martes, 25 de septiembre de 2012

Elogio de la imprudencia



Cuando un gobierno habla de prudencia en la información, a los periodistas no les queda más que dar un paso atrás, para distanciarse, y saber que será necesario usar la audacia y la desconfianza como principios. La verdadera labor de los medios es la indiscreción, entendida como curiosidad, intrusión, imprudencia si se quiere. Los políticos siempre hablarán de estabilidad e intereses superiores para defender el silencio o señalar el momento adecuado para la verdad. De nuevo la negociación encarna una gran esperanza y Juan Manuel Santos ha salido a pedir a los medios un trato especial para un tema sensible. La lógica del Presidente podría resumirse en una sola frase: “Yo les digo cuando”.

Durante el proceso del Caguán algunas redacciones de prensa sufrieron fuertes tensiones entre quienes se consideraban amigos del proceso y quienes eran críticos declarados. Las Unidades de Paz de El Tiempo, El Espectador y El Colombiano sacaban la bandera blanca y mostraban análisis y supuestos avances en la mesa, mientras la gente de orden público cubría la guerra y hacía énfasis en los contrastes entre tinta y sangre. La principal fuente de los periodistas que cubrían los combates eran los militares descontentos con los desmanes de la zona de distensión. De modo que desde el mismo Estado venían las versiones contradictorias sobre las posibilidades del proceso: los militares entregaban las pruebas de la falta de voluntad de la guerrilla con cifras de muertos y los voceros oficiales leían los acuerdos firmados y añadían en voz baja alguna anécdota esperanzadora. Vale la pena recordar que cuatro meses antes de la ruptura del proceso del Caguán, Germán Vargas Lleras denunció en un debate en el Congreso la presencia de pistas clandestinas, secuestrados, campos de entrenamiento y cultivos de coca en la zona. En la Casa de Nariño siempre estuvo claro que las imágenes y la información venían directamente de fuentes militares.

De nuevo tendremos un escenario donde serán muchas más las noticias de la guerra que las de la paz. Esta vez la mesa estará más lejos y entregará menos “entretenimiento” mientras se negocia. Los militares tendrán de nuevo un papel clave en la información y las Farc podrán jugar con los tiempos de un Presidente en trance de reelección. En descifrar ese pulso entre ejército y guerrilla podría estar la clave para el equilibrio de los medios. Durante el gobierno Pastrana en varias ocasiones el ejército y la policía mintieron, o al menos fueron deliberadamente ligeros al atribuir atentados a las Farc y darle un énfasis macabro a algunas acciones guerrilleras para lograr la indignación de la opinión pública. El caso del collar bomba que causó la muerte de la señora Elvia Cortés en Simijaca fue tal vez el peor de todos. La policía se apresuró a culpar a las Farc y los medios compraron la versión. Se suspendieron las audiencias de ese día con delegados internacionales y los jefes guerrilleros sintieron que había una celada entre militares, gobierno y medios.

Semana y El Tiempo han dado a entender que atenderán la sugerencia del Presidente. No desconocerán los secretos pero tendrán la potestad de decidir si vale la pena correr el riesgo de contarlos a sus lectores. Ya no está Francisco Santos quien filtró el acuerdo firmado en Cuba y en buena hora nos dijo en qué andábamos. No puede ser que dejemos a las ficciones de José Obdulio Gaviria la responsabilidad de contar la versión no autorizada sobre la guerra y la negociación.

martes, 18 de septiembre de 2012

El ultramontano







Hace 100 años, bajo el liderazgo de Carlos E. Restrepo, Colombia discutía las posibilidades de una política que usara menos los extremos ideológicos, donde el debate solía ser un drástico tratamiento de contrastes que casi siempre terminaba con muestras de sangre. En ese momento la ideología estaba muy cerca de la religión y la intransigencia política era una especie de obligación moral. Desde lo que se llamó el republicanismo, Restrepo intentaba alertar sobre los liberales radicales y los godos ultramontanos: “Sigo creyendo en la necesidad permanente de nuevas organizaciones políticas, de carácter muy distinto del que hoy tienen; deberán abandonar la cuestión religiosa, que los unos pretenden resolver atacando el sentimiento más alto, más respetable y más general que existe en Colombia; y los otros, tomando el estandarte de Cristo y arrastrándolo por calles y plazas, por comicios y trapisondas”.

