martes, 30 de junio de 2009

Jackson por Warhol





En 1984 Andy Warhol se encargó del retrato de Michael Jackson para la portada de la revista Time. Un Warhol de 56 años se enfrentaba a la imagen de un sucesor. A cambio de sus pelucas grises y sus mascaradas de Drag Queen en formato polaroid, Jackson mostraba un aire de príncipe infantil, obsesionado por las medallas y los brillantes. También Warhol había tenido su enfermedad con los diamantes: roció varias de sus lonas con un remedo industrial que era un homenaje luminoso a la impostura y la frivolidad.

Dicen que Warhol le debe a Dalí, a Duchamp y al mismo Hitchcock el talento para usar el sensacionalismo y el disparate como métodos de promoción. Son sus maestros en el arte de la desvergüenza. Es seguro que Michael Jackson tiene sus deudas con el pintor de Penssylvania. Fue uno de los herederos naturales de sus modales andróginos, su veneración viciosa por la juventud y la belleza, su teatro de tragedias en Neverland. The Factory se llamó la fortaleza de escándalos y glamur creada por Warhol. El prestigio de selló con una balacera que le dejo seis plomos y un aura de elegido. Una amiga intoxicada por el feminismo se encargó de los disparos.

Tal vez todo estaba escrito para que Michael Jackson se fuera deformando poco a poco, convirtiéndose en un monstruo de juguete desde su baile al lado de la colección de momias y engendros de Thriller. Todos se quitaron el disfraz y él pescó el maleficio durante la grabación de un simple video clip. Cosas que pasan en los cuentos de terror del Pop. Sin embargo Warhol ya había dado su concepto para absolver a un esperpento obsesionado con la belleza: ““Incluso las bellezas pueden no ser atractivas. Si pillas a una belleza bajo la luz equivocada en el momento justo, olvídalo. Creo en las luces bajas y los espejos estratégicos. Creo en la cirugía plástica.”



Luego Jackson se quemó la cabeza en medio de una propaganda de Pepsi, todo por jugarle sucio a las botellas de Coca-Cola que Warhol filó pintadas de verde en uno de sus afiches. Y que veneraba como un verdadero símbolo de igualdad: “Ninguna cantidad de dinero puede brindarte una Coca-Cola mejor que la que está bebiendo el mendigo de la esquina. Todas las Coca-Colas son iguales y todas son buenas. Liz Taylor lo sabe, el presidente lo sabe, lo sabe el vago y lo sabes tú.” Las quemaduras marcaron el principio de su fiebre por los quirófanos, por quitarse el tizne y cambiarlo todo con un sencillo movimiento de nariz.



Entre anestesias se convenció de que lo suyo era un cuento de hadas. En medio de su parque infantil una figura de Marilyn Monroe hacía las veces de diosa de tragedias. La misma lámina que encantó a Warhol, el preferido de sus papeles de colgadura. Con el tiempo la casa embrujada, con el monstruo en plena metamorfosis, se convirtió en una mansión sórdida: Una casa del terror según los malpensados, un escondite para las travesuras según los incondicionales.



Más tarde, buscando una guía en su rumbo decadente, se casó con la hija de Elvis Presley -uno más de los enlatados preferidos de Warhol-, para tomar un poco de la historia de desgracias finales del otrora rey. Al final de su vida estaba dedicado al malabarismo financiero, a la especulación que fue otra de las pasiones de Andy Warhol. Adoraban los billetes, fueran una copia de serigrafía en papel de arroz o fueran contantes y sonantes: “El dinero ofrece cierta clase de amnistía. Cuando agarro dinero, siento que el billete de dólar no tiene más gérmenes que los que hay en mis manos. Cuando paso mi mano por el dinero, me parece que queda perfectamente limpio.”

En el mausoleo de Jackson también lucirá una frase de Andy Warhol como homenaje al país que ha logrado contagiar al mundo entero el amor por sus ídolos: “Estados Unidos tiene la costumbre de volver heroico a cualquiera, o a cualquier cosa, y eso es genial. Uno podría hacer cualquier cosa aquí. O no hacer nada.”

