miércoles, 31 de enero de 2024

El Barrio

 

 Ilustración: Verónica Velásquez

Es El Barrio a secas, no necesita apellido, el barrio de barrios, instalado en el sur occidente de Medellín, lindando con la reja de 2.500 metros que lo separa de la pista del aeropuerto, y con una reja imaginaria que se levantó en 1951 cuando fue declarado zona de tolerancia por un decreto firmado por el alcalde Luis Peláez: “En Medellín nos hemos ocupado mucho del agua y de la luz y poco del problema moral”, dijo el mandatario para defender su decisión. Las putas, los malandros, los varados, los drogadictos, los antojados y un gran séquito de pecados se trasladaron a El Barrio. La ciudad cerraba temprano pero El Barrio atendía las 24 horas, las mujeres podían estar en las cantinas y los dados podían rodar. Era una excepción de puertas abiertas para entrar agazapado, entre vergüenzas, y una cárcel para salir, ya que durante algún tiempo los pobladores necesitaron un salvoconducto para ir a la ciudad piadosa. Cuarenta y cinco días después de expedido el decreto El Barrio tenía 215 prostíbulos, el bombillo rojo era su enseña. Dos año duró vigente pero El Barrio quedó marcado, bien fuera que se le llamara Santísima Trinidad, para rezar, pecar y empatar, o Barrio Antioquia o Corea, en alusión a la guerra que había comenzado y donde había viajado un batallón colombiano.

Un artículo publicado por Pilar Riaño en el año 2.000, Por qué a pesar de tanta mierda este barrio es poder; recoge las voces de algunos de sus habitantes, los recuerdos de esa vida que se impuso y que marcó al barrio, a la ciudad, al país. “La violencia colombiana empezó en el Barrio Antioquia”, dice don José, uno de los protagonistas del texto de Riaño. La afirmación puede parecer exagerada, pero es imposible negar que por ahí despegó el negocio que desató la guerra más brava y más larga que ha vivido el país.

En El Barrio se crio Griselda Blanco, allá donde las escuelas quedaron proscritas y los niños debían guardarse a las cinco de la tarde porque empezaba un mundo ajeno. Su madre era una más de las putas del barrio y su padre un taxista. En su libro sobre La Patrona de Pablo Escobar, José Guarnizo recuerda que Griselda hablaba de sus recuerdos de niña, bailando en la pista de bombillos para ganarse una propina.

En un coliseo de El Barrio conoció Pablo Escobar a Griselda Blanco. Lo llevó Jorge Mico, un gallero y asesino, que le vio madera para conocer a la dura. Griselda ya sabía para qué era la reja que los separaba de los vuelos. Traían la pasta de coca del sur, la tiraban en la pista, los muchachos la recogían, iban al laboratorio, la convertían en cocaína, la volvían a tirar y los policías la entregaban a los pilotos rumbo al norte. Griselda también aprovechó los artesanos y las mujeres de El Barrio que trabajaban en la industria de ropa interior para adecuar a las “mulas”, muchas salieron cargadas de Medellín y volvieron cargadas en un ataúd. Tacones, brasieres, enaguas fueron el inicio de todo.

Allá no solo estaban las primeras claves del negocio que deslumbró a Escobar, también estaban sus ídolos de juventud. Los camajanes o galafardos, pillos bien vestidos y bien vividos, a la última seda, con los discos de moda bajo el brazo y el naciente parlache entre los dientes, como lo cuenta Alonso Salazar en La parábola de Pablo. Entre ellos estaba Darío ‘Pestañas’, uno de los hombres de Griselda. Muy claro se lo dijo Escobar a Germán Castro Caycedo: “Ellos fueron los ejemplos que determinaron el futuro de mi vida y el de muchísimos muchachos que comenzábamos a vivir con ilusiones, pero ya sin muchas ganas de trabajar en una fábrica o en un almacén”.

El Barrio sigue siendo la mayor zona de menudeo de droga de Medellín. Un territorio de aviones donde los pitos en cada esquina, usados a manera de lenguaje, advierten la presencia de la policía. Un barrio que entrega muchas claves.