viernes, 14 de diciembre de 2007

Noticia de un robo

Cuando la casa todavía está como si la hubieran sacudido con rabia, como si un histérico hubiera estado buscando sus secretos en los cajones, con botellas entre los libros y el buey del pesebre decapitado, aparece la pareja de policías, uno negro y uno blanco como corresponde al lugar común de los patrulleros. Nunca había visto unos curiosos exhibir tanta desidia: caminaron por encima de las montañas de toallas y sábanas, miraron para el techo en busca de pruebas y cuando llegaron a la puerta rota redactaron su sentencia: “Ahh, es que hay que reforzar la seguridad”. Antes de salir, el patrullero negro, parrillero y segundo de esa pareja sonámbula, se encontró un revolver diminuto, un llavero viejo desenterrado del fondo de un cajón. Lo cogió con envidia y soltó su gracia para no pasar en blanco: “Bueno, pero al menos dejaron el revolver”.
Despedimos a los policías para comenzar el inventario. Nunca había pensado en los poderes de evocación que puede despertar un robo. Las fotos de un paseo olvidado tiradas en la cocina, la boleta de una visita a la Quinta de San Pedro Alejandrino encima del escritorio, un prendedor con el escudo del colegio en el patio. Cosas imposibles de encontrar, pequeñas constancias que vamos guardando contra la desmemoria, diarios desordenados que un ladrón se encarga de subrayar. Y la nostalgia terminó por vencer la rabia.
En la mañana llegó la hora de acudir a la fiscalía. Los ladrones, desconsiderados, te dejan en manos de las autoridades. El funcionario de turno se burla de mis aires de investigador porque llevo una bolsa que estaba cerca de la puerta y que parece incriminar a un vecino con afición a fumarse los dedos. Me dice que es mejor esperar hasta el lunes para poner mi denuncia, que me relaje y disfrute.
Una excursión por las prenderías de la Calle Bolívar sirve como entretenimiento: itinerario obligado para un iluso. Los dependientes me miran con compasión, anotan las señas de mis chécheres y siguen especulando sobre los partidos del domingo. Un curioso me pregunta por los detalles del robo detrás de la reja de su compraventa, quiere amenizar su cerveza con una historia así sea repetida. Le cuento mi pequeño caso y me lo dice muy claro: “Cómo así, usted sabe quién fue: ahh no mijo, mándele a decir con Juan y Pedro que está en problemas, que pilas, que por ahí hay unos fulanos que no lo quieren ni poquito”. Fue el primero pero no el último en recomendarme poner algo de presión sobre el sospechoso. Incluso hubo quien me puso a disposición a Juan y a Pedro.
El lunes me encuentro por fin con la pericia de una mecanógrafa en la fiscalía, hago mi relato con presunto implicado y la señorita me dice con alarmante sinceridad que vuelva al día siguiente para que mi asunto no se traspapele. El martes me dedico a poner cara de ternero huérfano frente a las secretarias, a dictar mi número de denuncia de puerta en puerta. El miércoles tengo una cita para una audiencia de conciliación con el supuesto ladrón que he denunciado. Yo mismo debo llevar la hoja de la citación a su casa y gastar un pedazo de la tarde con los nervios de punta de su mamá, tomando tinto y consolándola. Entre dientes la señora me dice que ha interrogado a su muchacho sin lograr ningún resultado.
El viernes espero en vano su comparecencia mientras mi vecina de silla me cuenta las hazañas de su marido bígamo: que el hombre se cree un Chayanne, que lo volvió a encontrar luego de dos años de pesquisas, que es un pobre diablo. Hay dos tipos de denunciantes, los que rumian su amargura de juzgado con la mirada perdida en los zapatos y los que llenarían folios con el dictado permanente de sus desventuras.
A estas alturas las secretarias me saludan con una sonrisa de familiaridad e intentan un consuelo: “Ayy, Don Pascual, yo no sé si va encontrar sus cosas, pero historias para escribir si tiene”.
En la nueva cita del lunes aparece el supuesto ladrón. Me cuenta sus días sin un peso, me jura y rejura su triste inocencia, me habla de sus noches en el hotel Rivoli y sus baños de gamín en las carpas junto al río, me muestra las cicatrices de su pierna muerta que le impide cargar un televisor. Mis sospechas se van venciendo frente a la sarta de lamentos. Reacciono y mientras oigo su retahíla en muletas pienso en un dicho que le sirva de anillo a sus dedos quemados: “Primero cae un mentiroso que un cojo”, me río sin dientes mientras mi supuesto ladrón sigue con el inventario de su última semana, su semana santa.
Llega el momento de la audiencia, la fiscal nos explica que la secretaria se equivocó, que el delito de hurto calificado no es conciliable, que el proceso sigue su curso, que disculpen. Faltó poco para que denunciado y denunciante volviéramos a la casa en el mismo taxi. Desconsolados.

martes, 4 de diciembre de 2007

Por decisión dividida





Me impresionó el Chávez perdedor de la madrugada del lunes. Nunca creí que una derrota electoral pudiera ser un sedante tan fuerte y tan eficaz. Un Chávez hablando entre susurros, como si no quisiera despertar a la mitad de los caraqueños derrotados que lo oían entre gallos y más de media noche. Chávez pronunciando una oración fúnebre de apenas cincuenta minutos en vez de su show de variedades de más de tres horas. Felicitando a sus opositores, entre nostalgias y consejos de prudencia, como si no fueran oligarcas, enemigos del pueblo, malvados imperialistas. Sus ánimos de campeón invicto de los pesos pesados que acaba de perder por decisión dividida una pelea estelar alcanzaron para que dijera en tono sencillo que estaba dispuesto a reanudar su papel ante las FARC como un “modesto mediador”.
Se sabía que Chávez era un actor, un fanfarrón de película que canta boleros y dispara al aire, un bandolero con ínfulas de Salomón. Pero nunca lo había visto interpretando el papel de un perdedor melancólico y noble, del hombre pausado y pacífico que cuenta sus cuitas frente a sus amigos de turno. Esa será sin duda una escena corta porque su discurso dejó espacio para pensar en la revancha: “No lo logramos, por ahora”, dijo recordando sus pensamientos luego del golpe fallido que lideró 1992.
Es claro que el escenario será cada vez más incomodo para sus pretensiones de ser el protagonista de la segunda parte de la famosa película cubana de los sesenta. Lograr el apoyo popular a posiciones ideológicas extremas no es asunto fácil, la dictadura del proletariado por medio de las elecciones no camina ni con jornadas laborales de seis horas y populismo cantante y sonante: los recalcitrantes, los exaltados, los incendiarios siguen siendo una minoría así se aticen con petróleo y lemas de la lucha de clases.
El más reciente informe del Latinobarómetro, la encuesta continental donde se interroga a 1200 personas en cada país sobre asuntos políticos y sociales, pregunta por la intensidad de los conflictos entre ricos y pobres. Para sorpresa de todos Venezuela está en los últimos puestos cuando se habla de “agudizar las contradicciones”, para decirlo en la jerga que corresponde. Muy cerca de Panamá y Uruguay, últimos de la tabla de pugnacidad, y muy lejos Ecuador y República Dominicana, punteros indiscutidos en la percepción de la lucha de clases. Mientras el promedio latinoamericano dice que un 75% de los habitantes de la región consideran grave o muy grave el conflicto y las dificultades entre clases sociales; los venezolanos marcan un moderado 68% mientras marchan en direcciones opuestas por la Avenida Bolívar.
Cuando se habló de apoyo a la democracia los venezolanos también dieron una pista acerca de los resultados del referendo del 2 de diciembre. Está bien que la palabreja se presta para interpretaciones carias y que hasta Putin puede ser un demócrata convencido. Pero cuando el 67% de los venezolanos dicen apoyar la democracia -un segundo lugar en el continente detrás de las ideales mareas costarricenses- resulta complicado conseguir mayorías para legitimar un poder de poderes durante décadas. El dato más interesante para ver la política de los vecinos está dado por una cifra media en el espectro ideológico. Cuando se les pidió a los venezolanos que se situaran entre los extremos del 0, como posición más a la izquierda, y el 10, como posición más a la derecha, la operación dio un 5,3 muy cercano al centro de la balanza. Así que el grito de batalla parece cambiar un poco: moderados del mundo, uníos. Hasta la Victoria Siempre.
Para el final de su pequeña homilía Chávez eligió un texto de Bolívar que exalta la voluntad popular y entrega a los votantes una sapiencia digna de sabios. Resaltó la necesidad de convocar al soberano frente a las incertidumbres. Por lo pronto deberá renunciar a ese oráculo tan infalible como voluble. La propuesta negada no se podrá presentar en lo que resta de su gobierno y Chávez deberá acudir a mecanismos cercanos a los Fujimori y lejanos a los de Jean-Jaques Rousseau.