miércoles, 24 de junio de 2009

Guardianes antidisturbios






La construcción de los espolones gubernamentales contra las esporádicas mareas de oposición sigue un mismo principio aquí en la Cafarnaúm. Bien sea que se llamen milicias basij, grupos de choque, círculos bolivarianos o piqueteros, los clanes incondicionales tienen siempre una doble condición que garantiza su mimetismo y justifica sus temibles osadías: son ciudadanos comunes a quienes se les han encomendado responsabilidades supremas.
Las milicias Basij, encargadas durante las últimas semanas de los escarmientos a bala y puñal contra los manifestantes en Irán, crecieron bajo las obligaciones de martirio que impuso la guerra contra Irak en la década del ochenta. Los encargados de enfrentar los campos minados iraquíes llevaban la llave del paraíso colgada al cuello. El vencer o morir que acompaña a los Basij, sean niños, ancianos o mujeres enfusiladas, es el mismo que pregonan los colectivos más duros del chavismo en algunos barrios de Caracas. Uno de los carteles de recibimiento cívico en las cuestas de la capital venezolana lo dice muy claro: “Bienvenidos a La Piedrita en paz. Si vienes en guerra, te combatiremos. Patria o muerte”. Por si quedan dudas uno de los líderes “comunitarios” entrega la versión completa: “Somos un colectivo que hace trabajo social, pero también estamos armados y dispuestos a defender la revolución por la vía de las armas”. Ya lo demostraron con disparos durante las protestas universitarias contra el referendo chavista de 2007. Es posible que los milicianos basij y bolivarianos utilicen las mismas motos Made in India para patrullar en Teherán y en Caracas. Al menos es seguro que comparten la ubicación de sus principales enemigos: universidades y medios de comunicación.
Los profesores cubanos de las milicias bolivarianas también tienen sus cercanías con los proletarios iraníes encargados de defender las costumbres islámicas. Cuando las amenazas externas han perdido fuerza, los guardianes revolucionarios en el Caribe o en la orilla del Mar Caspio deben encargarse del manual de comportamiento, y ser héroes señalando las antenas furtivas de televisión por cable en los techos de los vecinos. Bravos guerreros y agentes de policía moral. Los basij persiguen a los jóvenes engominados y hacen retenes por su cuenta para controlar el consumo de alcohol. Los miembros de los Comités de Defensa de la Revolución revisan las conexiones eléctricas en su cuadra y la aparición de algún signo capitalista que revele el trabajo por cuenta propia.
El gobierno de los Kirchner también tiene un gladiador político como jefe de su milicia basij. Luis Angel D’elia fue el encargado de recuperar la Plaza de Mayo cuando los cacerolazos hacían temer por la estabilidad de Cristina K. durante su pulso con los productores agrícolas. Con sus puños y su aliento fue suficiente. D’elia no es una figura religiosa ni mucho menos, pero aporta la cuota necesaria de odio que debe inspirar a un revolucionario con acciones en el botín oficial. Y adereza sus insultos con los estribillos propios de la lucha de clases. En Irán una brecha de recelos y desprecio separa a los basij de las barriadas de los universitarios más acomodados y cosmopolitas. D’elia lo resume en una frase: “Tengo un odio visceral contra ustedes, el norte de la ciudad, los blancos...Sépanlo de mi boca”.
En Bolivia y Nicaragua también funcionan las huestes gobiernistas que en todas partes comparten la paranoia y la determinación de una secta apocalíptica. El fervor político está siempre muy cerca del furor maniático.

