miércoles, 26 de febrero de 2020

Examen sin admisión






El pasado lunes 10 de febrero la Universidad de Antioquia completaba, entre asambleas y vacaciones, cerca de dos meses y medio sin clases. Era el día de regresar y los salones estaban más nutridos que de costumbre. Estudiantes y profesores se sacudían las consignas del paro y borraban las fotos de fin de año. Notas de clase atragantadas y cuadernos limpios. Ese mismo día el alcalde Daniel Quintero decidió sacar un comunicado de prensa que él llamó protocolo de intervención ante el uso de explosivos en universidades y recintos educativos. Sólo mencionar la autorización de ingreso de la Fuerza Pública a la universidad genera un rechazo casi unánime entre estudiantes, profesores y directivos. De modo que Quintero, tal vez sin darse cuenta, llamó de la mejor manera posible a una nueva y encendida movilización, o sea una nueva parálisis académica.
El “protocolo” dice que se autorizará la entrada de la fuerza pública cuando se usen explosivos al interior de la Universidad, se haga imposible un acuerdo (no se sabe con quién) y se produzca la evacuación de la comunidad universitaria. La cartilla estaba servida para la protesta del jueves. Sonaron las papas bomba al interior, el posible acuerdo era un simple canto a la bandera, evacuaron el 95% de estudiantes y profesores y el ESMAD entró a gasear a quienes se quedaron en el campus. Fueran capuchos, simples mirones, reporteros de ocasión o despistados de “aeropuerto”. Ahora la U. de A. está en asamblea extraordinaria de profesores y estudiantes, buena parte de la sociedad mira con mayor recelo al conjunto de la Universidad Pública, la administración perdió legitimidad para concertar con la comunidad académica, algunos de los manifestantes pacíficos se inclinan una vez más hacia los capuchos (al menos para justificarlos) y el alcalde Quintero se impuso una camisa de fuerza frente a los retos en las universidades que le costará quitarse en el futuro. Ah, y el saldo para la seguridad fue de un detenido y cinco conducidos a los Centros de Traslado por Protección. Nada de explosivos incautados. Solo que las bombas aturdidoras del ESMAD se sumaron a las papas bombas de los capuchos. Un triste tropel que solo causa más humo y más líos.
La discusión no es tanto de legalidad como de oportunidad e inteligencia. La Corte Constitucional ha dado vía libre a la intervención de fuerza pública en las universidades en atención al orden público, el interés general y el bien común. En este caso la práctica mostró que se afectaron esos tres principios en aras de una legalidad algo aturdida. Se recuerda el ingreso del ESMAD al campus en 2010 y 2012 para “atender” episodios puntuales. No hubo ninguna mejora en seguridad y solo quedó el saldo de cierre por un mes de la Universidad y la grave herida a un policía que perdió una pierna. También vale recordar un riesgo: entre 2000 y 2018 más de 10.000 estudiantes fueron acusados de rebelión y el terrorismo sin que se llegara a condenar siquiera al 5%. Con la policía adentro la criminalización podría ser más grave.
Ahora hay una nueva realidad: el alcalde graduó a los capuchos de principales interlocutores (su protocolo responderá solo a sus acciones) y las consecuencias las sufrirán al menos 25.000 estudiantes. Los actos de 200 marcarán su posición frente a su Alma Mater. Tendrá que aplicar con rigurosidad su comunicado de modo que cualquier papa bomba podría llevar el ESMAD a la universidad. Eso implicará parálisis indefinida mientras luchan capuchos contra escudos. Llevó el tropel al interior del campus y llevó a la calle a los alumnos que quieren estudiar. Todo por una temprana fanfarronería. Tocará recular con estilo.