jueves, 29 de noviembre de 2007

Londres: Inventario de llamas y brumas







Los romanos fueron los primeros en imponer a Londres el deber de un telón para los dramas de misterio. Dijeron que esa orilla del Támesis tenía aires espectrales, hilachas blancas, pequeñas barcas de niebla. Más tarde la ciudad se encargó de ensuciar el fondo de su escena convirtiendo su cielo en una estopa de trabajo. El carbón de las calefacciones hizo que Isabel I se quejara del gusto de hollín entre sus dientes tiznados. Las primeras chimeneas industriales le entregaron la capa negra a detectives y destripadores por igual. El fondo de una botella manchada era un antifaz común para los londinenses. Los transeúntes caían al Támesis por falta de visibilidad, el Agente secreto de Conrad hablaba de un “velo de niebla insoportablemente húmeda” y Wilde miraba hacia un “mar marcado con unas bandas grises”.
La apoteosis de los incendios recurrentes servía para matar el tedio de las brumas cotidianas y agregar algo de lumbre a los faroles de gas. En 1666 un panadero de nombre Thomas Farynor olvidó las masas en su horno y provocó el más grade incendio de la historia de Londres. El alcalde, frío y sereno hasta la estupidez, dijo que las chispas no eran gran cosa y que se podrían apagar con la buena meada de una dama. No hubo quien y el Londres al interior de las murallas romanas ardió durante 3 días. El incendio comenzó en Pudding Lane -calle del bizcocho- y fue controlado en Pie Corner -esquina del pastel- por lo que la estatua dorada de un muchacho con carnes de más conmemora las llamas con sabrosa mea culpa: “En memoria del incendio de Londres, ocasionado por el pecado de la glotonería”.
En 1834 una hornilla recalentada hizo arder en una misma pira a la Cámara de los Comunes y la de los Lores. Todo Londres contempló la escena con la excitación propia de los pirómanos, atendiendo el consejo de Gastón Bachelard: “Hallándose en proximidad del fuego, es menester sentarse; es preciso descansar sin dormir, es necesario aceptar, objetivamente, el ensueño específico.” El más ilustre de los curiosos era el pintor William Turner. Se dice que sacó su libreta y tomó algunos apuntes en carboncillo que desarrolló más tarde en dos cuadros sobre el tema: atardeceres artificiales con un Támesis ardiendo.
Las brumas de Londres han pasado a ser una especie de nostalgia, un recuerdo de las novelas leídas hace un tiempo, un vaho que extrañan los turistas amigos del cine de terror. Pero el fuego tiene su memoria y los incendios nuevos se encargan de reconstruir algunas escenas con fumarolas altas. Parece que cada dos años Londres necesitara de un bracero como ofrenda a sus humos idos.
Hace dos años el espectáculo fue en el depósito petrolero de Buncefield. El humo negro llegó hasta las costas francesas, un oscuro continente flotando desde su pequeño ojo de tanques en las afueras de Londres. Durante tres días la capital inglesa fue señalada con un hilo grueso que soltaba hebras en dirección a Europa. Desde los bombardeos de hace algo más de 60 años la ciudad no lucía tanto desde lo alto.
El más reciente incensario se apagó hace apenas unos días. “Se advierte una densa nube de humo negro sobre el este de Londres”, dijeron los cables de noticias. Un testigo algo menos brillante que Turner describió el panorama: “Había muchas llamas y humo llenando el cielo”. El incendio afectó terrenos que serán habilitados para escenarios deportivos de los juegos de 2012: premoniciones de llamas olímpicas. Las ciudades, como cualquiera que haya vivido más de 70 años, tienen derecho a ciertas manías nostálgicas, a pequeños homenajes que el escándalo de las sirenas nunca podrá entender.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Coches rusos






“Todo el territorio ruso aparece poblado de carrozas,
brishkas, tartanas, carretelas y trineos”
Sergio Pitol

Si las azarosas vocaciones hubieran querido que los grandes escritores rusos desdeñaran la pluma para dedicar sus encierros al hilo de los pinceles, podríamos colgar una hermosa colección de paisajes blancos marcados por una huella de coches y trineos variados. Incluso tendríamos una galería amplia de cocheros y un estudio de damas y señores en la pensativa intimidad del viaje. Y habría caballos para todos los gustos: jacas angulosas y con patas de palo, que parecen “un caballito de masa dulce que cuesta una kopeica”, y bayos “grandes y felpudos” que calientan las manos de sus amos con la niebla acezante de sus hocicos.
En las historias rusas los coches son una especie de gabinete encantado, una urna para las divagaciones, las tragedias, las hazañas menores y la comedia de los borrachos. Así que es necesaria la aparición de un pequeño coro que acompañe los viajes, un rastro monótono de cascabeles para alentar los sueños de los viajeros. Las troikas del correo tienen su sonido particular, su propia melodía de timbres oficiales, y los cazadores se distinguen por una composición a tres voces a la que Tolstoi da el trato de sinfonía menor: “Posteriormente me enteré de que era costumbre entre los cazadores llevar tres cascabeles. Uno grande en el centro y dos pequeños que sonaban a la tercera. El sonido de esa tercera y la de la quinta trémula, que repercutía en el aire de un modo sorprendente, era muy bello en la estepa silenciosa”. Según Pushkin también hay caravanas menos armónicas. Los carricoches tártaros de dos ruedas, lentos como ningunos, fatigan la paciencia con un incesante y exclusivo chirrear que supone orgullo para sus dueños. “Los tártaros se vanaglorian de este chirrido diciendo que viajan como gente honrada que no tiene por qué ocultarse. Aquella vez hubiera preferido viajar en compañía menos honorable”.
Una hilera de coches tintineantes exhibe en las letras rusas la majestad de una procesión, e implica el riesgo de una pequeña osadía que los hombres no pueden dirigir con sus látigos. Siempre hay algo de compasión sobre los diminutos puntos negros en la nieve, en fila india, bajo el capricho sabio de los caballos: “¡Así da gusto viajar! Fíjese no se ve un solo hombre, todos duermen. Los caballos son muy listos. No hay cuidado de que se desvíen del camino”. Las tempestades son resueltas por la simple desaparición del cochero, dedicado a dormir, beber o fumar pipas. Gogol, al igual que Tolstoi, reconoce las cualidades innatas de los hombres sobre el pescante para delegar la encrucijada de los caminos, “que abundan y se dispersan por todos lados como cangrejos saliendo de un morral”: “El cochero ruso suele poseer un olfato excelente. Cuando no puede ver nada lanza sus caballos al galope y acaba siempre por llegar a alguna parte”.
Pero la aparición ruidosa de la “chusma de la carretera -cocheros, herreros, oficiales de correos dormidos y todo lo demás-”, siempre logrará detener la marcha sublime con alguna torpeza. Con sus gritos, sus alardes, sus riñas, su maldita brújula apuntando al magnetismo del vodka o del ron azucarado. El retrato de los cocheros tiene la condescendencia risueña que se entrega a algunos pícaros y, al mismo tiempo, la saña que cae sobre los funcionarios indispensables. Los guías de las estepas pueden ser temibles a pesar de los tontos, como el de La borrasca de Tolstoi, “una silueta negra, con el látigo y la enorme gorra ladeada”, un hombre “muy chato, de rostro redondo y alegre, boca muy grande y ojos de un azul intenso”, un cochero indeciso que en la segunda página blanca ya ha chocado contra un trineo de correos despertando un eco de insultos y caballos perdidos: “¡Condenado! ¿Acaso estás ciego? ¿Por qué has ido a dar la vuelta precisamente encima de nosotros?”.
O cocheros tercos y desafiantes de los que habla Pushkin en su elogio al maestro de postas destinado a proveer nuevos caballos en las rutas; o un cochero anciano y abatido, lento como el demonio, cubierto de nieve, “todo blanco como un aparecido. Encorvado cuanto puede estarlo un cuerpo viviente…”, como el de Chejov en Tristeza. Un hombre que conduce borrachos en la ciudad e intenta contarles que su hijo ha muerto, un cochero mareado por el dolor que sólo merece maldiciones y burlas: “¡A ver si doblas Satanás! -se oye en la oscuridad- ¿Dónde tienes tus ojos, animal? ¡Vamos, muévete!”. Sus pasajeros lo mueven a látigo como si él también fuera una pequeña jaca entumida: “Viejo charlatán, ¿me oyes? ¡Vas a recibir palos en la cabeza! Si uno trata a vosotros con ceremonia, tiene que andar a pie. ¿Me oyes, dragón? ¿O te mofas de nuestras palabras?”.
O un cochero perezoso y borracho como el Selifán de Gogol en Almas muertas, un joven narigudo y de labios carnosos que dependiendo de su humor alcohólico trata a sus caballos de “amigos”, “queridos”, “secretarios” o “imbéciles”. Selifán sigue un camino tan retorcido como su látigo al aire, está henchido de vodka y emoción por su pequeña épica contra la tormenta. Hasta que un grito de su amo lo devuelve a la realidad: “¡Cuidado, animal! Vas a volcar”. Ahora la calesa está de costado, los caballos respiran aliviados por el descanso repentino y Selifán está pensativo frente al desastre. Luego de un segundo de reflexión viene el reproche para su carruaje: “¡No es posible, has volcado!”, y el grito de su amo para cerrar la pequeña comedia: “¡Tienes una borrachera como un castillo!”.
Mientras los cocheros se encargan de ensuciar las marchas solemnes sobre los campos rusos, mientras negocian el encargo de llevar un viajero por media botellita de vodka y se echan la hopalanda de piel de cordero sobre los hombros; los amos, silenciosos, con un drama a cuestas, corren las cortinas de cuero de sus coches y piensan y sueñan y miran la tempestad desde la arrogancia de un trono tambaleante. La suavidad de la nieve bajo el trineo y de la tierra blanda bajo las ruedas, y “el monótono decorado del paisaje ruso… Toperas, abetales, bosquecillos de pinos dolientes, brezos, troncos de árboles calcinados y otras galas naturales del mismo estilo”, inspiran el monólogo turbulento de los pasajeros.
Ana Karenina sale de una molesta visita social, de una sobria y elegante humillación y una vez en el coche la rueda de sus desgracias comienza a rodar: “Me miraban como si yo fuese algo horrible, incomprensible y curioso… ¿Acaso se le puede decir a otro lo que uno siente? … Por otra parte, no hay nada gracioso ni alegre. Todo es feo. Están tocando a vísperas y este comerciante se persigna con tanto cuidado como si temiera dejar caer algo. ¿Para qué sirven todas estas iglesias, estas campanas y estas mentiras? Únicamente para ocultar que nos odiamos unos a otros, lo mismo que esos cocheros que riñen con tanta ira”.
Otro viajero de Tolstoi, algo más modesto que Karenina, disfruta sus sueños exaltados durante la tormenta, como un niño con intenciones de incendiar su cuarto para probar su porte de aventurero: “¿Cómo terminará todo esto? Abro los ojos y contemplo la blanca llanura ¿Cómo acabará? Si no encontramos haces de heno y los caballos se paran -lo que sin duda no tardará en ocurrir- nos helaremos todos. Reconozco que, aun cuando tenía un poco de miedo, el deseo de que nos ocurriera algo extraordinario, algo trágico, era más fuerte que mi temor”.
El aventurero Chichikov, comprador de almas muertas, ambicioso y metódico, también usa su coche como un silencioso gabinete. Desde la primera página, antes de ver su figura ni gruesa ni enjuta, ni joven ni vieja, “la pequeña calesa, con suspensión de ballestas, bastante bonita”, entra flamante por la puerta de una hostería y sirve para presentar a su dueño y señalar su posición y sus intenciones, como si se tratara de un confesionario hecho a su medida. Chichikov recorre en su mente todos los escalones de la burocracia que debe visitar, el largo camino le permite un inventario detallado de los poderosos que requieren de un sencillo cortejo. Ahora el balanceo del coche es útil a la memoria y la ambición: “Es difícil, desgraciadamente, recordar a todos los poderosos del mundo. Digamos solamente que Chichikov no se olvidó de nadie… Y permaneció después largo rato pensativo en su calesa, tratando de recordar inútilmente alguna otra persona que visitar”.
Solamente un héroe de Dostoyevski, el profesor Stepán Trofímovich Verjovenskii, un viajero con aires de desterrado, un condenado con pies finos, se atreverá a atentar contra la marcha inspiradora de los coches: “En la carretera se cifra una idea, mientras que en la silla de posta ¿qué idea? En la silla de posta se acaban las ideas… ¡Vive la grande route!, y sea lo que Dios quiera”. Pero muy pronto el eje de una carreta vieja lo hará arrepentirse y sumarse a la galería de los pasajeros hipnotizados. Ni el caminante solitario que desdeña los coches, ni el hombre que sale al mundo con un zurrón al hombro y no sabe a dónde va y por tanto no necesita de huellas ni rieles, puede ser indiferente al paso de una carreta de campesinos, una teliega rústica y destapada que Stepán Trofimovich ve a lo lejos y da gracias a Dios. Saluda al hombre y a la mujer que la conducen y camina a su lado sin decidirse a subir, admirando al caballuco que encabeza la procesión y a la vaca pensativa que la cierra con su cola pelirroja. Hasta que hace la propuesta adecuada: “Tengo muchos deseos de subir ahí, y les pagaría…, les pagaría media botella de aguardiente”. Al fin se negocia por medio rublo y se cambian las fatigas por el ejercicio preferido de los viajeros rusos: “Un torbellino de ideas continuaba asediándole. A veces el mismo se daba cuenta de que iba terriblemente distraído y pensaba en algo que no era lo que debía pensar, y de eso se maravillaba”. Stepán Trofimovich se ha puesto en manos de un par de desconocidos, sólo tiene cabeza para sus pensamientos, no le importa a donde lo llevan sus improvisados cocheros, le da lo mismo un pueblo que otro, “es igual, mes amis, todo es igual”.
Parece que no es posible recorrer cincuenta páginas de los maestros rusos sin subir a un coche y oír un monólogo. La tristeza, la confusión, la paranoia, las encrucijadas morales y los sueños egocéntricos son materiales que deben arrastrar los caballos, susurros a espaldas de los cocheros. Ni siquiera un ruso amante de las autopistas, las mariposas y las niñas provocativas logró evitar la escena de un padre guiando sus tristezas desde un viejo trineo de respaldo recto: “La crin del caballo negro chasqueaba con fuerza en el aire helado, las blancas plumas de las ramas cercanas al suelo se deslizaban por encima de su cabeza, y las huellas que veía ante sí restallaban con un brillo azul de plata”.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Testigo ciego