martes, 16 de junio de 2009

Túmulos y volquetas





Las ciudades se burlan con descaro de los planes que les trazan sus habitantes más previsores, tuercen las líneas de los diseños, cambian los hábitos de algunas esquinas privilegiadas, mudan los burdeles a la espalda de la catedral. Algunos dirán que se trata de una especie de venganza, de la sorna de sus dioses insomnes. Pero creo más en los vientos inestables que dirigen ciertas costumbres, en los caprichos de una barriada y los vaivenes que impone la máquina trunca que gobiernan los burócratas.
En Medellín, los alrededores del río son un ejemplo perfecto de cómo las soñadas orillas bucólicas se convirtieron en una especie de límite ciudadano, un limbo que hospeda y oculta las tardes de bazuco y alcohol de los rebuscadores de Barrio Triste, un largo corredor que atraviesa la ciudad de sur a norte y sirve de carril para los corridos. Durante el gobierno de López Pumarejo se decidió que la cuelga del Río Medellín serviría para la creación de dos calzadas principales a lado y lado, calzadas alternas para cabalgaduras y bicicletas y una arborización que adornaría “el mejor parque de la ciudad”. Viviendas, jardines públicos y escuelas reemplazarían los pantanos que dejaban las curvas del río. Un documento de 1941 firmado por el presidente de la comisión de rectificación dice que “turísticamente será, con los años, el paseo más hermoso de Medellín, de Antioquia y tal vez de toda Colombia”.
Vararse en la autopista, a la orilla del río, es uno de los temores de la mayoría de los automovilistas de la ciudad. Nadie tiene más de diez o quince segundos para descifrar lo que pasa al borde del río silencioso. Desde el parabrisas, o por la ventanilla del pasajero, es posible fijar la vista en uno de los grupos agazapados sobre el mazo de cartas, el humo negro de una hoguera de llantas o la pipa infame. La ropa recién lavada cuelga de los árboles. La velocidad de 100 kilómetros por hora hace que solo quede una imagen borrosa y algo para la imaginación. ¿Cómo vive esa horda en las orillas del río? ¿Cuál es el comercio permanente que se intuye en sus posiciones y sus alegatos? De vez en cuando vemos a uno cruzar la ruleta de la autopista para llegar al tranquilo mundo de la orilla. Su resguardo es nuestro terror.
En 1919 Tomás Carrasquilla escribía su queja contra los primeros trabajos en los recodos ociosos del río. Terminaba su esquela con una especie de oración: “Siempre se oirá a Pan en tus orillas; siempre tributarás tus oros a los pulpos y monstruos marinos”. Desde hace unos años arrumes de piedra a lado y lado del río me han recordado los túmulos funerarios de algunas culturas antiguas. Túmulos menores más al norte, espaciados cada quinientos metros, y considerables montones de piedras pulidas en la orilla oriental, a la altura del puente de Guayaquil. La curiosidad me llevó a buscar al arenero que arruma su trabajo con tanto cuidado y me obligó a pensar en un homenaje fúnebre donde solo hay la esperanza de que un volquetero elija su montón de piedras.
Lo encontré velando sus túmulos. Agradecido con las lluvias recientes que habían arrastrado la piedra hasta sus playas y rogando para que terminarán sus 22 días sin vender la carga. Es el único arenero que trabaja en los alrededores del centro, el único entre sus vecinos que prefiere cargar piedras en vez de hacer cruces con vicio o mandados en los talleres de Barrio Triste. Carga hasta las dos de la tarde, se cambia y se sienta a velar sus pilas de piedra. Solo fuma Boston para aromar sus altares. Nadie imagina dónde puede encarnar el dios Pan.



martes, 9 de junio de 2009

Padre putativo



Definitivamente hay senadores que se toman a pecho eso de ser los padres de la patria. Obtienen una curul por las carambolas de la parapolítica y se posesionan como acudientes de la sociedad entera. Sacan 12 mil votos y pretenden convertir sus delirios de director de orfanato en leyes de la República.
El senador antioqueño Jorge Enrique Vélez encarna el más patético de los ejemplos. El Señor Vélez tiene antecedentes de inquisidor moral desde sus tiempos de secretario de gobierno de Medellín. En esa época, preocupado por las escapadas de algunos hombres de la ciudad hasta el bombillo rojo de los burdeles, propuso una cacería de putañeros por medio de cámaras de video para después ponerlos en evidencia ante las sufridas esposas. Hasta a las vecinas de la parroquia de la Inmaculada Concepción les pareció demasiado.
Los funcionarios y legisladores con ínfulas de prefecto de disciplina son un lugar común de las democracias: aportan al libreto de los humoristas, le hacen creer a José Galat que no todo está perdido y buscan propagar la histeria punitiva tras la bolsa de unos cuantos votos. Valdría la pena dejarlos en manos del diablo de la risa sino fuera porque son bastante peligrosos. La cacería de los habituales de los burdeles que propuso el ex-secretario de gobierno terminó en una persecución de prostitutas. La personería debió intervenir por las detenciones ilegales de algunas damas habitantes del centro de la ciudad obligadas a pasar 12 horas bajo la custodia y halagos de los policías de turno. El funcionario fisgón dijo en su momento que los operativos desarrollaban una facultad policial para detener a cualquier persona que pudiera afectar la seguridad ciudadana: “No es porque sean prostitutas, no son ellas únicamente a las que se retiene”.
Ahora al Senador le ha dado por impulsar un toque de queda para los menores de 16 en años en todo el territorio nacional entre las 11 de la noche y las 5 de la mañana. Cree que acostando a los jóvenes con un grito de sirena al terminar Sábados Felices, disminuirán los riesgos de drogadicción, vandalismo y delincuencia. Entregarle al Estado la tarea de vigilar y castigar comportamientos inofensivos socialmente, como trasnochar bajo un farol a los 15 años, es una perversión jurídica y necedad práctica. A muy duras penas el Estado logra concentrarse en quienes violan el código penal. Encargarlo de pulir las prácticas sociales, dictar cátedra de educación familiar y revisar los permisos que solo interesan a la lógica de puertas para adentro que construye cada hogar es una tontería además de un principio de tiranía.
Vélez alega que su propuesta no es un toque de queda y que solo busca proteger a los menores. Sin embargo, el proyecto de ley habla del lugar y la hora de aprehensión del joven trasnochador y obliga a la policía a levantar un informe donde se aclare si hay “investigaciones por reiterado mal comportamiento”. Policías encargados de manejar una libreta disciplinaria.
Mientras los niños sicarios vuelven a ser noticia en el país y los combos reclutan cada vez más temprano a sus pequeños mensajeros, el senador propone crear una gran categoría de infractores, juntar a los jóvenes insomnes con los jóvenes criminales en una sala del Bienestar Familiar o en una celda de inspección; y entregar más poder a los policías sobre los niños de la calle, ponerlos a pagar sus alucinaciones con un diente menos y una noche de corral. Ojala no caigamos en las manos del congresista Topo Gigio y su frase de combate. “A la camita”.

