miércoles, 23 de diciembre de 2020

Despedida a la bendita Luciérnaga

 






 

Todo entra por los oídos, esa es la historia de los gomosos de la radio, de quienes compraban las pilas con el sudor de su frente y ahora esconden los audífonos en el oído medio. Muchas veces el radio ha sido un pecado. Así lo veían los directores de periódicos en los inicios de las transmisiones en Colombia hace noventa años, y los políticos que inventaron el “censor de radio” en los cuarenta y los curas que clamaban contra esos “escándalos” y exigían penitencia por cualquier contacto con las ondas. Recuerdo que en el colegio lo oíamos al escondido, entre los cuadernos, durante las hazañas ciclísticas de los colombianos en los ochenta. La radio distrae en el mejor de los sentidos, acompaña, incita a la respuesta, convierte el oyente en algo más que eso. Así ha sido siempre, que lo diga la carta de una radioescucha a su programa favorito en 1933: “Yo quisiera que si no es mucha molestia usted me hiciera el favor de decirle al joven que cantó en esa misma estación el día 28 de julio a las diez de la noche, y que dijo llamarse Emilito González, que me mande una fotografía de él si puede para el 1 de septiembre y me dedicara la canción Enamorada porque ese día tengo unas cuantas amigas invitadas para la noche…” Hoy en día les pondríamos una foto de Corozo en Instagram.

Esas son siempre las amenazas del “transistor”, la distracción, la llegada de una voz quizá más dispersa, más variada, más cercana a la puesta en escena y la conversación. Por eso se ha hablado de la radio como un “pequeño teatro en la sala de la casa”. Ese es el gran encanto de La Luciérnaga, ayudado en sus inicios con un buen verano y un país que recién le daba la bienvenida al futuro pero a oscuras. Desde siempre La Luciérnaga se ha nutrido de la incompetencia y los abusos del poder, a eso nos dedicamos durante tres horas diarias, a coleccionar, imitar, parodiar y comentar los infortunios del poder, a añadirle algo de ese ingrediente corrosivo que es el humor. La Luciérnaga como los primeros programas de la radio en Colombia tiene algo de drama y algo de programación infantil, los dramas políticos con la alegría de que el poder no pueda escribir el libreto; y el juego infantil de quince compañeros y compañeras en una especie de salón de clase, donde toca exponer desde el pupitre y exponerse en los recreos. He pensado que casi cursé un grado completo de bachiller en estos diez años de cabina en La Luciérnaga. En mis tiempos de bachillerato perdí un año y cambié de colegio, de modo que puedo decir que nunca había compartido tanto tiempo con un grupo de compinches. Así que esto es una despedida y tiene la nostalgia inevitable de ese momento, pero es también una graduación y tiene la alegría acumulada de todos estos años. Y claro que la vamos a celebrar… Y ya saben cómo.

Cuando llegué a La Luciérnaga y Héctor Rincón me dijo que su estadía había sido de siete años le dije que estaba loco, juré que yo estaría máximo dos años. He hecho cuentas absurdas en estos días, ejercicios necesarios para agitar la memoria y valorar el tiempo. He pasado en esta cabina de La Luciérnaga 7.350 horas en estos diez años, el equivalente a 306 días al aire, y por eso quiero pedirles perdón por la fatiga causada y la chicharra de la risa diaria, y por los yerros repetidos e inevitables. Y como esto se trata de risas y no de llantos quiero recordar el día del aterrizaje en el programa. Héctor Rincón me dijo sin previo aviso que la última noticia que le correspondía debía darla yo, me pasó la posta y yo esperé la pregunta como el bateador novato en la caja. Vino algo sobre una inversión para el agro en el Casanare y yo solté mi respuesta temblorosa y dubitativa, inmediatamente apareció la réplica de Pedro González: “pero por qué está llorando el que llega y no el que se va”. Ese fue mi bautizo, y luego dice que no merece el pirobo que le solté algún día. Y así siguió esto, recibiendo las preguntas como lanzamientos día a día, errando y acertando, pero siempre con la tensión necesaria, con el bate en la mano para defender el home, el hogar y el salón que ha sido para mí este programa durante diez años.