Con una palabrota -cercana a la hecatombe- se bautizó desde siempre la toma incendiaria y la retoma con artillería pesada del Palacio de Justicia en noviembre de 1985: Holocausto. Semejante calificativo justifica la aparición de comisiones de la verdad, testigos sin rostro, inteligencia militar, preguntas subidas de tono y voltaje en las caballerizas, testigos protegidos y marchas perpetuas con una foto como bandera. Poco a poco uno entiende que esa Historia, como todas las historias con mayúscula que terminan en llamas, será un expediente algo ilegible, un fárrago del que cada quien sacará conclusiones y culpables. Las pruebas irrebatibles y los testigos de excepción son un sueño más cercano a los novelistas que a los fiscales.
Hace 22 años, en la noche del 6 de noviembre, cuando el elegante bracero del Palacio de Justicia comenzaba a calentar el centro de Bogotá, un músico medio ciego, curioso impertinente, alzaba sus antenas desde la terraza de un inquilinato cercano. En la tarde, después de escuchar el EXTRA en la sede de la orquesta de ciegos Balalaika, de la que era trompetista, había intentado llegar hasta la Plaza de Bolívar para echar el poco ojo que le quedaba. Las vallas y las cuerdas de los cerramientos le sirvieron de lazarillo, y la ceguera de incentivo para la investigación. Se devolvió con despecho y sacó sus aparatos de contrainteligencia: “Como vivo cerca de la Plaza de Bolívar, en un walkie-talkie sintonicé una frecuencia. En esa época yo ya no veía muy bien pero lo oí que decían los militares era caliente, por eso me puse a grabar en casetes.”
Don Pablo Montaña grabó 4 casetes de instrucciones militares: siguió la toma en directo mientras medio país se dedicaba, con un oído en los EXTRAS radiales, a la fecha del octagonal de fútbol local que se jugaba ese miércoles. Es posible que con un radio siguiera a su equipo del alma y con el otro los contragolpes de las FF.AA. En una de las conversaciones se habla de la preocupación del General Samudio Molina, Jefe del Estado Mayor Conjunto, por el silencio de palomas que arrulla la Plaza del Bolivar:
“-Arcano 6, arcano 5
-Arcano 5
-Acaba de llamar y me dice que él nota -el general Samudio- que la situación se enfrió, que necesita que haya acción, que haya ruido, que si necesita más munición le coloca toda la que necesite, pero que no los deje descansar, que el nota que se está enfriando la situación…Cambio
-Erre, esa apreciación, es apreciación externa a la situación, pero aquí se esta tratando de reducir, de reducir a los (…) a los que están en el piso segundo, tercero y cuarto, a un reducto ya final, un reducto final con objeto de causarles la baja ya en ese sector e impedir mayores destrozos, siga.
-Erre, sí, él dice que le preocupa es la situación…que no nos pongamos a pararnos en municiones o en destrozos que haya que ocasionar, pero que quiere que haya acción cambio.”
Pablo Montaña, que terminó desentrañando arcanos, vive en una pensión un poco más al sur que su antiguo palomar, ha dejado la trompeta y ahora se dedica a cantarle a los muertos del Cementerio Central de Bogotá, acompañado de su acordeón de teclas, rojo y blanco, una caja festiva y fúnebre al mismo tiempo. Si me lo hubieran retratado en la Gente de la Universal o en Tinta Roja, una novela del Alberto Fuguet, con crímenes sórdidos, periódicos rojos y personajes populares, tal vez me habría parecido demasiado. Un acordeonista de iglesias y cementerios, ciego y piadoso a medias, con pruebas de primera mano sobre el desafío más grande de los últimos 30 años para el Estado colombiano. Guardando unas cintas que bien podrían tener encima unas canciones de duelo y despecho.
Algunos abogados han desempolvado el artículo 196 del Código Penal: “Violación ilícita de comunicaciones o correspondencia de carácter oficial. El que ilícitamente sustraiga, oculte, extravíe, destruya, intercepte, controle o impida comunicación o correspondencia de carácter oficial, incurrirá en prisión de tres (3) a seis (6) años. La pena descrita en el inciso anterior se aumentara hasta en una tercera parte cuando la comunicación o la correspondencia esté destinada o remitida a la rama judicial o a los organismos de control o de seguridad del estado.” Para el final de la película Pedro Montaña estaría animando la fiesta de navidad en La Modelo. Pero tranquilos, eso es sólo un sad end efectista. Ese delito de lesa curiosidad prescribió hace años. El verdadero riesgo es que Pablo Montaña terminé en el Cementerio Central, con la caja del acordeón encima de su caja de muerto.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Piloto de guerra




¡Esa bomba atómica es dinamita!
Sam Goldwyn
Productor cinematográfico de Hollywood
agosto 20 / 1945

