martes, 26 de febrero de 2013

El tiempo perdido





Hace exactamente tres años se debatía en Medellín la legitimidad y las bondades de un pacto entre los jefes de los combos armados. Una comisión liderada por la iglesia intentaba desde las cárceles que se respetaran espacios comunes en los barrios y se pensara un poco antes de disparar. Los homicidios comenzaron a bajar apenas una semana después del esbozo de algunos acuerdos mirados con sospecha y esperanza desde las oficinas públicas. Es triste decirlo pero en Medellín el Estado cuenta las víctimas y los capos -sean grandes o pequeños, ubicuos o invisibles- deciden si las cifras mejoran y podemos hablar de esperanza, o si se debe acudir a las frases negras de siempre. Mientras en Bogotá se habla de las riñas y la intolerancia como principal causa de homicidio, una ciudad con el problema de los borrachos de puñal; Medellín sufre con los altos y los bajos de una industria criminal, incubada por los narcos, que luego de cerca de 25 años ha tendido un manto social y geográfico propio.
Esa realidad desborda siempre las administraciones locales. En muchos barrios el ejército y la policía son requeridos y repudiados al mismo tiempo; se clama por su presencia pero se desconfía profundamente de sus acciones y no pocas veces se toma partido por los “muchachos” perseguidos. La lógica compleja que implica un poder mafioso donde se mezclan relaciones familiares, política menor, acceso a recursos públicos, monopolio de negocios legales e ilegales, parece imposible de resolver desde los escritorios. El camino más fácil es la negación de los problemas seguida de una triste resignación. Muy pronto el alcalde Aníbal Gaviria parece haber tomado esa vía. Sus silencios, sus respuestas evasivas, sus énfasis para cubrir los males con los telones del espectáculo no solo le hacen daño a su imagen. Medellín está parada desde hace mucho tiempo sobre un muy inestable equilibrio, y la administración debe mover sus cargas todos los días para evitar desastres mayores. Aquí el liderazgo en los temas de seguridad no es una virtud sino una obligación.
Muchas veces durante la administración anterior Alonso Salazar fue criticado por dedicar casi todo su tiempo a enfrentar el poder de los jefes armados en la ciudad. Para muchos, Salazar confundía el papel del alcalde con el del secretario de gobierno o el de comandante de policía. Ahora nos damos cuenta de la importancia que tiene enfrentar ese poder desde la cabeza de la administración: señalarlo, hacerlo visible para todos los ciudadanos y no solo para los organigramas de la Dijin.
En los últimos diez años se han dado diversos debates sobre la manera de enfrentar la criminalidad en la ciudad: la operación Orión, la sospecha de la Don Bernabilidad que incluía un proceso con el Estado central, la persecución directa desde La Alpujarra, la búsqueda de unos pactos de apaciguamiento. Hoy el debate se ha convertido en un reclamo: la obligación de tomar decisiones distintas a la creación de una fantasmal secretaría de seguridad. La administración ha cedido la iniciativa en el combate y en el análisis de lo que pasa en la ciudad. Los pillos mandan en la acción y las ONG hacen el diagnóstico. Mientras tanto el alcalde habla de una consejería para las comunas. Todo me recuerda a los tiempos de Belisario, cuando esta historia comenzaba. 