miércoles, 3 de junio de 2009

Procedimientos afines






La historia de la cárcel de Abu Ghraib en Irak es un ejemplo perfecto de las trampas inevitables a las que se enfrentan los ejércitos vencedores: una trampa para que el supuesto salvador termine siguiendo el manual de sacrificios del antiguo verdugo, una arquitectura hecha a la medida para que los agentes del gobierno Bush imitaran con imaginación propia los horrores de Sadam.
Abu Ghraib era la prisión más grande del régimen de Hussein en Irak, el principal motor de su poder, el más temido edificio del país, el coto de caza para las perversiones asesinas de sus hijos. La rodeaba un muro de 4 kilómetros adornado con 24 torreones de vigilancia que imponían un perfil bien distinto a las siluetas de las mil y una noches. El ejército de Estados Unidos la acondicionó a regañadientes, sabía la carga simbólica que tenía el edificio y la desconfianza que inspiraría cualquier carcelero en su interior. Pero era lo que había en píe, era igual a la estructura de cualquier prisión en Texas y hasta tenía cerraduras Made in USA. Cambiaron el retrato de Hussein con su risa cínica por un cartel no exento de cinismo: “América es amiga de todo el pueblo iraquí”.
La primera impresión de los soldados norteamericanos era de irrealidad: “Parecía sacada de una película de Mad Max. Era solo un montón de nada. Un montón de polvo, arena, animales salvajes, perros salvajes, unos gatos enormes. No había visto gatos tan grandes en mi vida. Y las arañas camello y las arañas areneras, las pulgas, alguna serpiente aquí y allá, de todo.” Hay lugares que no pueden sustraerse a la malignidad, que se ríen de las intenciones y cobran siempre su cuota de crueldad.
La cárcel era todavía un campo de batalla iluminado todas las noches con morteros artesanales. Y las urgencias de la guerra, el odio que dejan los muertos de todos los días, la improvisación que convertía a un reservista, vendedor de cortinas en sus horas de civil, en carcelero de los supuestos insurgentes, la mentalidad de asedio que imponía Abu Ghraib iba envenenando la cabeza de todos, corriendo los límites, dejando el trabajo de la conciencia a las pesadillas.
Los ideólogos de la guerra también se encargaron de hacer su trabajo. Lograron sepultar bajo una maraña de directivas militares las obligaciones escuetas de la Convención de Ginebra, presionaron a los nuevos encargados con halagos y gritos para que obtuvieran información de inteligencia que permitiera actuar, hicieron desaparecer poco a poco la posibilidad de inocencia de los prisioneros. En un mes llegaron cinco oficios diferentes acerca de la manera de conducir los interrogatorios. Un abogado se habría gastado unas noches separando los alfileres de la paja, para los interrogadores armados de pastores alemanes el asunto era un poco más sencillo. Un consejero legal de la máxima autoridad militar en Irak deja claro el ambiente que se vivía: “La gente estaba al límite y bajo presión.” Las llamadas desde Washington tenían un único mensaje: “Producir, producir, producir. Todo el mundo quería respuestas.” Charles Graner, el gran protagonista de las fotos de Abu Ghraib, dice haber oído muchas veces una frase para sus procedimientos: “Lo estás haciendo de maravilla. Ayúdanos a conseguir información”.
El libro de Philip Gourevitch y Errol Morris, traducido al español como La balada de Abu Ghraib, se encarga de describir la lógica que fue llevando a los abusos, los procesos personales de cada uno de los protagonistas, el paso a paso de la negligencia militar y la permisividad oficial. Un guión minucioso para las fotos más famosas de la guerra en Irak. Una buena lectura comparada para entender nuestro camino hasta los falsos positivos.