Todo parece indicar que las misiones atómicas tienen una extraña relación con la longevidad. En el 2002, con 85 años cumplidos y un jardín en flor, murió en Boston Charles Sweeney, el encargado de entregar la bomba atómica en Nagasaki dado el silencio japonés luego de la primera encomienda dejada tres días antes sobre el puente de Aioi en Hiroshima. Ahora, a la edad de 92 años, acaba de morir en Columbus, Ohio, el comandante Paul Tibbets, primer timón del Enola Gay. No han faltado quienes atribuyen a la justicia del remordimiento las largas vidas de los aviadores. Pero es claro que los jefes de semejantes misiones no estaban hechos para jugar a la cara de la culpa sino al sello del honor obligado. El artillero de cola del Enola gay lo dijo con tranquilidad en 1975: “A nadie se le ocurrió pensar entonces que no todo el mundo nos consideraría héroes”. El único implicado que mostró arrepentimiento -y eso que pilotaba un avión acompañante con equipo científico- fue Claude Eatherly, un Joven desequilibrado que primero quiso mostrarse como el jefe de la misión y luego como un loco piadoso que no soportó los efectos del hongo radioactivo. Terminó en un hospital mental de veteranos luego de atracar una tienda con una pistola de juguete. Tretas de un pacifista descocado.
Pero mejor dejo a los actores secundarios en sus cabinas y me dedico a componer el pequeño obituario de Tibbets. A los 13 años, como tripulante de un biplano, dejó caer una carga de barras de caramelo Babe Ruth sobre un hipódromo en Miami. Fue su primera Misión, su primera vez en una cabina. Luego, acompañado por su gorra de béisbol en lugar del kepis oficial, fue el primer piloto americano en bombardear la Francia ocupada. Bombas sobre Rouen en agosto de 1942. Al momento de su gran prueba sobre Hiroshima Tibbets había tenido más de 40 misiones de combate en África y Europa y había sido piloto particular de Eisenshower. Una cicatriz en un brazo, ganada frente a aviones alemanes, era una de sus insignias de vuelo.
Las fotos con su B-29 a la espalda, orgulloso de mostrar las letras del nombre de su madre pintadas a última hora y de mala gana sobre el fuselaje, lo muestran como una especie de mecánico risueño, con su “cara de cómico profesional” y su suficiencia de práctico acostumbrado a unir los cables sueltos siguiendo rutas propias. En contra del padre pastelero que quería un hijo médico, su madre lo apoyó para que entrara a la academia militar y con el gesto clarividente de las señoras de pueblo en las películas gringas de tercera se encargó de bautizar el famoso avión: “Algún día estaremos orgullosos de ti”, dicen que dijo.
Según Gordon Thomas, autor de una muy larga investigación sobre la historia de la bomba, Tibbets no soportaba a los tontos y tenía la impresión de que había demasiados en el mundo. Parco de palabras y de apetito como buen jugador de póker, dueño de una risa y un ceño manejados con la precisión de un altímetro, Paul Tibbets sabía bien con quienes trataba dentro de su empresa de 15 bombarderos y más de 1000 hombres: “Me dijeron que iba a destruir toda una ciudad con una sola bomba. Era algo para pensarlo…En mi organización trabajaba un asesino, tres hombres culpables de homicidio sin premeditación y varios criminales; todos ellos habían escapado de prisión…” En cambio, cuando en septiembre de 1944 fue al laboratorio de los Álamos en Nuevo México, confundió a Enrico Fermi, Nobel de Física y creador de la primera pila nuclear, con un portero de edificio “disfrutando de un pequeño descanso no autorizado tras una noche de juerga”.
Tibbets nunca mencionó a sus hombres la palabra atómica o nuclear. La conversación más descriptiva acerca de “little boy” la tuvo con su artillero de cola unas horas antes de tocar la puerta en el castillo de Hiroshima.
-Bob, ya estamos en camino ahora puedes hablar
-Llevamos a bordo la pesadilla de un químico.
-No, no exactamente.
Acaso la pesadilla de un físico.
-Sí.
De regreso, luego de ver el hongo sobre el Japón, Tibbets cedió el mando y durmió un poco. No se sentía un héroe sino un soldado recién salido del peligro. En tierra recibió su medalla con una tranquilidad cercana a la displicencia, sin firmeza impostada, entregando a su superior un saludo militar de rutina. Tampoco participó en la fiesta de bienvenida que prometía CUATRO(4)BOTELLAS DE CERVEZAS POR CABEZA en la base de Tinian. Luego de más de 12 horas de vuelo sólo había ánimos para el sueño. Un mes más tarde Tibbets visitó Nagasaki como si fuera un simple turista, compró cuencos de arroz y bandejas talladas a mano como recuerdo. Nunca se mostró afectado por la pequeña inspección y habló de sus impresiones como quien visita un pueblo arrasado por un volcán: “ya no se veía gente quemada, solamente seres humanos dedicados a sus tareas e intentando recomponer sus vidas”.
Cuando volvió a Estados Unidos se encontró con las primeras voces de censura. Su odio por la publicidad se convirtió en hermetismo: “No deseaba en absoluto que alguien pudiera leer en mí. No tenía nada que explicar, ni deseaba explicar nada a nadie”. 20 años después de su misión en Hiroshima el general de brigada Tibbets fue enviado a la India como director de la Oficina de Suministros Militares de Estados Unidos. Algunos diarios de Nueva Delhi lo recibieron con un título honorario que levantó un alboroto de protestas: “El mayor asesino de la historia”. Muñecos con la figura de Tibbets colgaban por las calles y el general debió regresar a un escritorio en Washington.
En 1976 hizo su último vuelo con consecuencias. Comandó un B-29 cargado con bombas de humo para un espectáculo aéreo en Texas. Su maniobra era la atracción central de la reunión de “clásicos y antiguos”. Dejaría caer la bomba “An-atómica” frente a los gritos de los aficionados al rodeo. Japón protestó formalmente y el gobierno gringo que había regalado el humito para sacar el hongo inofensivo debió disculparse. Tibbets se encogió de hombros frente al escándalo: “el ruido fue ridículo…la exhibición fue simplemente una recreación de la historia, parecida a tantas otras que se celebran en el mundo entero”.
Tibbets no había leído el famoso poema Sankichi Toge:
“Devuélvanme a mi padre, devuélvanme a mi madre. /
Devuélvanme a mi abuelo y a mi abuela;
devuélvanme a mis hijos y a mis hijas. /
Devuélvanme a mí mismo. /
Devuélvanme a la raza humana. /
Mientras esta vida dure, esta vida,
devuélvanme la paz /
Que nunca se acabe.”
Sería pedirle demasiado, no estaba dentro de sus manuales de instrucción y no era una terapia recomendada para sus sueños tranquilos. Además de un piloto con mando y pericia Tibbets era un hombre con una sensatez a prueba de uranio: “Estaba convencido que no era más que una víctima de una cambiante actitud pública hacia lo que le habían ordenado hacer sobre Hiroshima”. Sabía muy bien que la suya no sería una lápida para descansar en paz. Su cuerpo ya fue cremado y si se cumple su voluntad sus cenizas serán lanzadas desde un pequeño avión sobre Ohio. Una prueba más de que la materia no se destruye, sólo se transforma.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Un arca de piratas




Los mapas de África y Europa marcan el primero de sus desencuentros. El perfil de una corona de llamas en Grecia, la bota cincelada de Italia, la cabeza de España olisqueando el gran cráneo africano. Europa como la obra meditada y pulida de un miniaturista, un pequeño regimiento de soldados de plomo con adornos y plumas en los extremos, el coro de una iglesia con sus tallas minuciosas. África como un hueso abandonado, un trozo de marfil ajeno a los fiordos, con el cuerno de Somalia como el único dibujo que sobresale entre las arenas.
Durante siglos Europa se encargó de componer un amplio diario de horrores con sus aventuras en África. Los civilizadores volvían convertidos en demonios, contagiados por la barbarie reinante, aterrados de sus propios desarreglos. Desconfiando de los viejos límites. Darwin tenía razón: los seres humanos constituían una única especie. Pero emparentada por las pesadillas comunes antes que por los sueños y las utopías.
Las buenas intenciones y las maneras del maestro paciente y comprensivo fueron desmentidas hace años. La vista de Conrad sobre un Londres señalado por sombras y resplandores monstruosos lo dejó todo muy claro: “Y éste también ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra”. Pero la compasión ha venido a reemplazar los viejos ideales civilizados y Europa todavía intenta salvar a los africanos de su desorden y sus pestes. Las jeringas son ahora el instrumento preferido y la cruz roja es el estandarte.
Hace unos días cincuenta familias francesas esperaban ansiosas el momento para entregar sus arrestos de misericordia en el aeropuerto de Rems-Vatry al noreste de París. Un paquete de más de cien niños africanos, enfermos y huérfanos provenientes del conflicto en Darfur, llegarían en el arca de una ONG conformada por misioneros modernos. Los niños estaban vestidos con camisetas del Barcelona español: el número de Samuel Eto`o en la espalada y las letras de la UNICEF en el pecho. Pero el arca debió quedarse en el aeropuerto de Abéché donde los misioneros fueron acusados de piratas. Muy pocos de los niños resultaron ser huérfanos, no estaban enfermos y no venían de Sudán sino de Chad. La legislación de ambos países prohíbe la adopción. El presidente africano Idriss Deby grita indignado: “Los occidentales se están robando nuestros niños”.Y su ministro de turismo que estaba de turismo en España pone la estocada: “Mi pueblo está realmente indignado. Los occidentales han sido los que supuestamente han venido a darnos clases de derecho, los que nos enseñaron los derechos humanos. Y ahora vienen a nuestro país a violar esos derechos humanos… La gente cree que en África está todo permitido y no es así.”
Parece que los nuevos samaritanos, “los emisarios de la compasión, de la ciencia, del progreso y el diablo sabe cuántas cosas más”, pueden ser tan peligrosos como el prototipo de los comerciantes de marfil. Los ángeles europeos pueden merecer dormir al raso en las cárceles centro africanas y ser condenados a veinte años de trabajos forzados. Para encarnar un paradigma del imperialista en desgracia. “Es un caso perfecto, intachable: engreídos blancos robando niños negros. Pero sirve sobre todo para dejar claro a los franceses que ya no pueden considerar a Chad como su finca particular”, dice uno de los diplomáticos occidentales en el vecino Sudán. Ahora las mujeres de Chad marchan contra los franceses y los periodistas occidentales son recibidos a piedra y palo. Los mil soldados franceses en Chad duermen con los ojos abiertos. Alguien se encarga de recordar la vieja incertidumbre de W.H. Auden: “Un extraño y pícaro mañana se despide en alguna parte. Poniendo a prueba a los hombres de Europa, y nadie sabe a quién tocará el oprobio, a quién la riqueza, a quién la muerte”.

jueves, 25 de octubre de 2007

Humos de California




A finales de los años 50 los parques naturales de los Estados Unidos, las montañas de California especialmente, sirvieron de refugio para los primeros caminantes hastiados de las ciudades, solitarios hipnotizados por el resplandor que prometían las quietudes orientales. En Los vagabundos del Dharma, la novela con acento budista de Jack Kerouac, el protagonista pasa tres meses como guardia forestal voluntario instalado en una atalaya con vista a los picos tibetanos. Frío, soledad iluminada y visiones lunares en el Monte Desolación. La marihuana hace de incienso inofensivo y rutinario. “Noches negras con señales de osos: allí abajo, en el agujero para la basura, las oxidadas latas de leche agria solidificada y evaporada, mordidas y destrozadas por poderosas garras…”
Cincuenta años más tarde, los guardias de las reservas forestales en California han cambiado sus santos harapos por un rifle automático. El Estado de la costa oeste se ha convertido en el mayor cultivador de marihuana de los Estados Unidos, que a su vez ha logrado el primer puesto entre los países productores del humeante cogollo. Los guardias de la generación beat repetían sus mantras a las flores de loto, mientras los guardias actuales, instruidos por la DEA, repiten una verdad tan vieja como la risa aromática que produce la cannabis: “Creo que los sembrados continuarán aumentando, expandiéndose hacia el Este a lo largo del país y hacia el norte en dirección a la frontera con Canadá”.
Los pequeños condados cercanos a las reservas forestales, rodeados por millones de matas de cáñamo, siguen siendo un bastión prohibicionista. Sus habitantes comparten todavía la visión religiosa y paranoica de los jefes de policía de los años cincuenta, que atribuían a la ganja poderes satánicos que adormecían la voluntad, despertaban la sed de sangre y pervertían hasta las certezas anatómicas, convirtiendo a los hombres consumidores en engendros con siluetas femeninas. El regente del pequeño condado de Lakeport, con 5.100 habitantes y un enorme solar cultivado de hierba, es enfático como un capellán: “No se permitirá ningún tipo de cultivo de marihuana. No nos importa si tiene permiso médico. No lo cultivarán en la ciudad de Lakeport, al aire libre o de puertas para adentro. La mejor manera de entender nuestra ley es la expresión: ¿Qué parte de NO fue la que no entendiste?”
En estos días el fuego purificador en California bien pudo dar una alegría a los puritanos y arrasar con las 15 millones de matas de marihuana en sus montañas; pero el caprichoso viento decidió embestir contra los bambúes y las orquídeas de las mansiones inflamables en la otra orilla. Atendiendo el viejo ruego de los poetas alucinados, guardando el humo venerable para mejores ocasiones y esparciendo un velo suntuoso, una nube blanca saliendo de miles de casas con chimeneas.

