miércoles, 2 de octubre de 2013

Purga inútil






En ocasiones uno logra entender a los fanáticos y renegados del Tea Party en su lucha contra el Estado. Alguna razón tienen cuando intentan quitarle poderes a ese engendro de secretarías, vicealcaldías, superintendencias e inspecciones que va firmando órdenes y castigos mientras bosteza. Hay momentos en los que uno se pregunta a qué bendita hora les entregamos el poder a los funcionarios sobre los asuntos nimios, las decisiones de puertas para adentro, los caprichos más sencillos y entrañables. Porque un señor con una planilla y un chaleco puede ser el peor de los déspotas, el más insignificante y cargoso.
En Medellín los bares y restaurantes han sufrido por años lo que Luis Tejada llamó la “tiranía de la higiene”. Cada tanto aparece una cuadrilla de ocho funcionarios recién bañados según el gusto de la Secretaría de Salud. Prenden las luces y apagan la música como si se tratara de un allanamiento. Sacan sus linternas y esculcan los rincones, levantan a los comensales en busca del polvo bajo las mesas, van al lavaplatos a olisquear las copas recién vaciadas y llegan hasta los baños con tapabocas y aire de científicos. Su patetismo debería producir risa, pero acompañado de su arbitrariedad solo produce rabia. Tienen el poder de un lápiz y un acta, y les gusta imponer su lógica como hacen las tías odiosas en sus dominios. Tejada escribió hace noventa años contra ese afán civilizador que pretendía quitarnos “nuestra mugre, lo único que da color, sabor y espíritu a la ciudad”; y señaló los peligros del estropajo y la pulcritud en manos de quienes intentaban convertir el mundo en “una aburridora máquina de matar microbios”. Tejada sería incapaz de vivir en este tiempo de ambientadores y jabones antibacteriales.
Lo triste del caso es que uno no imagina cómo logra llega la cuadrilla de matamoscas hasta los locales dignos de inspección. Hace poco su ronda pesticida se dedicó al centro de la ciudad. Afuera de los bares y restaurantes crece la mugre y el desorden. Hace unos días vi una hermosa escena donde un enjambre de cucarachas atacaba un costal de naranjas tirado en el sardinel de una avenida principal. Los indigentes, acuciosos, cubren con algo de basura los huecos que dejan al robar las tapas de los contadores. Es imposible negar el aire percudido del centro luego de dejar el piso de espejo del Metro. Imagino que los especialistas de la asepsia no son sometidos a la dura prueba de las calles, no la soportarían. Y sin embargo de puertas para adentro se muestran inflexibles, el Estado es incapaz de cumplir sus funciones en el espacio público pero envía sus inspectores implacables a la hora de evaluar los dominios ajenos. De modo que los comerciantes deben lidiar con las extorsiones privadas y las imposiciones oficiales.
Las inspecciones y las actas han llegado a extremos ridículos. Poco a poco los inodoros visitantes se están convirtiendo en decoradores de interiores. No les gusta el ladrillo expuesto -deberían mandar a revocar la Catedral donde se ofrece el cuerpo de Cristo-, les molesta el techo de caña brava y no soportan la barra del bar en madera de nogal. Si les damos confianza seguirán con el tamaño de los espejos o el afiche libidinoso en la bodega. El Estado casi siempre es un purgante, pero es mucho más difícil tragárselo cuando sabemos que su amargo es inútil. 

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