lunes, 1 de junio de 2009

MAYO 31-89 – 8.30 P.M.



El 21 de diciembre de 1987 Nacional había dejado el Atanasio vestido para la primera alegría de los puros criollos. Juan Jairo Galeano y Humberto Sierra, listos para partir rumbo al Pereira, le entregaron sus cobros de penal a un Falcioni siempre altanero y burlón que adornaba su buzo azul con una línea blanca interminable desde cuello hasta la pantaloneta negra. Era el último partido del octagonal, Millonarios tenía el título casi asegurado y Nacional debía ganar para ir a la libertadores. El segundo lugar equivalía a un título luego de un año del que no se esperaba tanto. Galeano y Sierra cobraron sus penales en el segundo tiempo, en el arco sur, al palo derecho… y Falcioni volvió a reír luego de dos meses de amarguras. América venía de perder su tercera final de Libertadores a manos de Peñarol y ganaba un nuevo cupo para 1988 con su victoria 0-1 frente a Nacional.
Se acabó el partido y cogí mi bandera nueva, comprada unas horas antes en la entrada, pensando en lo que sería el próximo año con la promesa del Didi Valderrama y los héroes rojos por llegar. Mi hermano me la arrebató y la tiró al foso del estadio: “Dejá esa güevonada ahí”. Tal vez haya que agradecerle a Falcioni por haberle dado un año más a Nacional antes de volver a la Copa, por dejar que el equipo completo se juntara en el torneo del 88 con un subtítulo en el que solo encajó 5 derrotas en el año. Ya Nacional era mucho más que un equipo reforzado con el medio campo y la filosofía de camerino del sorpresivo Once Caldas de Maturana en el 86.
La Copa Libertadores del 89 comenzó con triunfos fríos frente a los ecuatorianos. Recuerdo haber ido de la mano de una novia que no conocía el estadio. La primera fase fue apropiada para el chococono, ya habría tiempo para el guaro en bolsa. Los partidos con Millonarios fueron otra cosa, el surgimiento de esa rivalidad que llena los trapos de las barras de hoy, también un duelo de capos y de un caballero chocoano contra un indio mañoso enfundado en saco de corduroy. Ahora Pacho y Chiqui son amigos con credenciales para dirigir a las Guyanas o a Surinam.
Contra Danubio fue un extraño día cívico. El colegio lleno de banderas, las clases con participaciones permanentes de gritos y trompetas, las boletas del estadio como pasaporte para salir antes de tiempo y la caravana verde despedida por profesores y alumnos resignados a la televisión. Se jugó en semana, en la tarde y salieron todas. Como siempre en las goleadas hubo exquisiteces y carambolas. Un gran motivo para las primeras rascas.
Para el cumpleaños 17 recibí pasaje de Avianca y boleta para el 31 de mayo a las 8:30 en El Campín. Luego de las instrucciones de las azafatas el piloto pidió un viva para el futuro campeón y alentó sonsonete del momento: veeeerrde, veeeeeerde... Había banderas con tubo de pvc en la cabina. La caravana que venía por tierra habló de un recibimiento de banderas en todos los pueblos y de un brindis obligado en todas las tiendas de camino. Se veía raro El Campín con esa desordenada marea de banderas verdes y con el eco del himno antioqueño opacando los parlantes, los únicos que cantaron el himno nacional esa noche. Fue un partido para sufrir todo el tiempo, la serie de penales fue apenas el cierre teatral para un duelo que vimos temblando. Al final Higuita hizo de prestidigitador, ahora dice que al colocar el balón los jugadores de Olimpia le mostraban el palo elegido, y convirtió las viejas adivinaciones de Falcioni en trucos menores. Al final, a pesar de los odios acumulados luego de dos años de pelea con los azules, todo el estadio gritó “Bogotá gracias Bogotá”. Era hora de celebrar en calles desconocidas y con la misma gente.