domingo, 21 de octubre de 2007

Historia de una colgada

Mucha gente me ha preguntado por el futuro de mi columna en El Colombiano y creo necesario contar lo que pasó. Mi columna sobre la diligencia penal a la que me convocó Luis Pérez llegó un poco tarde el jueves 27 de septiembre para la publicación el viernes 28. Terminé mis alegatos ese mismo jueves a las tres de la tarde y tuve apenas dos horas y media para contar mi visita a los despachos del edifico Veracruz. Desde ese mismo jueves el jefe de las páginas de opinión me dijo que la columna no saldría al día siguiente, estaba fuera de límite de clasificación, como en el ciclismo, pero me aseguró que le buscaría espacio para el sábado o el domingo. Al fin la columna nunca apareció y Fernando Quijano, editor general, me citó para conversar sobre el asunto el martes siguiente. La petición era muy clara: releer la columna, intentar tocarla, bajarle el tono. El argumento era que la campaña estaba muy caldeada, que las voces habían subido el tono más de lo necesario y, que incluso, a otros columnistas se las había hecho la misma solicitud respecto a columnas que atacaban duro al candidato Alonso Salazar. Debo reconocer que se me ofrecieron varias opciones: podía escribir sobre otro asunto y hasta comentar lo sucedido señalando que El Colombiano no había publicado mi columna por algunas diferencias y que la versión completa se podía encontrar en mi blog.
Al salir del periódico no sabía muy bien qué pensar. Sólo tenía claro que no volvería a escribir esa columna. No por orgullo de redactor sino por físico cansancio. Volver a pensar en la escena judicial y contarla a media lengua, luego del impulso original, era imposible. Al llegar a la casa sentí que El Colombiano jugaba, por cálculos económicos o políticos, con la contraparte, que cuidaba más la sensibilidad de un candidato que el derecho a opinar de un columnista al que se intentaba acallar por la vía judicial. Como le dije a Quijano sentí que había perdido la batalla por fuera de los argumentos y que había una absoluta falta de respaldo de parte del periódico.
Hace poco, en una conversación telefónica, Héctor Abad me recordó lo sucedido en la anterior campaña a la alcaldía de Medellín. Una columna suya y otra de Alberto Aguirre fueron engavetadas con un argumento exactamente igual al que se me dio como justificación para guardar la historia en la fiscalía: campaña muy caldeada, necesidad del periódico de no entrar en descalificaciones personales, tono desmesurado. En esa ocasión se les dijo a los columnistas que el periódico había decidido cerrar el tema candidatos en sus páginas editoriales.El domingo siguiente el editorial de El Colombiano recomendaba a Sergio Naranjo como la mejor opción a la alcaldía por ser un candidato con experiencia en el manejo de la ciudad.
Esa historia repetida me hace pensar que El Colombiano mira las elecciones con temor de contratista, con lealtad partidista, con oídos a muchas voces antes que a una firme conciencia periodística que le permita tomar los riesgos necesarios y suficientes para una empresa de su tamaño. Pocos periódicos pueden lograr el nivel de poder económico y periodístico de El Colombiano y semejante activo se debe gastar con valor, con insolencia frente al poder intimidatorio de los políticos. Hace poco la campaña de uno de los candidatos repartió pasquines en los que abogaba por renovar la implantación de la vieja costumbre de colgar a los calumniadores de la lengua. O sea a los opositores. En sentido figurado El Colombiano terminó por darle la razón al candidato inquisidor. Así que no he perdido los ánimos para pergeñar mi cuartilla y media de los jueves, pero sí para enviarla al periódico al final de la tarde.

jueves, 18 de octubre de 2007

Fatiga política

Ni siquiera los cínicos salen bien librados luego de dedicar algunas palabras al encono que supone la política. Se ha dicho que Barba-Jacob vendió su pluma al mejor postor inflamando periódicos por toda Centroamérica, trocando sus diatribas en halagos según los réditos prometidos a su imprenta. Decía poseer apenas la moral indispensable para sobrevivir. En su periódico Fierabrás y nada más acusaba a un Secretario de Estado mexicano por haber “derramado torrentes de oro para subvencionar clandestinamente algunos periodicuchos”, entre ellos el suyo.
Pero dedicar el infierno de su lengua al “coro angelical” de las consignas le trajo afanes incontables más allá del imposible remordimiento. En una carta dirigida a su madre en 1916 cuenta su suerte de gacetillero: “Durante seis años estuve trabajando en México con todas las energías que Dios me dio y logré crearme una buena posición…; pero vino la guerra y yo, metido en el torbellino de la política, tuve que correr la suerte del país. Al entrar la revolución de Carranza y Villa, y después de año y medio de agitación y peligro, tuve que salir huyendo para Guatemala. No necesito decirte que en la fuga perdí todo lo que tenía, es decir, mis libros que eran más de cinco mil….”
La última campaña en Medellín, acompañada de denuncias penales, vetos universitarios y amables mordazas periodísticas, me ha hecho pensar en las delicias de los poetas que no ven más allá de sus brumas predilectas; poetas bucólicos que desdeñan los pleitos de palacio y se deleitan con las iridiscencias de los pantanos; o sienten piedad ante la estupidez de los príncipes.
Por qué no tener el talante de Diógenes El perro -termina uno por preguntarse-, ese filósofo griego que Platón definía como un Sócrates enloquecido, que vivía disfrutando de su vida canina, tomando el sol en medio del ágora mientas las ciudades griegas se debatían en guerras civiles y crisis políticas. A sus ojos la política sólo era digna de parodia. Y el mundo del poder constituía apenas un espectáculo grotesco.
Me he preguntado, entonces, que veneno me empuja a hablar de política, a ocupar el escaso tiempo de trabajo en comentar las costumbres sucias de una bandada que trina y picotea. Y la única conclusión es que el asco es un motor poderoso: así como los olores nauseabundos producen una reacción involuntaria e inevitable, la política sucia se encarga de obligar a una opinión sobre las mentiras patentes, los robos a mano alzada, el timo que se disfraza de altruismo. Y a una pequeña insolencia contra las amenazas veladas. Así que los políticos con mañas mafiosas son sobre todo culpables de empujarnos a comentar el abismo de sus mentiras, a narrar su carrusel de caballos amarrados como si fuera un derby.
Además de llevarnos a las preguntas desalentadoras sobre la política, los demagogos burdos nos conducen al interrogante sobre la democracia, al profundo escepticismo de los anarquistas y la sátira de los solitarios. H.L. Menkcen decía disfrutar colosalmente la farsa de la democracia. “Es singularmente necia, y por lo tanto singularmente divertida. ¿Enaltece a los pelafustanes, los cobardes, los farsantes, los timadores, los brutos? Entonces el placer de verlos derrumbarse compensa y diluye la pena de verlos trepar.” ¿Será la risa el último antídoto?

jueves, 11 de octubre de 2007

La vida de las catedrales





A comienzos del siglo XX Marcel Proust publicó en Le figaro un artículo de poética política titulado La muerte de las catedrales. A sus 33 años Proust se dolía de las intenciones del parlamento francés de suspender el apoyo estatal a la celebración de los rituales católicos. Consideraba que la separación Iglesia-Estado no debía afectar la más importante de las representaciones “teatrales” de Francia: “Puede decirse que gracias a la persistencia de los mismos ritos de la iglesia católica, y, por otra parte, de la creencia católica en el corazón de los franceses, la catedrales no son únicamente los más bellos monumentos de nuestro arte sino los únicos que viven aún su vida integral”. Las catedrales sin vida litúrgica serían “unos cascos de navíos cincelados” sobre las playas de los campos y las ciudades francesas.
El exceso de incienso y el amor por el simbolismo católico, por la estola que es el dulce yugo del Señor en el cuello del sacerdote y la mitra de dos picos del obispo que representa la ciencia del antiguo y el nuevo testamento, hizo que Proust desconociera la gracia de las iglesias silenciosas, las iglesias sin sermón en las tardes de las ciudades: cavernas altas que sirven de refugio a algunos arrepentidos, que acogen el cansancio de los ateos, la lectura desocupada de los esotéricos, los murmullos de una conversación aplazada.
En las últimas semanas usé las catedrales de Medellín y Pereira como escampadero de aguaceros o rutinas. Entrar a una iglesia sin la necesidad de darse la bendición, como simple observador del sedimento que va dejando en sus bancas un día de mareas, se convierte en una pequeña revelación sin Dios. Las catedrales, cuando el rito está encerrado en la sala de maquinas de la sacristía, son un extraño santuario citadino, el más delicioso de los escondites que pueden ofrecer las ciudades. Y el más suntuoso. Dos o tres pasos más allá de la puerta y es posible olvidar las mezquindades de humo, el tedio vulgar de todas nuestra aglomeraciones. Las iglesias mudas le dan majestad a todos sus habitantes. Los mendigos parecen anacoretas recién bajados de los montes cercanos, los ancianos amargos son pensadores serenos, las viejas beatas se dulcifican con el aire de un abanico improvisado.
Incluso queda tiempo para las visiones desorbitadas, los ataques de imaginación. En Medellín, las escaleras retorcidas para limpiar las alturas del polvo que todo lo corrompe, parecen catapultas de la edad media, listas para ser empujadas al atrio en caso de una invasión bárbara. En Pereira el techo de arcos y vigas entrecruzadas recuerda una postal de los acueductos romanos o una foto de archivo de un viaducto, un viejo paisaje de trenes.
Un ateo vociferante como el Fernando Vallejo de la Virgen de los sicarios, compinche de un asesino caprichoso, sabe muy bien qué entregan las iglesias durante el receso de sus arengas: “…Veníamos a buscar lo mismo: Paz, silencio en la penumbra. Tenemos los ojos cansados de tanto ver, y los oídos de tanto oír, y el corazón de tanto odiar.” Es imposible resistir el encanto de las iglesias apagadas, su sombra, su clima artificial. En Medellín algunos intentan atravesar la Catedral de puerta a puerta, para acortar camino en las malditas calles. Entran afanados y van disminuyendo el paso, levantado el pico hasta que se detienen. Se sientan en una banca. Tal vez descubren el secreto que celebra Vallejo en su entrada a las bóvedas de la iglesia de San Antonio: “Pasamos a la iglesia y miré hacia arriba, y por primera vez vi desde adentro la alta cúpula que había visto desde afuera mi vida entera dominando el centro de Medellín”. La sorpresa de los espeleólogos en una caminada de rutina.
Con solemnidad repetida aparece la señal para interrumpir la ensoñación. Suenan las campanas, que según Proust simbolizan la voz de los predicadores, y se acaba el embrujo. No queda más que recoger el encargo profano que habíamos olvidado en la banca y salir a paso largo antes que enciendan la majestad de algún cirio.

viernes, 5 de octubre de 2007

Doctor en mentiras

En un reciente debate en televisión Luis Pérez habló de prestarles plata a los universitarios con el simple diploma como garantía. Decía con la buena cara del benefactor que el pergamino universitario era prenda de garantía suficiente, que era necesario darle un valor más alto que el simple altar de los logros personales. Pero resulta que el candidato es un especialista en inventar títulos falsos, en firmar cartones a su nombre. Siempre ha dicho que es PH.D de la universidad de Michigan de Estados Unidos pero en el momento que El Espectador intentó confrontar su supuesto doctorado, el ex-director del Icfes se echó para atrás, con aires sorprendidos sostuvo que nunca había afirmado tal cosa y corrieron a bajar la página www.luisperezalcalde.com donde decía muy claramente: “Luis Pérez es ingeniero industrial de la Facultad de Minas de la Universidad Nacional, con máster en matemáticas de la misma universidad y PH.D de la Universidad de Michigan de Estados Unidos”. Parece que le tocará hacer un remiendo en su hoja de vida. Aquí va la prueba del Doctor en mentiras.


