miércoles, 24 de mayo de 2023

Yo, robot

Isaac Asimov : yo robot / Isaac Asimov ; ilustraciones de Luís Bermejo ;  guión de Juanjo Sarto | MACBA Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona

 

Yo, robot—Isaac Asimov by Diego Gtz. - Issuu

Desde la estación espacial la tierra se ve un poco más brillante que la infinidad de luces que titilan, los ojos humanos le entregan una luz dada por la intensidad del temor y la cuenta regresiva para volver al planeta amado. A bordo de la estación, dos hombres dialogan con Cutie, un robot especializado en análisis de datos y en control los sistemas de energía solar para la explotación de planetas cercanos. Cutie ha comenzado a pensar demasiado, olvida sus cuentas y busca sentido en medio de esa oscuridad iluminada. Los humanos lo miran con algo de condescendencia y tratan de explicarle: “Ahora quiero que me escuches atentamente. Lo negro es vacío, inmensa extensión vacía que se extiende hasta el infinito. Los pequeños puntos brillantes son enormes masas de materia saturadas de energía. Son globos, algunos de ellos de millones de kilómetros de diámetro…” Luego le señalan “la buena y vieja tierra” y le dan un dato más para sus matemáticas: “Somos tres mil millones allá, Cutie”. La máquina no parece muy convencida.

La escena sucede en las páginas del libro Yo, robot de Isaac Asimov, publicado en 1950 y compuesto de una serie de relatos basados en las tres leyes de la robótica. En 1942 Asimov formuló esa minúscula ética para esos artefactos presuntuosos: “Primera Ley. Un robot no hará daño a un ser humano, ni por inacción permitirá que un ser humano sufra daño. Segunda Ley. Un robot debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos, a excepción de aquellas que entren en conflicto con la primera ley. Tercera Ley. Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o con la segunda ley.” Se trataba de un mandato ineludible, el primer conflicto con las leyes desmontaba automáticamente al robot.

Hace unas semanas aparecieron una serie de entrevistas inquietantes en varios de los medios más prestigiosos del mundo. En todas respondía Geoffrey Hinton, un informático inglés de 75 años, señalado de ser uno de los padres putativos de la Inteligencia Artificial. Hinton dejó su trabajo en Google y salió con interrogantes y temores sobre sus “juguetes”: “Me consuelo con la excusa normal: si no lo hubiera hecho yo, lo habría hecho alguien más”, dijo para mejorar su conciencia demasiado humana. Uno de los temores de Hinton es la posibilidad de que la Inteligencia Artificial pueda crear muy pronto “robots asesinos”. Entonces los ejércitos no acumularían drones, tanques y aviones sino también robots agazapados, listos para la batalla. Sin objeción de conciencia. Las armas autónomas, nombre técnico de los robots de guerra, podrían ejercer violencia más allá de las órdenes y los programas controlados. No entienden las leyes de Asimov.

Cutie empieza a dudar se sus programadores. Los ve blandos, susceptibles al calor, a la humedad y la radiación. Además, inventan historias lejos de su programación. A la pregunta de por qué existe, uno de los humanos le dice que ellos lo crearon para hacer tareas más o menos complejas: “¿Esperas acaso que dé crédito a alguna de estas absurdas hipótesis que acabas de exponerme? ¿Por quién me tomas?”. Cutie se torna escéptico y está convencido de que los humanos son solo un eslabón primitivo para la llegada de una nueva “especie”, más fuerte e inteligente: “He pasado estos dos últimos días en concentrada introspección, dijo Cutie...Yo, por mi parte, existo, porque pienso”. Su compañero humano le responde con una burla de bachillerato: “¿Quién es Descartes?”.

La lucha entre los humanos y ese “montón de metal” sigue en el espacio y en las páginas de Asimov. Y ahora nos compete cada día más. Veremos quién desconecta a quién.

 

 

 

 

 

 

viernes, 12 de mayo de 2023

Falsedad ideológica

 


El juicio prometía ser una interesante batalla entre dos partes poderosas: una máquina de mentiras vs. una máquina para contar votos. La cadena Fox News demandada por la empresa Dominion Voting Systems por 1.600 millones de dólares. Luego de triunfo de Joe Biden en 2020, el derrotado e iracundo Donald Trump se dedicó a convencer a sus electores que había sido despojado de la victoria. Solo un fraude podría haberlo privado de su Make America great again por cuatro años más. Las empresas encargadas de contar los votos tenían, según Trump, un papel protagónico en el asalto a la voluntad popular. Pero no hubo combate, apenas unas horas antes del inicio del juicio la cadena llegó a un acuerdo con su contraparte para pagar 787 millones de dólares. El precio de la mentira, titularon algunos diarios.

La reputación de un privado logró un precedente para las obligaciones de los medios y los límites a la libertad de expresión. Desde 1964 la Corte Suprema de Estados Unidos definió un altísimo nivel de protección a la libertad de expresión con miras a una discusión pública “desinhibida, sin trabas, vigorosa y abierta”. De modo que las mentiras tienen un amparo constitucional, las “manifestaciones inexactas y difamatorias” son necesarias para el debate público y la búsqueda de la verdad, y la amenaza con millonarias indemnizaciones solo lograría afectar el debate público, dijo la Corte en su momento. Pero Fox News fue un paso más allá en su objetivo de cuidar una audiencia construida con algo de furia y ficción.

En el fallo de 1964 la Corte Suprema defendió las mentiras pero no el ánimo deliberado de mentir. Solo la malicia o la absoluta despreocupación por la falsedad pueden implicar sanciones y límites para quienes propagan hechos que no se ajustan a la realidad. No es fácil demostrar que los medios mienten de manera consciente. Pero en este caso los abogados de Dominion Voting Systems tenían miles de comunicaciones privadas de quienes manejaban la máquina de mentiras. Casi todos ellos, desde Rupert Murdoch, el dueño, pasando por los editores y los “predicadores” de todos los días, sabían que estaban mintiendo. Murdoch trataba de “tonterías” lo que decían los abogados de Trump y admitía que sus presentadores habían llegado demasiado lejos, pero la cadena seguía difundiendo las acusaciones como si fueran sentencias.

Tucker Carlson, su presentador estrella, despedido hace unas semanas a pesar de reunir todos los días a tres millones de televidentes, lo decía muy claramente durante el cubrimiento de las elecciones del 2020: “Dedicamos nuestras vidas a construir una audiencia y la están destrozando en solo unos días”. Lo escribía en los correos privados a sus más cercanos compañeros de set. Se trataba de entregar la dosis diaria de mentiras e indignación a sus espectadores, un refuerzo de certeza a sus prejuicios. El reproche era para los periodistas de la cadena que se habían atrevido a dar ganador a Biden en estados sobre los que Trump ponía el sello de fraude. Carlson decía además que las fuentes que cubría no eran creíbles, pero luego las cubría de credibilidad con sus apariciones diarias. En privado decía odiar a Trump, lo consideraba repulsivo y mentiroso, pero en la pantalla peleaba por sus falsedades. Más que un asunto ideológico se trataba de una estrategia de mercadeo.

El detrás de cámaras aseguraba una condena y una vergüenza extra para Fox News: pensar en las horas de lectura de las comunicaciones privadas hicieron que pagar fuera más barato. De aquí en adelante las salas de redacción cuidarán con celo las discusiones internas. La conclusión puede resultar paradójica: Solo quienes estén absolutamente convencidos de sus mentiras, tendrán derecho a propagarlas.