miércoles, 30 de octubre de 2013

Encuesta reveladora





Durante veinte años la sociedad norteamericana conservó una férrea oposición a la legalización de la marihuana. Según una encuesta de Gallup, que se ha hecho cada año desde 1969, tres generaciones  de gringos miraron con desconfianza o con franca irritación la posibilidad de que la hierba se vendiera de manera libre. Entre 1978 y 1998 la desaprobación se mantuvo prácticamente estable entre el 68% de los consultados, con largos periodos donde alcanzó incluso picos del 73%. Nixon fue el autor de un señalamiento que caló y se renovó durante décadas. Según Paul E. Gootenberg, especialista en la historia de tráfico de drogas, “Nixon concentró su legendaria ira política en la marihuana”. Más tarde Reagan encontraría argumentos científicos contra la legalización en un supuesto experimento científico con monos trabados mediante una máscara que los atiborraba de humo. Se concluía que los Macacus Rhesus quedaban descerebrados después de meses de juiciosa intoxicación.
Muy rápidamente la opinión de los norteamericanos ha dado un vuelco respecto a lo que algunos llaman con afecto  un “noble barillo”. En solo siete años la legalización ha pasado de un apoyo del 36 al 58% expresado en la más reciente encuesta. Ya Clinton reconoció haberla probado sin aspirarla, solo mojar los labios, y hoy en día más de una tercera parte de los gringos mayores de 18 años confiesa haber dado algunos pitazos. En menos de una década se vencieron los prejuicios y las historias de terror alrededor de la hierba. La legalización se convirtió en bandera de filántropos, académicos, intelectuales y hombres de negocios. Los usos medicinales abrieron una tronera con visos de orden y control sobre los moños de la Cannabis. Lo que antes se vendía envuelto en un papel arrugado ahora se entregaba en frascos etiquetados. Las formas ayudaron al fondo. El apoyo a la legalización seguirá creciendo: entre los menores de 30 años la aprobación llega al 62%. Se demostró que Washington y Colorado no son dos anomalías –recientemente aprobaron en referendo la legalización de la marihuana– sino la consecuencia natural de una tendencia nacional.
El presidente Obama, por su parte, prefirió hacer una jugada disimulada como muchas de las suyas. En un comienzo se dijo que el gobierno federal cargaría contra las decisiones en Washington y Colorado por ir en contravía de leyes nacionales. Hablaba para los presidentes latinoamericanos. Estados Unidos teme que nuestros países tomen el mismo camino que ellos ya están transitando. No están preparados, debe ser la frase en voz baja. Sin embargo Eric Holder, el fiscal general, decidió respetar la decisión de los dos estados y señalar solo unos casos específicos en los que la venta de hierba podría llevar a procesos penales.
Más allá del giro en la opinión nacional deben haber pesado algunas cifras. Cada año se detienen en Estados Unidos 750.000 personas por delitos relacionados con la marihuana. El 40% de las detenciones por narcotráfico en ese país tienen que ver con una sustancia que se vende para uso medicinal en 18 estados. La cura de la prohibición ha resultado más mala que la enfermedad. Entre nosotros la legalización es todavía un tema impopular. Pero nuestros números también pueden servir para mover la aguja. El 20% de los presos colombianos están en la cárcel por pequeños delitos de tráfico de drogas. Valdría la pena pensarlo bien, sin humo en la cabeza.