1. La página de Internet de Luís Pérez contiene la siguiente información. “Luis Pérez Gutiérrez, candidato liberal por la alcaldía de Medellín. Es Ingeniero Industrial de la Facultad de Minas de la Universidad Nacional, con Master en Matemáticas de la misma institución y PH.D de la Universidad de Michigan de Estados Unidos”.
2. Desde tiempo atrás han existido sospechas sobre la veracidad del título de doctorado de Luís Pérez. Fernando Quijano, editor de El Colombiano de Medellín, elevó un derecho de petición al respecto en días recientes. Los resultados de esta indagación no se conocen.
3. Comprobar la autenticidad del título doctoral es un asunto sencillo. Las universidades de los Estados Unidos exigen (sin excepción) que todos sus doctorandos entreguen una copia de la tesis a la biblioteca. Este es un requisito indispensable para obtener el diploma. Por lo tanto, si la Universidad de Michigan le otorgó un grado de doctor a Luís Pérez, su tesis tiene que estar en el catalogo de la biblioteca. Si no está, esto indicaría de manera definitiva que Luís Pérez no recibió un título doctoral por parte de esta universidad.
4. El catalogo de la biblioteca de la Universidad de Michigan (la universidad pública más importante de los Estados Unidos) puede consultarse por Internet (http://mirlyn.lib.umich.edu), lo que permite una comprobación inmediata de la existencia del título doctoral.
La totalidad de las tesis doctorales se encuentran microfilmadas en el Buhr Shelving Facility. Y la totalidad se encuentran en el catalogo. De nuevo, todas las tesis, sin importar la fecha de publicación, están incluidas en el catalogo. Si Luis Pérez hubiese obtenido un titulo de doctorado, la búsqueda arrojaría algún resultado.
5.¿Qué arroja la búsqueda? Nada. O mejor, una serie de publicaciones escritas por homónimos del candidato. Aparece incluso un tal Lupe Pérez, un dramaturgo costarricense que escribió una serie de obras históricas sobre los indios Quiché. En la enormidad electrónica del catalogo de la biblioteca de la Universidad de Michigan, no hay una sola mención del político colombiano y supuesto doctor.
6.La evidencia no deja dudas. Luís Pérez Gutierrez no obtuvo un doctorado de la Universidad de Michigan. Cualquier ciudadano con un computador y media hora de tiempo puede comprobarlo. Luís Pérez no existe en los catálogos universitarios y por lo tanto su título doctoral es una ficción.

jueves, 27 de septiembre de 2007

En la oficina del fiscal




Pensaba gastar mis setecientas palabras en una loa a los monjes budistas de Birmania, a su marea de azafrán entre los monzones y a su bandera ilusa como cualquier nirvana: “La bondad ganará siempre”. Una alucinación movida por el hambre. Diez mil monjes descalzos que esconden su plato vacío del favor de arroz y pan que ofrecen los militares, con la actitud de una bandada disidente y altiva, merecían una hoja periódico para el piso de su jaula en Asia.
Pero una inoportuna diligencia judicial me sacó del cuento budista, poniéndome de frente con otro tipo de pájaros: mirlos de garra fina, coloridos y peligrosos. El asunto comenzó con una carta de citación a la fiscalía para responder por una presunta injuria contra Luís Pérez Gutiérrez. Desde los tiempos de una travesura adolescente no visitaba uno de esos cenicientos palacios de la justicia. Chirridos de impresoras entre corredores, pisos enteros clausurados, abogados que se preguntan la hora en el túnel de las escaleras. He visitado edificios lúgubres de apostadores venidos a menos, de impresores sacando sus últimas copias, de coleccionistas feriando sus sellos. Pero la alegría de ver un antiguo hotel convertido en una tétrica fortaleza de folios y barandas se la debo a un político experto en comparecencias penales. Fue casi una visita guiada.
El ofendido llegó unos minutos tarde a la audiencia de conciliación. Acompañado de un abogado de película mexicana, con camisa y corbata rosada y un prendedor dorado con la balanza de la justicia en la solapa. Las gafas oscuras estaban en el bolsillo, listas para usar en las horas de descanso profesional. El demandante lucía el gesto grave de quien ha sido mancillado, además de su traje impecable y sus mancornas redondas, trenzadas de oro, con una perla en el centro. Mientras se tomaban los datos de los presentes el candidato demandante fingía dedicar su atención a un cuadro del quijote colgado en una de las paredes de la oficina. Para demostrar que además de las marrullas legales tiene tiempo para los deleites estéticos.
Una vez iniciada la audiencia la fiscal le preguntó al ofendido por sus pretensiones. El hombre, con ceño compungido que casi llegaba al ojo lloroso, afirmó que yo había “destruido su dignidad” y que debía devolvérsela. Pregunté por el decir específico con que había logrado semejante agravio y la fiscal me leyó una parte del expediente. En un reciente artículo titulado Repugnancia electoral dije que Luís Pérez resultó un fiasco como alcalde de Medellín, y agregué que era un candidato demagogo y frívolo. Dije también que me gustaría que los electores de esta ciudad asociaran su nombre al unto y al abuso, porque considero, como uno de los habitantes de este valle, que sus actuaciones como alcalde fueron muchas veces abusivas y muchas veces dudosas, dignas de ser miradas con desconfianza por los electores que ya una vez mordieron el anzuelo brillante de sus promesas.
Se me ofrecieron como alternativas la retractación o el compromiso de no referirme al ofendido hasta pasado el 28 de octubre. Tocará incluir un nuevo adjetivo para el compungido candidato. Resultó cínico, además de todo. No me puedo retractar porque guarde con celo una memoria de su amplia colección de pifias. Por acción, por omisión, por descuido, por gusto. Es mi opinión como ciudadano sometido a los poderes del gobernante y creo que tener una opinión sobre un político es un derecho elemental. He enumerado varias veces sus desastres de soberbia, sus números magros, sus escándalos profusos y no quiero repetirlos. También se dolía el expediente de que yo lo hubiera llamado demagogo, y en un giro de genialidad decía que lo había rebajado hasta las alturas de Nerón, culpable de entretener a su pueblo con pan y circo. Resulta que Luís Pérez no sólo es demagogo por prometer lo que no depende de sus poderes y lo que no tiene respaldo en la lógica pública, sino que además tiene la osadía de refrendar sus promesas ante notario. Un demagogo con aires formales que cree que la administración municipal es un asunto entre el elegido y sus votantes. También dije con un toque de frivolidad que era un personaje frívolo. Y creo que sus gustos de príncipe de reinas de belleza lo confirman, además de sus propuestas cercanas a la ciencia ficción y de sus elegancias de pingüino, un poco impostadas y un mucho patéticas.
Al final dije que era imposible que yo renunciara a referirme a un candidato, que debía hacerlo muy a mi pesar. Porque los candidatos no pueden imponer el silencio de los periodistas por la vía judicial. Al menos eso fue lo que me dijeron mis profesores de derecho sin prendedor de oro en la solapa. Ya en la despedida el abogado de gafas oscuras en el bolsillo pidió una constancia de su comparecencia en la pequeña comedia. Miró a su poderdante y le dijo entre dientes: “Para poder cobrar los honorarios”. Los deje riéndose con la malicia de las urracas.