martes, 19 de febrero de 2013

De capos y agricultores






Al principio fue el contrabando. Pablo Escobar repartía cigarrillos sin estampilla en su Lambreta de dos colores por las tiendas del vecindario. Alberto Pietro, el rey del Marlboro, era su patrón y en las playas de Turbo y Tolú comenzaban a brillar las promesas de la marihuana y la coca. Se necesitaban las agallas del asesino y algo de suerte para hacer parte del negocio en formación. Valía más la sangre fría que las habilidades comerciales. Escobar lo tenía claro: “es la joda con drogas y contrabando: van en mano con la balacera (…) es un negocio para guerreros…” Sus maestros eran todavía malevos pintorescos: Ramón Cachaco, por ejemplo, es descrito como “un camaján fino, con trajes verdes de paño de mesa de billar”, venido de abajo, desde el Nissan Patrol hasta la avioneta para ir a comprar pasta de coca al Ecuador.
Esa sencilla conversión de negociantes incipientes a capos con un espacio en los grandes afiches de la policía, parece un asunto de la prehistoria del narcotráfico. Sin embargo, la “evolución” se presenta hoy de una forma natural y tal vez algo más sencilla. En Medellín los hermanos Frank y Sebastián marcaron las páginas rojas del último lustro. Una parte de su poder fue adquirido por medio de otro negocio naciente. La marihuana creepy, una variedad modificada y con mayores poderes por su carga extra de THC.
El innovador producto era manejado por algunos agricultores chic que habían traído sus semillas y sus conocimientos desde Argentina y otros países de sur. Digamos que eran más activistas de la agricultura orgánica y el cultivo para propio consumo que patrones de una plaza de microtráfico. En Medellín algunos de ellos tenían sus cultivos respetables -seiscientas, ochocientas hasta mil matas- en las montañas de Santa Elena, al Oriente de la ciudad. Vendían sus moños a domicilio y pretendían estar jugando más a la contracultura que al narcotráfico.
Muy pronto los dueños de las plazas corrientes, vendedores de la hierba clásica venida del Cauca, se dieron cuenta de que unos fulanos disfrazados de hippies estaban sacando ventaja. Pasaron unos meses para que sus “veedores” pasaran revisando la zona en busca de los cultivos de “crespa”. Eran niños los que caminaban por las laderas de Santa Elena levantando la falda de los invernaderos y tomando nota sobre qué era lo que se sembraba. No les interesaban ni las semillas, ni el riego por goteo, ni los dispositivos que manejaban los tiempos de iluminación. Solo querían el 30% de cada cosecha y a cambio ofrecían lo que ofrecen todos los extorsionistas: seguridad.
Sin darse cuenta los ecologistas, los cultivadores desarmados, estaban sentados en un billar del centro comercial El Tesoro negociando con Frank y sus cicatrices. Comenzaron las traiciones con la policía, los riesgos, los ceños fruncidos y todo quedó en manos de quienes estaban preparados para un negocio que “va de la mano con la balacera”. Los innovadores fueron desplazados de su papel como agricultores y debieron volver a la fotografía, a la publicidad, a la vagancia activa. Frank, Sebastián y compañía tenían un nuevo producto y un nuevo poder. Esa sencilla transferencia de tecnología, marcada en este caso por el efecto perverso de la prohibición, logró que unos dueños de esquina se tomaran el barrio.






martes, 12 de febrero de 2013

Realpolitik








Hace cinco años las Farc provocaron una de las más grandes manifestaciones ciudadanas que ha conocido la política colombiana. Según las cuentas, hechas a vuelo de pájaro desde helicópteros, más de cinco millones de personas marcharon en diferentes ciudades bajo un lema que no dejaba dudas: No más Farc. Ahora, cuando la mesa habanera ha puesto de nuevo a la guerrilla en el atril de los discursos, la pregunta es si un partido político liderado por Timochenko y compañía tendría posibilidades en los umbrales de nuestras elecciones; si las Farc podrían movilizar simpatizantes luego de acumular víctimas durante décadas.
Hace poco me llamó la atención una frase del ahora silencioso Antanas Mockus. Durante una conferencia en Barranquilla, en la que ofreció donar mil horas de su tiempo para asesorar a las Farc en política si deciden dejar las armas, soltó una de sus sentencias entre obvias y pasmosas: “Yo sé que se intenta dialogar en medio del conflicto sin renunciar a acciones de tipo militar, pero también sé que la gente admiraría mucho más a las Farc si se abstienen de hostilidades”. Admirar es una palabra bien complicada a la hora de hablar de la banda de Marquetalia. Pero la firma de un acuerdo, ese anhelo tan viejo, manoseado y lleno de frustraciones, podría cargar de generosidad y olvido a una parte del electorado, incluso a algunos de los que el 4 de febrero de 2008 marcharon contra las Farc. Aunque la comparación resulte odiosa en muchos sentidos, apenas cinco años después de la toma del Palacio de Justicia, Carlos Pizarro envolvía su pistola en una bandera tricolor y despertaba simpatías inesperadas.
En 1986, cuando las Farc intentaron jugar a la política electoral y a la guerra al mismo tiempo, cuando narcos, paras y parte del ejército comenzaron el exterminio sistemático de la UP, Pardo Leal logró el 4% de la votación en las presidenciales y dijo con júbilo: “Con los votos obtenidos en Bogotá llenamos de sobra el Campín”. Mucha sangre ha corrido desde que la UP obtuvo 7 curules en el Congreso, eligió 23 alcaldes y más de 200 concejales. La guerra a muerte con los paras y el narcotráfico terminó confundiéndolo todo y dejando de un lado a las víctimas y del otro a los victimarios de todos los colores, con sus alianzas según la coyuntura de la guerra y los negocios. Pero el prestigio de la palabra paz tiene entre nosotros poderes mágicos que conducen a la benevolencia o la tontería. En el año 1998, con las Farc dedicadas al asesinato de candidatos y el saboteo de las elecciones regionales, más de diez millones de colombianos introdujeron en las urnas una papeleta “exigiendo una solución política al conflicto armado”. Tal vez suframos del síndrome de lo que Marco Palacio llama el paradigma de la paz fácil y televisada que dejó la desmovilización del eme, el mismo que se marchitó electoralmente en seis años, pasando de 992.000 votos en 1991 a 60.000 votos en las regionales de 1997.
Es posible que el simple gesto de la paz de un sector de las Farc le quite espacio electoral a la izquierda que ha jugado en la legalidad hace más de 20 años. La mano del gobierno, algún manejo de los proyectos regionales acordados en la mesa, la punta de lanza de la Marcha Patriótica y el espectáculo de una firma, podrían llevar a la izquierda más cruel y rudimentaria a un privilegiado escenario político.