martes, 22 de octubre de 2013

El antibarrio







En menos de un año Medellín ha sido la sede de dos grandes crisis alentadas por la codicia. La diferencia entre la quiebra de Interbolsa y la tragedia de la constructora CDO está sobre todo en que los estragos de la última están a la vista. Las pruebas de los desfalcos de Interbolsa se guardan en cajas de seguridad y los afectados reclaman en silencio vergonzante por el valor de sus papeles. En el caso de CDO los resultados de la avidez empresarial hacen parte del paisaje y no se limitan a la irresponsabilidad de una constructora. Las administraciones municipales, las empresas inmobiliarias, los ciudadanos convertidos en clientes y hasta el gobierno nacional han jugado a dejar pasar, a ser flexibles, a estimular la demanda y facilitar la oferta para que el barrio El Poblado sea lo que es hoy: un antibarrio.
El Poblado ha sido un botín irresistible a pesar de los estudios, las restricciones y las recomendaciones. Desde el POT de 1999 se impusieron los intereses económicos frente al sentido común. Un cambio de equipo en la oficina de planeación sirvió para que a última hora se subieran los “aprovechamientos” de los constructores y se mantuvieran las “obligaciones” de generar espacio público y equipamiento urbano. Desde 1996 hasta 2007 los habitantes de El Poblado crecieron cerca del 50%, pasaron de 73.536 a 110.509. Las normas exigían Planes Parciales para otros sectores y El Poblado quedó como la opción más fácil y más rentable. Los curadores se convirtieron en agentes inmobiliarios que encontraban siempre una zona gris en la reglamentación para permitir el levantamiento de una zona gris en las laderas del Suroriente. En un momento, cerca del año 2007, la construcción en El Poblado representó el 48.4% de la actividad del sector en Medellín. El Poblado no era un barrio sino una fábrica de edificios, un motor de la economía local que no se podía permitir el lujo de darle gusto a los nostálgicos que hablaban de zonas verdes, vías y transporte público.
Es cierto que se diseñó un Plan Especial de Ordenamiento para El Poblado entre 2004 y 2005, y que el POT aprobado en el año 2006 impuso una regla que dictaba restricciones y bajaba la densidad para los proyectos a medida que se alejaban del eje del río Medellín. Pero siempre se puede construir contra el espíritu de la norma pero de manera legal. Para eso hay abogados. En ese momento las limitaciones dependían de un concepto de Corantioquia que se demoró un año y medio en llegar y mientras tanto se multiplicó la piñata de licencias. De otro lado el POT de 2006 dejó libre la opción de una franja a lado y lado de la Avenida Las Palmas y por ahí se abrió una nueva tronera. La norma dice que el índice de ocupación del barrio  debe ser el 30%, pero uno mira la ladera desde el Occidente y se da cuenta que no hay un 70% de espacio libre y que las normas son papel picado frente a la ambición.
El Poblado es un barrio de pequeños reinos feudales. Las urbanizaciones, su piscina y su salón social buscan compensar la inexistencia de aceras, parques, tiendas, espacios comunes. Las discusiones se dan solo en las asambleas de copropietarios. La mierda del perro del vecino, la música a altas horas y la fiesta de halloween son los grandes temas de discusión. Solo el 5% de los habitantes de El Poblado, los que viven en pequeños enclaves cerca de las quebradas y reciben su factura marcada con el estrato 2 y 3, tienen una vida de puertas para afuera. Son los dueños del barrio.