miércoles, 19 de febrero de 2020

Paro muy armado







El lenguaje de los panfletos es todavía un código elocuente en Colombia, un amplificador de mensajes que muchas veces son simple fanfarronería. Pero durante más de cincuenta años nos acostumbramos a sus posibles y cercanas consecuencias. El mimeógrafo fue una efectiva herramienta de guerra para impartir órdenes generales en pueblos y barrios. Y las banderas de las guerrillas eran suficientes para el terror y el desalojo. Cientos de municipios siguen funcionando bajo esa lógica, sometidos a los símbolos, consignas y mandatos de grupos armados ilegales. Pero lo sucedido el pasado fin de semana con el promocionado (más por ajenos que por propios) paro armado del ELN es sin duda el rezago de un miedo o la nostalgia de un enemigo político o la sombra necesaria para agrupar electores. O mejor, una combinación de los tres.
El ELN anunció el pasado 10 de febrero un paro armado de 72 horas. Vimos los titulares, los mensajes por chat, los temores ciudadanos que no aparecían hace un tiempo. La gente preguntaba si podía salir de las ciudades el fin de semana y colegios en las capitales redujeron su jornada. Mientras tanto las acciones del grupo guerrillero se concentraron en los territorios en que ha hecho presencia histórica y la intensidad no fue muy distinta a la de su accionar acostumbrado. En el municipio de Convención, en el Catatumbo, murió un soldado por el disparo de un francotirador. En la misma zona un explosivo afectó la carretera entre Ocaña y Catatumbo y una antena de celular fue derribada en Hacarí. Enfrentamientos entre ELN y Los Rastrojos dejaron dos heridos en Puerto Libertador. Y en Cúcuta y Villla del Rosario dos explosivos fueron activados por la policía de manera controlada. En Pailitas, Cesar, se reportó un civil herido por la quema dos buses y tres policías de tránsito con quemaduras de consideración por de tránsito por la explosión de una tractomula en la vía. También la carretera entre Medellín y Quibdó el ejército desactivó un explosivo.
Nadie duda que el ELN ha crecido en hombres y presencia en los últimos años. Luego de una época en la que casi desapareció de los registros de ataques y tomas a poblaciones (entre 2003 y 2013 fueron 11 de esas acciones frente a 227 de las Farc) ha mostrado de nuevo presencia en zonas que eran dominadas por las antiguas Farc. Entre 2008 y 2010 se dijo que no tenía más de 2000 hombres y presencia en apenas 85 municipios. El proceso con los paras y la desmovilización de las Farc le dieron algo de aire y espacio. Fuentes del ejército hablan de 4000 combatientes mientras las más recientes cifras de inteligencia militar mencionan un número más cercano a los 3000 guerrilleros sin contar los milicianos. Tanto la cancillería como el ejército han repetido en el último año que cerca del 45% de los combatientes del ELN están en Venezuela. Allí están también una parte de sus rentas y de sus aliados. Donde han buscado expandirse en Colombia han topado con los Gaitanistas, los Pelusos, los rastrojos y las disidencias de las Farc. En todos los territorios donde hace presencia libran dos o tres batallas al tiempo. En 2018 y 2019 tuvieron en promedio una cifra cercana a las 210 acciones armadas cada año, casi siempre simples escaramuzas, ataques a infraestructura o enfrentamientos con sus rivales ilegales. Y los militares hablan de más de 1800 capturas de sus miembros entre 2016 y 2019. Tal vez lo más preocupante sea su tímido regreso al norte, a los departamentos de Bolívar, Magdalena y La Guajira.
Pero según parece su mayor fortaleza es la capacidad de la ciudadanía, las instituciones y los medios de comunicación para atender a su intimidación y magnificar su fuerza. Para graduar a un actor armado de principal enemigo e interlocutor basta iluminarlo para crecer su sombra.



miércoles, 12 de febrero de 2020

Justicia a muerte





El proceso de desmovilización de los paramilitares tiene variadas extravagancias. Según Ernesto Báez hubo más de doce mil colados que pasaron por combatientes; según el Centro Nacional de Memoria Histórica entre 2003 y 2005, tiempos de cese al fuego, los paras asesinaron a más de 2500 personas apretando tuercas y ajustando cuentas del proceso; según el gobierno de Iván Duque hasta mediados del año pasado 2202 desmovilizados habían sido asesinados, eso es un poco más del 7% de todos los que se anotaron en las actas de Luis Carlos Restrepo. Pero tal vez la mayor de las anomalías del proceso de desmovilización de los paras subsiste en los juzgados y las salas de audiencia de Justicia y Paz, procesos eternos que han comenzado a enterrar a los acusados, de modo que las sentencias aún no están e firme cuando los acusados ya están en tierra.
En un principio Justicia y Paz pretendió atender a cerca de 5000 postulados que debían responder ante los jueces de una justicia interminable. Al final, por abandono del proceso y por decisiones judiciales los comparecientes fueron 2378, un poco menos del 10% de los desmovilizados. En 2005 la jurisdicción de Justicia y Paz publicó sus primeras decisiones administrativas y comenzaron los procesos. La pretensión de avanzar hecho a hecho ha logrado que en términos de tiempo y sentencias la justicia especial haya resultado muy ordinaria. Seis años después de la firma de la Ley 975 que creó la jurisdicción quedó en firme el primer fallo luego de que la Corte Suprema confirmara la condena contra ‘Diego Vecino’ y ‘Juancho Dique’ por la masacre de Mampuján.
Las sentencias proferidas en quince años apenas pasan de cincuenta y cubren escasamente a doscientos postulados. No hay duda de que Justicia y Paz ha aportado verdades sobre el paramilitarismo aunque las consecuencias para terceros y militares que apoyaron el desangre han sido menores. En las sentencias proferidas hasta ahora han sido señalados 389 policías y militares y 187 “empresarios” que deben ser investigados y juzgados por la justicia ordinaria. Esas menciones no significan procesos en trámite. Tal vez los más de 9000 cuerpos exhumados por testimonios de exparamilitares sean el mayor aporte a la verdad y a las víctimas.
Luego de la desmovilización la Ley 975 dejó claros dos plazos claves para la aplicación de justicia y la reinserción. Ocho años como pena máxima para los condenados en la jurisdicción especial y la mitad del tiempo de condena como “libertad a prueba” en el proceso de reintegración. Hoy en día muchos de los postulados cumplieron su pena, cumplieron su etapa de acompañamiento y siguen en juicio. Ramón Isaza, por ejemplo, tiene una condena en firme que ya pagó y sigue atendiendo un proceso por más del 85% de los hechos que lo vinculan a Justicia y Paz. Muy seguramente correrá la misma suerte de Ernesto Báez y no le alcanzará la vida para terminar su juicio. La paradoja de este sistema es que el proceso terminó siendo la verdadera condena, de modo que la forma, o sea el juicio, es más gravosa que el fondo, o sea la pena. Muchos de los procesados hoy en día tienen trabajos legales y han cumplido con las condiciones de reintegración, cuando reclaman algo de celeridad para poder seguir llevando una vida en la legalidad encuentran respuestas de este tipo: “Si le parece muy largo el proceso y no le gustan los aplazamientos, entonces vuelva a la cárcel, allá no tiene que pagar servicios ni transporte”.
Al parecer eran más importantes las lecciones de Justicia Y Paz que las objeciones a la Justicia Especial para la Paz.