El experimento duró muy poco. El fanatismo era un virus difícil de combatir: los obispos señalaban la posibilidad de la excomunión por el voto a favor de los herejes y los párrocos comunicaban los resultados vía telégrafo de una forma que no dejaba lugar a dudas: “Párroco de Concordia: Católicos 240, Luciferistas 83. Párroco de Pueblorrico: Católicos 435, rebeldes contra Dios y su Santa Iglesia 217”. Los discursos marcaban siempre una disyuntiva entre la descomposición moral y el apego a las tradiciones de orden y quietud. Entre los conservadores hizo carrera una frase que todavía hoy tiene sus defensores: “No hay libertad para el error”. Los liberales hablaban de los “dogmas en movimiento” y los conservadores de los “dogmas inamovibles”. Mientras tanto los ejércitos y los conjurados no se quedaban quietos. Eran los tiempos de otras hecatombes. Los conservadores intuían la derrota y llamaban a la “abstención purificadora”, los liberales presentían el triunfo de sus rivales y clamaban por la insurrección.

Desde hace por lo menos 30 años la religión dejó de ser un tema clave en nuestras discusiones políticas. Algunos temas particulares han llevado al pronunciamiento de la iglesia, pero los debates enconados desde el púlpito y las banderas vaticanas parecían cosa de retratos presidenciales apolillados. Las grandes discusiones de 1936 sobre el divorcio y el matrimonio civil, los discursos de Laureano Gómez en 1949 bendiciendo a Dios mil y mil veces por haber logrado que su mente captara “una sublime doctrina”, eran parte de un pasado que se miraba con alivio y recelo desde la política menos espesa de estos días.

Pero apareció un laico que todavía se considera un solado de la iglesia. Un hombre que cree que desde un despacho para hacer investigaciones disciplinarias es posible “darle tono ético a la sociedad” y “defender nuestra identidad en lo ético y lo moral”. Ese laico ideal, que se considera elegido para llevar a cabo tareas mucho más importantes que las que marca su manual de funciones, resulta una bendición para la Iglesia y para un partido conservador que se había quedado sin discurso, pero termina siendo fatal para el Estado y la política. Alejandro Ordóñez no solo ha incumplido sus deberes de funcionario, también ha llevado las discusiones que habíamos aprendido a dar en el terreno de la Constitución al maniqueísmo de los réprobos y los bendecidos. Desde sus responsos pretende revivir un radicalismo olvidado. Carlos E. Restrepo es ahora un viejo recuerdo, pero tiene un adversario ultramontano en pleno siglo XXI.







martes, 11 de septiembre de 2012

Juegos de mesa











La Farc tienen un puñado de seguidores interesados en sus rentas y su poder en algunas regiones. Son los materialistas a secas. También acompañan su retórica algunos nostálgicos del polvo y el odio de clase. Son los materialistas históricos. Más por rabia contra el mundo que por una filiación con alguna idea se suman ciertos radicales en las ciudades. Quienes asisten a la política con el ánimo y la ceguera de los barrabrava. Para completar el pequeño corral de simpatizantes están quienes se educaron en el mundo de la confrontación ideológica y no pudieron o no quisieron dejar sus libros iniciáticos. Son los enfermos de primeras lecturas. Quijotes cojos que arrastran el desatino sin la ayuda del genio.

Viendo la pálida rueda de prensa en La Habana se confirma que las Farc están enfermas de irrealidad y dogmatismo. El encierro a cielo abierto los ha hecho cada vez tortuosos y repetitivos. Su política es un viejo catálogo de idealizaciones y reclamos que en algunos casos ya no están en la cabeza de nadie y en otros ya están escritos en la Constitución. Supongamos que el Presidente, el Congreso en pleno, las Cortes y una mayoría ciudadana les dijeran: “Señores, piensen en el cambio más importante -uno solo, por grande que parezca- para cumplir todas sus demandas y anhelos luego de tanta sangre, escríbanlo en un papel y les será concedido”. Entonces ellos se irían a la selva y regresarían luego de cuatro años, divididos en tres bandos y con un temario de cinco puntos tentativos por grupo.

Pero resulta que las Farc han encontrado una compañía distante pero efectiva. Para muchos la guerrilla es el pretexto perfecto para arreglarlo todo, incluyendo las propias frustraciones políticas. En los últimos días he leído las ideas de María Jimena Duzán, Daniel Samper Pizano, Alfredo Molano, la redacción de la revista Semana respecto al proceso. De formas diferentes han dicho que sería deseable una negociación amplia y generosa. Hablan de acuerdos de fondo, de evitar una paz barata, de pagar los altos costos que merece el proceso, de aprovechar la ocasión para cambiar las estructuras de la sociedad colombiana. Digamos que no comulgan con los métodos guerrilleros ni con los manifiestos de Los Pozos, pero creen que vale la pena utilizar el momento para barajar de nuevo. El razonamiento es más o menos el siguiente: No importa que las Farc representen una minoría insignificante en términos electorales, vale la pena usar la anestesia que produce la esperanza de paz y hacer por vías extraordinarias lo que nuestra triste democracia no ha logrado con sus formalismos y su vulgaridad. Las Farc no aportan una sola idea pero son el pretexto perfecto.