martes, 15 de octubre de 2013

Ir al sur





Alguien debería encargarse de deslizar un mapa de Colombia por debajo de la puerta de cada casa. Un mapa que fuera una invitación, un juego, una pequeña clase de geografía con aspiraciones turísticas. De modo que antes de aturdirnos con las noticias podríamos dar una vistazo sobre la encrucijada que forman dos ríos, buscar una laguna, elegir un pueblo sobre un filo, ubicar las serranías que solo conocemos por la reseña de una masacre. Quitarle la carga de noticias a la geografía y mirar las cordilleras sin la prevención de las emboscadas podría ser una saludable irresponsabilidad.
El mapa sería un antídoto eficaz contra el veneno de las promociones y las agencias de viajes. La promesa desmesurada del dorado en las playas del norte nos ha hecho mucho daño. Es hora de romper el cliché del coco loco y los parasoles para buscar destinos menos anunciados. Parece increíble que el año pasado el parque natural Corales del Rosario y de San Bernardo haya tenido 420.000 visitantes mientras hasta el parque arqueológico de San Agustín solo llegaron 67.000 turistas. Hace tres meses estuve en San Agustín y todavía tengo visiones de las 409 piedras que custodian esa orilla escarpada del alto Magdalena. Viajar al sur tiene la gran ventaja del recibimiento sin la estridencia de las ofertas. El visitante puede descargar la maleta y mirar el pueblo sin espantar a los acomodadores ni rechazar a la romería de taxistas ávidos.  Y es posible encontrar el trapiche humeante sin concertar una cita y oír la conversación de dos señoras en un colectivo sobre las dificultades para cobrar el incentivo a los cafeteros. Cuando los lugareños hablan desprevenidos en presencia del visitante es porque el viaje va bien.
Un turista nunca será un pionero, y necesitará siempre la ayuda ocasional de un lazarillo; pero solo en destinos alejados de los san andresitos se logra escoger el guía sin imposiciones y caminar sin el lastre perpetuo de ser un cliente potencial. Es necesario cambiar de paradigma: abandonar el sueño de la hamaca y el Águila para acoger la visión del banco de tienda y la Poker. Solo una perversión explica que los turistas bogotanos decidan bajar de la Cordillera Oriental y recorrer medio país para encontrar una playa atiborrada por sus coterráneos, cuando bien podrán gastar la mitad en tiempo y plata en busca de los “ídolos” agustinianos o de una laguna prometedora en el sur. Si las vacaciones implican un silencio distinto y una pausa a la fatiga de los hábitos, bien vale cambiar el Atlántico por las aguas serenas de la Cocha.
En noviembre próximo veinte esculturas de los diferentes sitios arqueológicos de San Agustín llegarán hasta el Museo Nacional en Bogotá. Más que una exposición se trata de una especie de invocación para repetir que el sur está más cerca de lo que se cree, y que guarda sorpresas imposibles de describir en los folletos “todo incluido”. Si algo puede traer la promesa inestable en La Habana, es abrir definitivamente la puerta al sur y convertir a Florencia, Mocoa, Popayán y Pasto en las capitales que servirán para el primer desembarco hacia los pueblos del sur.





martes, 8 de octubre de 2013

Crimen ordenado






Medellín necesita una nueva cartografía. Un mapa que nos señale el poder esquina a esquina y nos diga quién manda en las calles más azarosas y quién vigila en las más tranquilas. Los especialistas en buscarle un orden a ese pequeño mundo feudal en los barrios hablan de 350 combos y cerca de 13 mil hombres armados. Un ejército disperso lleno de pillos altaneros y temerosos, de guerreros que son jefes en su calle y débiles subordinados unas cuadras abajo. Los poderes de cada combo pueden cambiar con el desorden de una fiesta de fin de semana o con un accidente en moto. Cada tanto se agitan las fichas de algún parche y todo vuelve a comenzar.
De nuevo la ciudad habla de un pacto para imponer reglas sobre la variada descentralización criminal que parcela las ollas, las tiendas, las maquinitas, las obras públicas, los presupuestos participativos, las rutas de buses. Parece increíble que la reunión de unos cuantos hombres pueda entregar un mandato obligatorio sobre el mundo amorfo y desobediente de los bandidos. Tenemos un crimen más organizado de lo que creíamos. El nuevo secretario de seguridad no desmiente ni confirma la existencia de un acuerdo y sale del tema con una sentencia vieja: “no auspiciaremos jamás pactos con criminales”. Sin embargo, hasta julio pasado los homicidios en la ciudad habían crecido 20% con respecto a 2012. Hoy, luego del pacto firmado supuestamente el 14 de julio, la cifra de homicidios ya es cerca del 17% menor a la de los primeros nueve meses del año pasado. Una vez más se confirma que las autoridades no tienen muchas velas en el crecimiento o la disminución de los entierros.
Don Berna fue extraditado a los Estados Unidos hace algo más de cinco años. Luego de su desmovilización se habló de la ‘Donbernabilidad’ y el poder “disciplinario” que ejercía el jefe del Bloque Cacique Nutibara sobre los combos en Medellín. Su mando, respaldado por la estructura de las AUC, hacía fácil entender el temor reverencial de los combos. En últimas, Don Berna llevaba años peleando su supremacía barrio a barrio. Además, era lógico que buscara un apaciguamiento para mejorar sus condiciones de reclusión y darle legitimidad a un proceso con muchos interrogantes. El Estado estaba observando y tenía a los jefes en la cárcel. Hace 3 años las noticias reseñaban un pacto entre Valenciano y Sebastián. Una comisión de la iglesia y la llamada “Comisión por la Vida” avaló los acercamientos que supuestamente solo buscaban “motivar para que la gente no se mate”. La administración del momento miró de reojo.
El pacto actual es el más misterioso de los últimos años. Ya no están los capos de los grandes titulares para dar avales y meter miedo. Tampoco se habla de negociaciones con ninguna de las instancias de gobierno y solo sabemos que se jugó un partido de fútbol entre facciones enemigas y se dio un encuentro entre duros en Santa Fe de Antioquia. Los Urabeños, La Oficina, Los Rastrojos serían ahora los líderes de una división del trabajo que busca repartir roles y castigar a quienes matan por caprichos menores. Pareciera que en el mundo criminal no se necesita un gran prontuario para tener don de mando. Mientras tanto, el Estado y los ciudadanos miramos con curiosidad. 