martes, 5 de febrero de 2013

Un rey cansado





El anciano camina como si todavía cargara el morral que lo convirtió en leyenda. Los ojos desorbitados, tan anhelantes como su respiración. Luego de seis años de reclusión en la sombra de sus palacios ha decidido salir a participar en la ceremonia que cada tanto elige al comité de súbditos. Se ha corrido la voz de su aparición y un corrillo se encarga de acompañar su caminata. La gente lo mira con una sonrisa enternecida e incrédula. Los periodistas lo reverencian con sus luces. Los niños que hacen de testigos de la ceremonia, con una pañoleta roja anudada al cuello, lo miran aterrados. Es como si conocieran en persona a Colón, a Bolívar, a Darwin. Es el mismo señor de todas las cartillas: el padre fundador, el pontífice, el guerrero. El hombrón encorvado suelta sus preguntas: “cómo te llamas, dónde estudias, cuántos años tienes”. Los niños responden sin acercarse a sus orejas inmensas e inútiles. Un periodista tembloroso pide que la esfinge les deje un mensaje a los jóvenes, hay que insistir, puede ser la última oportunidad: “Solo dígales que les tengo mucha envidia”, dice el octogenario mostrando una sonrisa picada. Y pícara.
Cuba vive bajo el espejismo de un pasado remoto que es a la vez su presente. Los museos, las calles, los afiches, los programas de historia en televisión y los periódicos veneran a los autores de unas gestas cincuentenarias que son los mismos que hoy firman los decretos para entregar el arroz con piedras, posibilitar el pasaporte y restringir el acceso a Internet. Es normal que los países arrastren las taras de sus partidos y dirigentes históricos, que la visita a la prensa apolillada que se guarda en las bibliotecas entregue de vez en cuando las lecciones del estancamiento y las recaídas. Pero Cuba no necesita mirar la prensa vieja. Ni la nueva. Solo puede ver los cambios en la deformación física de sus héroes. No solo es la monotonía de los hechos sino de los discursos. El 78% de quienes resultaron elegidos para representar al partido comunista en la Asamblea Nacional nacieron después de 1959, se criaron bajo los comités de defensa de la revolución y se acostumbraron a venerar a un líder que cada vez se parece más a una estatua parlante.
Dicen que el anciano, luciendo una camisa de cuadros y una chaqueta con un cocodrilo abriendo sus fauces hacia Miami, dedicó hora y media a una charla con los periodistas. Pero se trataba en realidad la exhibición de un fenómeno. Un viejo convertido en un niño que muestra sus gracias al hablar y al escribir. Como si dijeran, tan pequeño y lo recuerda todo, y ya sabe que los teléfonos celulares graban, que hay naves en Marte y que el hombre tiene más años en la tierra de lo que se creía. Al final de la lección le podrían haber anudado el trapo rojo en el cuello.
Pero los niños superdotados también son ricos en desvaríos y alucinaciones. Cuando le preguntaron por su súbdito más fiel y poderoso, el viejo se puso serio, ceremonioso como ameritaba la ocasión y soltó una frase para las letras de bronce: “solo un hombre en la historia se hizo famoso por llevar adelante grandes campañas militares, pero para liberar pueblos. Ese hombre fue Bolívar. Bolívar, pero también Martí y Chávez, han sido muy importantes para América Latina". Sus barbas y sus viejas cóleras me recordaron al Rey Lear y la sentencia de una de sus hijas: “Ahora, por mi vida, estos necios ancianos se vuelven niños. Y debe tratárselos con reprimendas a título de caricias, cuando se ve que abusan”.