Un abrazo a mis compañeros y compañeras, a los actuales y a los que me topé en el camino, al Doctor Peláez, a quien admiré como oyente desde mis primeros años de bachillerato y seguí admirando como un director que enseña sin proponérselo; a Gustavo Gómez que confió en mi voz desde que era editor de Soho; a Gabriel de las Casas quien mueve el equipo con toda la gracia necesaria y jamás me sacó una roja directa aunque la mereciera. Del Muelón y de Risa no me despido porque son parceros desde hace tiempo y por aquí nos seguiremos viendo. Para los oyentes toda la gratitud por su atención, sus mensajes, su paciencia y hasta sus pleitos, de eso se trata este juego de la radio, de una conversación pero también de un pequeño duelo. Que La Luciérnaga siga alumbrando por muchos años. No creí que pudiera desarrollar un cariño semejante por un programa, por algo tan etéreo, por estas ondas de 4 a 7 todos los días. Un abrazo desde aquí, feliz 2021 y toda la salud.

Ah, y nunca vayan a sacar del programa a Ricaloca y a Pedro…paridos. 

 

 

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Volcán en las laderas

 



 

En junio de 1991 el helicóptero de la gobernación de Antioquia recogió a Pablo Escobar en el oriente, cerca a Medellín, y lo llevó hasta La Catedral. Ese mismo año la ciudad tuvo la cifra más alta de homicidios en su historia, 7081 según los datos de la policía. Para hacerse una idea de la dimensión de esa violencia basta decir que la tasa de homicidios por cien mil habitantes en ese año pavoroso llegó a 450, este año estará rondando los 15 homicidios por cien mil habitantes. Un año antes de la entrega de Escobar la revista Semana traía un titular con un interrogante que era a la vez un intento por entender qué pasaba en la ciudad de un millón y medio de habitantes: ¿Guerra civil en Medellín?

Pero la idea más clara de la vida en los barrios del norte, en las laderas, la entregaron dos libros, documentos los llamaron en su momento los autores, publicados hace 30 años con apenas siete meses de diferencia: No nacimos pa semilla de Alonso Salazar en agosto del 90 y El pelaíto que no duró nada de Víctor Gaviria en marzo del 91. Los libros, con objetivos y miradas distintas, dejan oír unas voces que se superponen, un pequeño coro de odios, caos y tragedia que en medio del parlache muestra las historias que ocultaban las estadísticas, los magnicidios y la segregación.

Hace poco miraba desde el Cerro El Volador esas comunas iluminadas por el sol, ese mapa de ladrillo en las laderas, y pensaba cómo ese pequeño espacio, esa barriada creciente, marcó nuestro lenguaje y tragedias nacionales, nuestra imagen en el exterior, nuestra música, cine, literatura. Un volcán en las laderas. El mundo del barrio cambió su lógica en solo una década y la explicación más sencilla la entrega Wilfer, el narrador de El pelaíto que no duró nada: “Es que este mundo es doblado”, dice recordando las traiciones diarias en esa vida al filo, la manera en que todo el mundo se lleva con la doble, las venganzas infantiles que terminan en muertes, los caprichos que se resuelven con el fierro.

Los autores hablan de una especie de insurgencia juvenil que no tenía solo los acordes y los gritos del punk sino las herramientas desmesuradas del narcotráfico, la plata y el plomo. En las comunas no había una guerra contra el Estado sino un reclamo desmesurado, un desprecio expresado por medio de una vida de fuego: deslumbrante, efímera, explosiva.

La certeza de una muerte temprana es la protagonista, por eso Wilfer sabe que a su hermanito se lo van a “quitar, a arrebatar”; por eso en el primer capítulo de No nacimos pa semilla Toño dice que su “negocio es la muerte” y cuenta con gracia las celebraciones después de los homicidios, “yo ya tengo 13 muertos encima…Y si me muero, me muero con amor”; por lo mismo la madre del pelaíto aprende a aceptar esa condena: “Ah, mi hijo se fue porque las debía… La muerte es la única penitencia para eso”.