miércoles, 2 de octubre de 2013

Purga inútil






En ocasiones uno logra entender a los fanáticos y renegados del Tea Party en su lucha contra el Estado. Alguna razón tienen cuando intentan quitarle poderes a ese engendro de secretarías, vicealcaldías, superintendencias e inspecciones que va firmando órdenes y castigos mientras bosteza. Hay momentos en los que uno se pregunta a qué bendita hora les entregamos el poder a los funcionarios sobre los asuntos nimios, las decisiones de puertas para adentro, los caprichos más sencillos y entrañables. Porque un señor con una planilla y un chaleco puede ser el peor de los déspotas, el más insignificante y cargoso.
En Medellín los bares y restaurantes han sufrido por años lo que Luis Tejada llamó la “tiranía de la higiene”. Cada tanto aparece una cuadrilla de ocho funcionarios recién bañados según el gusto de la Secretaría de Salud. Prenden las luces y apagan la música como si se tratara de un allanamiento. Sacan sus linternas y esculcan los rincones, levantan a los comensales en busca del polvo bajo las mesas, van al lavaplatos a olisquear las copas recién vaciadas y llegan hasta los baños con tapabocas y aire de científicos. Su patetismo debería producir risa, pero acompañado de su arbitrariedad solo produce rabia. Tienen el poder de un lápiz y un acta, y les gusta imponer su lógica como hacen las tías odiosas en sus dominios. Tejada escribió hace noventa años contra ese afán civilizador que pretendía quitarnos “nuestra mugre, lo único que da color, sabor y espíritu a la ciudad”; y señaló los peligros del estropajo y la pulcritud en manos de quienes intentaban convertir el mundo en “una aburridora máquina de matar microbios”. Tejada sería incapaz de vivir en este tiempo de ambientadores y jabones antibacteriales.
Lo triste del caso es que uno no imagina cómo logra llega la cuadrilla de matamoscas hasta los locales dignos de inspección. Hace poco su ronda pesticida se dedicó al centro de la ciudad. Afuera de los bares y restaurantes crece la mugre y el desorden. Hace unos días vi una hermosa escena donde un enjambre de cucarachas atacaba un costal de naranjas tirado en el sardinel de una avenida principal. Los indigentes, acuciosos, cubren con algo de basura los huecos que dejan al robar las tapas de los contadores. Es imposible negar el aire percudido del centro luego de dejar el piso de espejo del Metro. Imagino que los especialistas de la asepsia no son sometidos a la dura prueba de las calles, no la soportarían. Y sin embargo de puertas para adentro se muestran inflexibles, el Estado es incapaz de cumplir sus funciones en el espacio público pero envía sus inspectores implacables a la hora de evaluar los dominios ajenos. De modo que los comerciantes deben lidiar con las extorsiones privadas y las imposiciones oficiales.
Las inspecciones y las actas han llegado a extremos ridículos. Poco a poco los inodoros visitantes se están convirtiendo en decoradores de interiores. No les gusta el ladrillo expuesto -deberían mandar a revocar la Catedral donde se ofrece el cuerpo de Cristo-, les molesta el techo de caña brava y no soportan la barra del bar en madera de nogal. Si les damos confianza seguirán con el tamaño de los espejos o el afiche libidinoso en la bodega. El Estado casi siempre es un purgante, pero es mucho más difícil tragárselo cuando sabemos que su amargo es inútil.