Como partidario del régimen democrático estaría satisfecho si el Estado tiene que hacer las menores concesiones posibles. No confío en las reformas logradas por la vía el chantaje armado. Si el Estado tiene superioridad militar y una larga ventaja de legitimidad política no veo por qué tenga que ampliar el temario más allá de las discusiones sobre justicia transicional y participación electoral. Una vez los guerrilleros estén en ese terreno deberán poner a prueba su discurso y convencer sin la pistola al cinto. No puede ser que el país haya construido durante los últimos veinte años un marco institucional plural, con problemas por resolver y avances probados, para cambiarlo frente a la esperanza de una desmovilización que siempre será parcial.
Esos llamados a negociarlo todo suenan muy democráticos, pero en últimas encarnan un profundo desprecio por la democracia construida hasta ahora.



martes, 4 de septiembre de 2012

La parábola de Blanco



La muerte de Griselda Blanco a manos de sicarios, en una carnicería en Medellín, cierra un ciclo simbólico de 40 años en el tráfico de drogas hacia Estados Unidos. La vida de Blanco podría ser la del personaje de un Cómic -con nombres suficientes, Ballena Blanco, Viuda Negra, La Madrina- construido uniendo la historia de seis o siete grandes capos para armar una saga pintoresca, trágica y brutal. Prostituta en sus años difíciles, adolescente casada con un falsificador de documentos en sus tiempos del Barrio Antioquia, viuda por gusto propio, distribuidora de coca al por menor en Nueva York, prófuga y enlace principal en la USA del imperio narco naciente en Medellín, asesina implacable contra la ambición y la traición de sus compatriotas en el negocio -según su idea ella era la única con posibilidades de ejercer la avaricia y la deslealtad-, pionera en el uso de los sicarios motorizados, condenada y liberada antes de tiempo por los enredos sexuales de fiscales y testigos en su juicio, anciana en uso de buen retiro cuando sus colegas y ahijados en el negocio estaban ya muertos o aún encerrados.

Blanco sirvió como referente para los dos extremos en la pelea planteada por los gringos contra el tráfico de cocaína. Fue el ícono de la arrogancia, las excentricidades y las posibilidades de desafío al poder para los narcos nacientes; y fue la ficha de la violencia indiscriminada que podía desatar el mercado prohibido de una sustancia todavía bajo la experimentación despreocupada de las discotecas. Antes de los cuerpos colgados y decapitados que vemos hoy en las noticias desde México, estuvieron los estrangulamientos, los degüellos y los cadáveres en los canales en la Florida. Algunos mencionan la práctica de “La Corbata” como patente propia de Madame Blanco. Cuando Pablo Escobar se defendía a bala de un proceso penal por el robo de un Renault 12 en Medellín, Griselda Blanco se reía de la vida en su penthouse en la bahía de Biscayne, en Miami. Mientras los Rodríguez Orejuela estaban en los números 58 y 62 en una lista de narcos de la DEA con 113 nombres, La Madrina se encargaba de convertir Dadeland, concurrido centro comercial en Miami, en el escenario de un callejón del Chicago de los años veinte. En 1979 el 30% de los muertos por homicidio en Miami fueron colombianos. Se combatía entre los compatriotas y se dejaba una lección para todos.

Griselda Blanco fue una de las primeras personas con una acusación por tráfico de cocaína en cortes gringas y sirvió como enlace principal de distribución cuando los capos de Medellín todavía sabían más de importar base de coca desde Perú que de exportar cocaína hasta el Norte. Muchas veces los investigadores sociales se han preguntado por qué los colombianos lograron tomarse un negocio tan apetecido y violento cuando tenían desventajas evidentes frente a los cubanos y los chilenos que eran los primeros encargados de la vuelta. Tal vez un poco de azar acompañado de la personalidad de unos cuantos locos como la señora Blanco podría entregar respuestas. No era una más entre los 5000 colombianos que vivían en el área metropolitana de Miami en 1966. Hoy es una más de las 150 mujeres que han sido asesinadas este año en Antioquia.