Gaviria y Salazar lograron romper esos guetos ásperos por caminos distintos. El arte, la vía trazada por un poeta de barrio como Helí Ramírez, en el caso de Víctor que sabía que solo los actores naturales, la voz de la cancha y el parche, podían contar esas muertes de todos los días; las pistas de los curas que veían lo que estaba vedado para las autoridades y sus recuerdos en la Comuna 8 en el caso de Alonso que buscaba palabras, un nuevo vocabulario, para explicar las transformaciones de las calles conocidas.

Solo en un pequeño aparte en los libros los nombres de los autores se encuentran, Salazar le da la razón a Gaviria cuando dice que en esos barrios la “única ley que funciona es la ley de la gravedad”. Sin duda Medellín es otra, pero los barrios siguen marcados por esas tragedias y esos poderes hoy más domésticos y soterrados.  

 

miércoles, 9 de diciembre de 2020

De ollas y pescas

 



Juan trabajó hasta hace seis meses como mensajero en una panadería. Tenía jornadas de más de diez horas diarias sin posibilidades de exigir el pago de horas extras. Al dejar el empleo por “cansancio mutuo”, su jefe le pasó la cuenta de tres comparendos que estaban anotados a la moto que manejaba. Uno de ellos fue por el tamaño exagerado del cajón para llevar los domicilios: “Así le rinde más”, le dijo el jefe cuando Juan le advirtió que manejar con ese “volcó” estaba muy peligroso. El patrón se cobró los comparendos con la plata de la liquidación y demás obligaciones laborales. A sus 24 años Juan decidió volver a vivir con su mamá, en realidad no había muchas opciones.

En su hoja de vida no hay ninguna reseña judicial ni policial. Su mayor problema con la autoridad fue hace unos años en un CAI cerca a su casa cuando los policías lo detuvieron, guardaron su moto por un supuesto documento faltante (en ese momento tenía moto propia) y la desaparecieron durante una semana. Solo con una denuncia que logró mover con un alto funcionario de la alcaldía logró recuperar la moto que al parecer ya estaba deshuesada. Desde eso los policías lo miraron mal en el barrio y Juan decidió vender la moto que se había convertido en un trofeo incómodo acompañado de las cuotas vencidas.

Hace unos días policía y fiscalía llegaron a su casa tumbando la puerta antes de las cinco de la mañana. Tenían una orden de captura contra Juan por concierto para delinquir. Esculcaron la casa durante un poco menos de una hora y no encontraron nada comprometedor. Juan salió esposado en medio del desconcierto de su mamá, su hermana y su perro. El operativo dejo doce capturas a miembros de una supuesta olla de microtráfico. La policía dice que los seguimientos comenzaron en enero de este año e incluyeron vigilancia con drones e interceptaciones telefónicas. Juan está detenido en la fiscalía, en un corral montado en una cancha, por ser un peligro para la sociedad. En esos casos, me dice un abogado de oficio, esa medida es automática, no tienen sentido cuestionarla. El mecanismo en este tipo de procesos es muy claro en palabras del abogado: “En esos operativos tiran la red a ver que sacan, arrastran lo que encuentren en el camino para hacer la presentación en medios y después de miran a ver si cayó alguien con peso suficiente para avanzar en busca de una condena”. En el corral una lata de atún vale 10.000 pesos y una llamada de un minuto vale 1.000 pesos. Allá está la verdadera olla, se consigue lo que sea para aguantar el tedio y la comida que llega en una sola entrega diaria.

Los abogados de oficio llevan hasta ochenta casos al mismo tiempo. Logran hacer un mínimo seguimiento procesal pero no tienen posibilidad de hacer investigación para la defensa. Juan es uno de los 90.000 colombianos capturados cada año por delitos relacionados con drogas, uno más en esa pesca que solo deja condenas para el 24% de los detenidos. Una cuarta parte de las capturas en Colombia hacen parte de ese escarmiento desproporcionado y contraproducente.

Para hacer un primer análisis del proceso un abogado promedio cobra un millón y medio de pesos, simplemente para enterarse de qué se trata la acusación. Para ir hasta un juicio oral la suma puede llegar hasta siete u ocho millones. Algunas veces los detenidos prefieren un mal acuerdo con la fiscalía por no sacrificar tiempo y plata en un buen juicio. Incriminarse puede ser más rápido y barato.