martes, 25 de septiembre de 2007

Un poco de patria, un poco de droga





La mal reputada Colombia ha cultivado en las últimas décadas una nueva obsesión, una angustia adolescente que la distrae y la tortura. No pasa una semana sin que se duela por lo que se dice de ella y sus gentes en el exterior. Todos los días intenta pulir su imagen internacional y revisa con devoción, como un horrendo Narciso, su cara en el espejo de los periódicos del mundo. Intenta pulir los modales de sus asesinos y sus traficantes con hazañas de ciclistas y patinadores, con trofeos de cantantes, caminatas de modelos y robustas exposiciones.
Hace unos años el complejo de patria maldita nos llevó hasta extremos patéticos. Resulta que en Italia se pusieron de moda unas camisetas con leyendas que recuerdan a Pablo Escobar y su oficio. Los jóvenes comenzaron a salir a la calle con el nombre del capo más sanguinario de la historia en sus espaldas: “Cocaína de Pablito”, “Pablo Escobar – El duro”, “Narcotráfico”, “Brazo de la muerte”. Imagino que los muchachos caminaban con aire de Corleones con semejante respaldo, desafiando al mundo con El Patrón en su T-shirts. Jugando a los chicos malos por la módica suma de 30 Euros.
A Colombia no le gustó el chistecito. La única mula que reconoce internacionalmente es la de Juan Valdez. Y a Catalina Sandino. Tanto que el portavoz de la embajada en Roma presentó una queja ante el gobierno italiano por considerar que la narco-colección constituía una apología del delito. Además, la embajada regaló 1000 camisetas con un dibujo de Fernando Botero para contrarrestar la imagen negativa de la moda que eligió como icono a un mafioso brutal. ¿Pensaría el embajador Fabio Valencia en el cuadro que el maestro Botero donó al Museo de Antioquia donde se representa la muerte de Pablo Escobar? ¿Sería ese el elegido para la indignada campaña de reivindicación nacional? ¿Se habrá quejado el gobierno italiano cuando a Pablo Escobar le dio por bautizar su sabana africana en Doradal con el nombre de Hacienda Nápoles?
Algunos buses en Medellín tienen en la plaqueta que anuncia sus recorridos el Barrio Pablo Escobar como destino. Es extraño ver ese nombre marcando un lugar de la ciudad. Pero no se trata de incitación a la violencia o de apología del delito, es sólo un hecho cumplido, el recuerdo de una realidad extravagante y atroz. Será imposible que Colombia niegue la paternidad de un mito sangriento y que su nombre no se asocie con el de su forajido más célebre, pero no le corresponden vergüenzas por haberlo padecido. Sólo un desorden y un dolor que nadie entiende. Incluso podríamos recriminar a los ciegos puritanos que nos han embarcado en una guerra contra demonios de polvos y yerbas. Yo sé que las embajadas aburren por momentos y que las visitas a los museos cansan. Pero el celo de la delegación colombiana por la vestimenta de unos jóvenes escandalosos es un síntoma de falta de oficio que raya en la ridiculez.
Y así estamos todos, cargando un complejo adolescente y agitando banderas y logros nacionales. Diciéndole al mundo que no somos tan malos como ellos creen. Regalando flores y frutas. Mostrando el mapa, las mochilas y los sombreros de iraca. Pintando mariposas amarillas, ensalzando vacunas dudosas y entregándoles las llaves de nuestras ciudades a cronistas deportivos. Regalando tintos y porros a dos manos.
Ahora el asunto acaba de renovarse con un documental sobre Colombia rodado por un nieto de Luis Buñuel. Se han visto apenas dos minutos de su correría y ya estamos de nuevo avergonzados hasta los lamentos. La embajadora Noemí Sanín ha prometido invitar al atrevido con toda su familia a Colombia para mostrarle algún parque natural y demostrarle así que se equivoca de cabo a rabo. La camioneta blindada de Wilson Borja es la locación que se alcanzó a entrever, y según dice Eduardo Escobar, el hombre del sombrero retrató al país con un perfil cercano a la Camboya de Pol Pot. “Las carreteras de Colombia se cierran a las cuatro de la tarde y las calles están vacías a las nueve de la noche bajo el imperio del terror”, dice el señor Borja. Es claro que ahora tenemos un nuevo enfrentamiento entre quienes se dedican a vender retratos hablados de nuestros males y virtudes. De un lado están los que se sienten en las calderas del infierno y del otro los pregoneros de milagrerías, para tomar prestadas las palabras del poeta. Colombia se convirtió en la patria de Uribe Vélez, en su realización, su hija tuntunienta; y se habla de ella para condenar o canonizar al padre fundador de hace cinco años. Y ya sabemos que los partidarios convencidos son buenos sermoneros y malos retratistas.
Pero a mi juicio el verdadero problema de la mala imagen colombiana, de nuestras vergüenzas perpetuas, no está dado por lo que dicen los diarios extranjeros y las gentes extranjeras. Al fin y al cabo los periódicos son una colección de estruendos y es lógico que algunos de los nuestros salpiquen algunas segundas páginas. Tampoco nosotros sabemos de Ucrania mucho más allá de su candidato a la presidencia supuestamente envenenado por el gobierno. Suponemos entonces un país de espías despiadados. El verdadero problema lo planteó hace poco un libro de Eduardo Posada Carbó titulado La nación soñada. Allí queda claro que los colombianos pensamos de Colombia cosas mucho peores que las que intuyen los más enconados de nuestros críticos internacionales. Y la postura que nos condena tan fuertemente no viene de las clases populares, como una respuesta espontánea e irracional al mensaje los noticieros de televisión, proceden por el contrario de lo que Posada Carbó llama “los eruditos”: Escritores, pintores, comentaristas de opinión y académicos, entre otros.
En el 2004, Fernando Botero, luego de donar una serie con cuadros de algunos de nuestros momentos más trágicos, dijo con tono de pesadumbre por el exceso de tema: “La tragedia que atormenta y agobia a Colombia es de tal magnitud que ha invadido mi trabajo”. En 1960 García Márquez afirmaba con contundencia: “La novela de la violencia es la única explosión literaria de legitimo carácter nacional que hemos tenido en nuestra historia.” Luego de una exposición sobre arte y violencia en el Museo de Arte Moderno de Bogotá un profesor de colegio le diría a un periodista que había salido con miedo, y remataba: “tanto de mí mismo como de lo que nos hemos convertido como sociedad”. Según Posada Carbó hemos confundido los retratos de la violencia con la identidad nacional, como si fueran un espejo de nuestra personalidad bárbara. Y por esa vía nos hemos resignado a autoinculparnos como una “sociedad enferma y asesina”.
Los periódicos de todos los días, los nuestros, no los foráneos, repiten la condena en tono lírico o indignado. Comencemos por el extremo del incendiario mayor. Fernando Vallejo ha dicho en sus días de aire tierno: “Colombia es un desastre sin remedio. Máteme a todos los de las FARC, a los paramilitares, a los curas, a los narcos y los políticos, y el mal sigue: quedan los colombianos”. Pero no son sólo los arrebatos del pirómano. Eduardo Escobar un poco menos drástico ha repetido hasta el cansancio su sentencia: “Somos un país asesino dedicado al corazón de Jesús”. Y si quieren revisar el diario de hoy encontraran una condena de segunda instancia: “Para confirmar la melancólica verdad, es decir, que los colombianos nos matamos cada día desde la primera estrella hasta el último sol en una orgía fraternal…” Para pasar del diagnóstico nadaísta a las palabras de uno de nuestros anfitriones de hoy, oigamos a Héctor Rincón luego del terremoto de Armenia: “Cuando no somos nosotros lo que nos canibalizamos, es el dios de los colombianos que nos está recordando que lo merecemos”. Y si el dios nos castiga con razón, el editorialista de El Espectador con alma de curandero moderno, pregunta por la posibilidad de encontrar los genes “en particular que inciden en nuestra propensión a las masacres y el secuestro”. Pero estoy dejando por fuera a un implacable de vieja data. Alberto Aguirre grita desde su tribuna de Cromos: “Qué vergüenza pertenecer a esta sociedad, estar aquí incrustado”. La responsabilidad individual ha terminado entonces por diluirse en medio de las los cantos y los lloros de las culpas colectivas. Luego del collar bomba que mató a Elvia Cortés en el año 2000. Antonio Caballero escribió en su columna: “Da lo mismo conocer la identidad de los asesinos ya que en el fondo aquel era el collar de la muerte, que como una guirnalda de flores, nos vamos colgando los colombianos los unos a los otros en un ritual macabro.” Lo clave era aceptar que ese collar lo colgaron “unos colombianos u otros colombianos, y si no, los colombianos restantes”. Incluso un presidente en su discurso de posesión, dijo citando a nuestro Nóbel: “Nos matamos unos a otros por la ansias de vivir”.
Así que mientras peleamos porque nos dicen mafiosos en el exterior, nos empeñamos en graduarnos de asesinos sin remedio en el interior. Todos al tiempo, sin diferenciar entre las víctimas y los victimarios. Un estudio realizado por Myriam Jimeno Santoyo, citado por Posada Carbó, concluyó que al contrario del discurso erudito que se empeña en la patología social y la tara colectiva, en los sectores populares la violencia se identifica con un “origen personal”, con problemas que tienen un contexto cierto y unas causas con posibilidades de ser descubiertas.
Un estudio más reciente, realizado por la Universidad de los Andes y en particular por Mauricio Rubio, sugiere que la violencia “impulsiva y rutinaria”, esa que nos condena a todos como asesinos en potencia, como ciudadanos irascibles que disparan como si parpadearan, es el menos extendido de nuestros males. Y que por el contrario las muertes de nuestras cifras oficiales están dadas por “la consolidación de unos pocos, muy pocos, criminales y agentes violentos con un gran poder, ante los cueles el ciudadano se siente amenazado, inerme y desprotegido”. Y la cifra final para la reflexión es bien diciente. Si cada uno de los homicidios que se comenten en el país es ejecutado por una persona distinta, apenas el 0,1% de la población sería homicida.
Creo que la invitación de Posada Carbó a pensar en un concepto de nacionalidad que pueda desligarse de la cantaleta del país enfermo y homicida, es un gran punto de partida para identificar nuestros males verdaderos, para pensar en las culpas ciertas y no en cantos generales a nuestra maldad general. Nada peor que un país que se autoflagela sin reflexión al interior mientras se disculpa con aires patéticos en el exterior.
En este momento la ciudad más violenta de nuestro país es Buenaventura. Y eso no convierte a sus habitantes en unos malvados repentinos. Solo nos dice que los grupos armados tienen intereses claves en esa región, y que los envíos de drogas desde el pacífico han convertido a Buenaventura en una encrucijada donde los mafiosos cobran y pagan con vidas.
Estará bien entonces terminar esta pequeña reflexión con una anécdota inicial del libro de Eduardo Posada Carbó. Cuando una señora en una cena elegante en la Universidad de Oxford, al saber su nacionalidad le preguntó: “¿Cuándo van a ustedes a dejar de de matar a nuestros jóvenes con sus drogas?” Posada Carbó quiso responderle con serenidad inmarcesible: “¿Cuándo van ustedes a dejar de consumir drogas y de financiar así a las organizaciones criminales responsables de tanto asesinato en Colombia?”. La cordialidad exigía otra respuesta y Posada Carbó se fatigó en explicaciones, hasta que al final uno de los asistentes a la cena, ya cansado, le dijo: “Lo felicito por su patriotismo”. Tal vez la respuesta lejana a la cordialidad sea una de nuestras nuevas obligaciones, y tal vez debamos volvernos desvergonzados para desprestigiar la lucha impuesta contra las drogas que nos obliga a nuestras mayores desgracias. Si la cocaína flota en la atmósfera de las ciudades europeas como no va flotar en nuestros ríos de frontera. Escoltada por unos cuantos cientos de muertos.
Es tiempo de que respondamos a nuestras inquietudes internas y a los cuestionamientos que vienen desde afuera, con la premisa inicial de una frase sencilla y soberana que nos enseñó el historiador Jaime Jaramillo Uribe: “Somos un país americano de termino medio con predominio de la orientación civil del Estado y la política”. Y ojala sigamos siéndolo, sin dejarnos empujar hacia supuestas salvaciones, hacia terapias para enfermos, por culpa de la mala conciencia colectiva, la vergüenza y el lirismo repetido que nos condena sin razón y sin recato.

