
Ahora que se habla de sus alianzas de ocasión y de las vueltas que da la guerra vale la pena recordar que el M-19 sirvió durante finales de los ochenta como una escuela de sicarios en algunos barrios de Medellín. En su momento el EPL le criticaba al EME su flexibilidad en el reclutamiento. La disciplina no era el fuerte de esas “milicias” y muchos jóvenes terminaron montando combos en causa propia con las armas y el entrenamiento que les había prestado la guerrilla.
En la historia del EPL también hay testimonios claros sobre los problemas que trajeron los recelos iniciales, los cobros posteriores y los tratos definitivos con los narcos. En los años setenta la guerrilla desdeñaba a los mafiosos y alcanzó a destruir cultivos de marihuana en la Guajira y el Magdalena. Pero poco a poco aparecieron coincidencias y necesidades comunes. Un ejemplo pequeño y dramático: en Medellín, un grupo del EPL conocido como La Estrella logró que la mafia de Itagüí les prestara armas. La historia terminó con la muerte de activistas, universitarios y obreros que hacían parte de la organización que en un momento decidió expropiar a los mágicos. En Urabá y Córdoba algunos comandantes pasaban de la pobreza de la lucha insurgente a los millones en el morral. Vivían por temporadas en las fincas y casas que les prestaban los Galeano y les servían de banco en negocios que terminaban casi siempre con tres muertos en la maleta de un carro. En 1986 Álvaro Camacho Guizado escribía: “…si la guerrilla no se deslinda muy rápidamente del narcotráfico para que el país tenga claridad en eso, se va a corromper y va a perder cualquier posibilidad de respeto por parte de la ciudadanía”. Han pasado casi 30 años y las Farc son ahora los mayores conocedores de la historia nacional del narcotráfico. Han estado cerca de todas las purgas y todas las sucesiones.
Cuando el M-19 decidió renunciar a la vía armada sin tener siquiera garantías legales acordadas, la opinión los recibió con inesperada simpatía. “Nuestra mayor victoria es haber vencido el medo a dejar las armas para asumir los riesgos de la paz”. El riesgo le costó la vida a Pizarro y Navarro siguió el camino que ya era irreversible. Mientras tanto Jacobo Arenas se refería al EME como un “grupito disminuido, en decadencia, y en su peor momento político militar”.

En Urabá, a finales de los ochenta, la gente cercana al EPL comenzó a exigir una vía distinta a la guerra. Las elecciones mostraban una opción real de poder y hasta una facción del partido comunista veía con buenos ojos la vía socialdemócrata. Nada distinto pasa hoy con las Zonas de Reserva Campesina y la Marcha Patriótica que comienzan a pensar en soluciones propias fuera de los cálculos en La Habana. Una parte de las Farc pueden terminar en el negocio de la coca y las minas, y muchos de sus posibles bases en las regiones tendrán un espacio político propio sin necesidad de acoger a Márquez como un líder. Deberían afanarse un poco.