Hasta el corral de la Fiscalía llegó la noticia de los doce policías, adscritos a la comuna de Belén en Medellín, detenidos por su papel protegiendo ollas en el Barrio Antioquia. Nada raro que alguno de ellos haya participado en el operativo para capturar a Juan.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Pontífice y apóstata

 



 

Coincidir en el tiempo de su gloria, compartir algo de su genialidad y su tragedia, fue suficiente para hacerme sentir parte de un grupo selecto, de una cofradía afortunada, de los habitantes de un momento excepcional. Su muerte, esa recurrente noticia falsa, al fin había resultado cierta, la tonta idea de una iglesia maradoniana se acababa de concretar y me convertía en un feligrés inesperado, me daba una lección por descreído: aunque hacía tiempo no seguía sus correrías de técnico desde la raya ni sus declaraciones de muñeco sin pilas por canchas y palacetes, la muerte de Diego Armando Maradona me pasmó de recuerdos, logró que cerrara los ojos y llorara viendo un partido viejo ¿Llorar en diferido?

Pero muy pronto estuvo claro que la iglesia era basta y que no se necesitaba haber gritado sus goles del 86 y haber visto sus gestas de renegado con en Napoli, también muchos de quienes solo lo conocieron como triste comediante, como productor de frases y escándalos, lo adoraban sin remedio. Quince minutos luego de recibir la noticia en una cabina radial y soltar dos o tres frases aturdidas estaba en el ascensor con un señor que limpiaba los botones y el espejo. Entré y me recibió con una frase y una actitud mortuoria: se murió Maradona, me dijo; le respondí con un sí lacónico, todavía pensando en lo poco que había dicho frente al micrófono. Llegamos al primer piso y el señor seguía limpiando el espejo, se abrió la puerta y sin mirarme, hablando con su imagen, dejó una frase que se ha repetido millones de veces en una semana: era el más grande.

No solo hubo drama en el ascensor. También la comedia hizo parte de ese duelo escandaloso. Unas horas después iba bicicleta, subiendo una loma en honor al 10, en una especie de peregrinación, cuando pasó un carro con el copiloto vociferando por la ventanilla: vamos, vamos boludo, me gritó. Yo no tenía ninguna seña que indicara que iba dándole vueltas a su canción para acompañar las vueltas a la cadena de la cicla, pero el ambiente era argentino, una parte del mundo pensaba con su acento, hacia su propio ritual maradoniano de forma inconsciente. Un día después terminé cantando tangos con mi mamá, tangos y goles viejos, goles eternos.

Tal vez eso de declararse perseguido desde siempre ayudó a forjar esa imagen reluciente, esa estampa para los afiches, los muros, las pantallas. En el metro todos los celulares en las manos de los pasajeros proyectaban una imagen de Maradona, son las luces de hoy, las velas de nuestros ritos solitarios frente al teléfono. Pero hablaba del Maradona víctima, del triunfador que celebra frente las adversidades ciertas o imaginadas, mientras más lo coreaban más cercado se sentía. En México reprochó a los hinchas locales: “Gritaron los goles de los alemanes como si los hubiera metido Hugo Sánchez…” Antes había dicho que en Argentina los putearon y los “quisieron voltear desde el gobierno”. Luego en el Nápoles eran los gritos racistas contra la ciudad y el equipo; en Italia 90 silbaron el himno argentino, “por eso dije, vocalizando clarito, para que entendieran todos: ´hijos de puta’, estaba dispuesto a pelearme con todos…” Eso en la tribuna, en la cancha estaba el árbitro Codesal que cobró un supuesto penal de Sensini sobre Vöeller, “nosotros dejamos el alma pero no se pudo, contra la mafia no se pudo”. En Estados Unidos 94, cuando le “cortaron las piernas”, fue el gesto dulce de una enfermera que lo llevó al cadalso para una muestra de orina. Unos días antes había gritado el gol a Grecia con toda su rabia, “se lo grité a la cámara para que todos se enteraran de que había vuelto…”

Queda claro por qué Nápoles, La Habana, Sinaloa fueron algunos de sus refugios, tierras de señalados y paranoias, de glorias turbias, de elegidos para largos reinados.