miércoles, 5 de febrero de 2020

Legítimos linchamientos




Entre nosotros se ha ido borrando la línea que separa la legítima defensa de la justicia violenta y privada. De la excepción penal que exime de responsabilidad a quien rechaza de manera proporcional un ataque cierto a su integridad o a la de un tercero, pasamos a una regla social que justifica la agresión, el escarmiento, y por qué no, la muerte de quienes cometen un delito. La impotencia frente a una justicia “inofensiva”, el deseo de venganza, el odio reservado y los prejuicios sociales nos llevan del derecho individual a defender la vida al derecho colectivo a limpiar el vecindario, a dejar una lección de sangre. Para muchos, es hora del legítimo linchamiento.  
Una encuesta sobre cultura ciudadana -Los ciudadanos que somos- realizada el año pasado en Medellín registra una parte de la sociedad que empuña razones para la autodefensa. La favorabilidad frente al porte de armas ha venido creciendo desde 2009 y hoy está en el 17.3%. En dos años creció más de cinco puntos. El 30% de los consultados dicen que se le debe dar una “golpiza” al ladrón capturado en flagrancia. Un crecimiento del 9% en los últimos nueve años. Y el 10% piensa que cuando la policía captura a un ladrón debería matarlo. Hace diez años solo el 4% creía que esa “pena de muerte” era una opción válida. Mientras tanto el control ilegal se va consolidando en los barrios y los “manuales de conducta” se hacen más informales y más implacables.
En Bogotá, por su parte, un estudio dirigido y publicado en 2019 por el profesor de la Universidad Nacional Rosembert Ariza Santamaría, pasa de medir las intenciones del linchamiento a los linchamientos ciertos en la capital. Es difícil contar los casos de una conducta que no está tipificada penalmente ni se anota en las bitácoras policiales. Sin embargo, sí se registran los “arrestos ciudadanos” y según el estudio en el año 2014 se presentaron en promedio mil doscientos cada mes. En el mes de agosto de ese año la policía registró los casos en que esos arrestos terminaron en violencia contra los “detenidos”. Solo en ese mes se contaron 141 casos. El estudio concluye, al diferenciar linchamientos (violencia efectiva) y posibles linchamientos (intención de ejercer violencia), que Bogotá puede tener carca de ochocientos casos de golpizas contra delincuentes o presuntos delincuentes cada año. Ratas, escorias, plaga, desechos… son algunas de las expresiones de quienes celebran esa violencia “comunitaria”.
Lo usual es que la mirada ciudadana se concentre en un caso particular o una experiencia propia. Y ponga en la balanza la vida del inocente y la vida del agresor. La conclusión es sencilla: mejor que muera el ladrón que su víctima. El hurto se percibe como un duelo a muerte. Pero aquí no se trata de elegir una víctima mortal, se trata, creo yo, de reducir al máximo la violencia letal, no rechazar como una solución que habla de “limpieza”. El año pasado, Medellín tuvo 28 homicidios asociados a hurto según cifras oficiales. Eso es un 4.4% del total de homicidios en la ciudad. Una cifra que duele y enardece, pero al mismo tiempo deja claro que muy seguramente la violencia privada, entiéndase escarmientos, aplicación de “penas barriales”, linchamientos, limpieza social y venganzas personales, son una causa mucho mayor del asesinato, y de la muerte de inocentes.
En enero pasado fueron capturados en Medellín trescientas personas acusadas de hurto ¿Sería mejor nuestra ciudad, sería más tranquila y más pacífica, si digamos una tercera parte de esos capturados estuvieran muertos? ¿Saciar la rabia, la venganza y el odio nos haría más felices? ¿Disfrutar el dolor ajeno nos hace más humanos?