jueves, 20 de septiembre de 2007

Moravia




Los dos morros bajos, separados por un arrume de laberintos y una quebrada, hacen parte de un extraño recodo, una pequeña anomalía geográfica que rompe las líneas calculadas que intentan las ciudades. Un nudo visto entre los hilos de cotas y calles que entregan los mapas. Hace algo más de 40 años el paisaje era bien distinto: un cerro bajo y un descampado junto al río, una promesa para quienes cambiaban el campo por El Bosque: nombre de la estación de tren que daba la bienvenida a la ciudad. La pared del rancho fundador servía de cuota inicial al segundo rancho, de apoyo necesario, y las piedras y el cascajo en la orilla del río daban trabajo desde la primera mañana.
Después el botín rancio de las basuras levantó el segundo morro y alentó el revoloteo de las carretillas y la señal de un humo negro sobre la cabeza de los moravitas. Más tarde la Terminal de buses y la plaza Minorista le entregaron nuevos atractivos a lo que ya era un barrio, un panal deslucido que despertaba recelos. Las aglomeraciones de pobreza son iguales en todas las ciudades, desde la Londres de Dickens hasta la Bombay de Naipaul: “Pasamos junto a bloques de pisos, enmohecidos y mugrientos; ciénagas, desagües; pedazos de tierra pardusca; polvo, niños, y por todas partes, las chabolas y los chamizos contiguos con techo de harapos…oleadas de seres humanos que invadían Bombay sin cesar…” Si cambiáramos Bombay por Medellín, Naipaul serviría de cronista de nuestra aldea.
Muy pronto Moravia se convirtió en un embudo interesante, una fortaleza que daba vueltas sobre sí misma, amurallada por basuras como ciertas ciudadelas imaginarias de Calvino. Allí estaban, un poco desarregladas, un poco raídas, todas las promesas y todas las desdichas de la ciudad. No era necesario cruzar sus fronteras. Moravia era una maquinita hechiza. Funcionaba con sus engranajes toscos, sus tiendas y sus areperías, sus pillos y sus líderes, sus talleres y sus galpones de cartón; eso la hizo tan propensa a los cortos circuitos, a los incendios de todo tipo. El bando de un morro se enfrentaba al bando del otro, bajo los motivos ineludibles del azar, las pequeñas codicias y las variadas escuelas de gatillo.
Pero eso no la hacía menos atractiva: Moravia seguía siendo un extraño tesoro. Los lotes podridos y los ranchos inclinados se anhelaban, aparecían en los sueños, se disputaban con ofertas o extorsiones. La Bombay de Naipaul nos sirve de nuevo para apreciar el valor de los ranchos que compadecemos a la distancia: “En un callejón de clase obrera cerca de la estación del ferrocarril -detrás de los tenderetes de vivos colores, unos de fruta, otros de relojes baratos, otros de fruslerías para las mañanas de domingo, brillantes objetos de feria-, un simple apartamento podía costar doscientas cincuenta mil rupias, o sea diez mil libras.”
Ahora se ha logrado convencer a más de 3000 familias para que se olviden de su dudosa joya. Para que cambien su morro amontonado por una verdadera montaña a todo el frente, en el occidente de nuestras laderas. No fue fácil. Toda tierra resulta entrañable después de unos años. Y Moravia tenía la ventaja de ser un pequeño reino autosuficiente: peligroso, sucio, atiborrado… Pero tan acogedor como las opciones únicas. Quienes ya están viviendo en La Huerta, en la montaña al occidente, miran su morro viejo con nostalgia, buscan el bus que los lleva hasta la orilla del antiguo basurero, visitan a sus vecinos y cuentan sus historias como si vivieran en un país lejano. Se podría hablar de un exilio feliz. Unos banderines de lata en lo alto del Morro de basuras, donde antes estaban los ranchos, sirven de estandarte a la antigua fortaleza.

martes, 18 de septiembre de 2007

Historieta del Che



A propósito del día D para la cita de Chávez y Reyes, el 40 aniversario de la muerte del Che en Bolivia, va una pequeña viñeta del héroe y villano.

Desde que me entregaron un billete de tres pesos acuñado con la figura del Che Guevara, quedé convencido de la inexistencia del personaje. Ese papel de valor sospechoso fue signo suficiente para advertir la falsedad que había detrás de toda la historia de milagros y martirios. Su estampa de Cristo altanero coronado por una estrella se me reveló como demasiado atractiva para ser cierta. Era seguro que los comunistas habían notado nuestra debilidad por los superhéroes y habían construido uno a su manera, con pulmones débiles y vocación de mártir. Un paladín místico y masoquista.
La historia se convirtió entonces en historieta, y el guión del engaño demostró ser impecable de principio a fin. Al comienzo el valiente se muestra algo débil dentro de la tropa de justicieros, se ahoga, camina lento y hasta se le niegan los poderes corrientes del fusil: “...dado mi estado asmático que me obligaba a caminar a la cola de la columna, se me quitó la ametralladora Thompson que portaba. Como tres días tardaron en devolvérmela y fueron los más amargos que pasé en la Sierra”. Al igual que los inicios de todo campeador los del Che están colmados de peligros grandiosos y muertes inminentes: “Un huracán de balas se cernía sobre nuestro grupo de 82 hombres. Sentí un fuerte golpe en el pecho y una herida en el cuello; me di a mí mismo por muerto. Le dije ha Faustino desde el suelo, me jodieron...” Pero es ahí donde debe aflorar todo el temple del personaje, el hombre frágil debe mostrar sus quilates morales y asumir el posible fin con la serenidad de un iniciado: “Inmediatamente, me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en un árbol se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte por congelación, en las zonas heladas de Alaska”.
Las heridas del titán resultaron veniales, quiere retomar su lucha, se siente enaltecido por ese bautizo de fuego y sabe que muy pronto llegará la recompensa de poderes y la imposición de su emblema: “Se firmó la carta en dos columnas y al poner los cargos de los componentes, Fidel ordenó simplemente: ´ponle comandante`, cuando se iba a poner mi grado. El símbolo de mi nombramiento, una pequeña estrella, me fue dado por Celia junto con un reloj de pulsera”. Con la buena estrella sobre la frente y los buenos tiempos de su reloj maravilloso se logra el triunfo sobre el tirano de la isla. El comandante ya despide rayos fulminantes e hipnotiza con discursos fraternos. Una vez liberado su primer objetivo se lanza en busca de nuevos pueblos desvalidos. El héroe ahora es consciente de sus poderes, ha comenzado a crecer un aura extraña a su alrededor. Los campesinos que habitan las montañas donde se desarrolla el nuevo capítulo lo miran con “una bien sazonada mezcla de miedo y curiosidad”. Fumando pipa en su hamaca el comandante escribe: “La leyenda de la guerrilla crece como espuma; ya somos los superhombres invencibles”.
Los creadores del cómic saben que es necesario que el superhéroe se muestre benévolo con sus archi enemigos, la fuerza de su brazo debe ceder en ocasiones ante la dulzura de su espíritu. “... a las 17 pasó un camión del ejercito con dos soldaditos envueltos en frazada en la cama del vehículo. No tuve coraje para tirarles...los dejamos pasar”. Una debilidad momentánea lo enaltece frente a los ojos de sus seguidores.
La alimentación del personaje no es asunto corriente dentro de los episodios de la invención. Dado su carácter sobrenatural el héroe debe alimentarse con manjares extraños. La carne de caballo lo dota de un oído agudo y de una agilidad especial, los corceles de la tropa sirven como cargueros y alimento. Pero en ocasiones se hacen necesarios algunos cocimientos más poderosos: “Al anochecer vinieron los macheteros con las trampas, un cóndor y un gato podrido, todo fue a parar adentro...”
Cuando el héroe cumple 39 años los autores de la trama comienzan a pensar en el final: “ He llegado a los 39 y se acerca inexorablemente una edad que da qué pensar sobre mi futuro guerrillero”. El día anterior a la muerte del personaje los libretistas entregan varios presagios oscuros. El Che se encuentra en una quebrada con una vieja pastora de chivas (se dice que su canción favorita era el famoso tango La pastora), la vieja es acompañada por una hija enana y tiene todo el aspecto de una bruja maligna. Al otro día se cumple la sentencia: el héroe muere a manos de un sargento que debe emborracharse para poder disparar contra la leyenda.
El 14 de junio pasado el personaje habría cumplido 79 años. Pero los creadores de la historieta supieron ponerle fin en el momento justo, antes de que se marchitara la estampa del osado adalid. Sabían que un guerrillero artrítico, con tiro flojo, resulta ridículo y no es creíble sino en algunas realidades delirantes.

jueves, 13 de septiembre de 2007

Empatías peligrosas


En enero del 2006, cuando el Polo Democrático intentaba organizar su lista al Senado, la puja por el número 1 en el tarjetón puso en evidencia la ya famosa pugna partidista entre un bloque de izquierda moderada y uno más duro, con inclinaciones al rojo, rojito. En ese momento Gustavo Petro era el representante de los que caminaban hacia el extremo y María Emma Mejía jugaba su carta por los inclinados al centro. Se habló como ahora de grandes divisiones pero Petro se encargó de dar un diagnóstico de realpolitik: “Hay un problema de egos por un número”. En la reciente consulta para elegir candidato a la alcaldía de Bogotá Mejía y Petro ya compartían el bando de los moderados, y la lucha entre los amores propios era cosa de una apuesta anterior. La posición frente a los posibles votantes y la ubicación en el partidor del Polo se ha vuelto más importante que la Posición con mayúsculas.
Ahora las declaraciones de Petro sobre las FARC, y las de algún vocero enmontado sobre Petro, han vuelto a poner sobre el tapete de las primeras páginas la división del Polo, la diferencia de talante y de énfasis para condenar los crímenes guerrilleros y reaccionar frente al coqueteo que pica el ojo desde la mirilla. El ruido y las declaraciones encontradas tienen de nuevo su origen en cálculos electorales, en estrategias y carreras tempranas con la línea de llegada en el 2010. Y en alguna neurosis que Uribe a impuesto sobre la oposición.
Un sector del Polo se dedica a repetir la lección con tono neutro, con la abulia del estudiante que hace la bendita plana: “Condenamos la actuación de las Farc, desechamos y repudiamos la lucha armada, censuramos y reprobamos todos los crímenes de la guerrilla…” Incluso el vocero más torpe de ese sector se atreve a decir, desde la desvergüenza, que ellos no son “ni amigos ni enemigos de las Farc”. Parece que luego de 8 años de gobierno durante los cuales la palabra “guerra” a marcado la pauta electoral, un grupo del Polo tiene intenciones de apostarle a la palabra “paz” para la próxima elección, y para eso intentará dejar abierta una puerta de empatía con los hombres de Marulanda. Ya Pastrana nos dio una muestra de cómo pueden terminar esos juegos de señales, esos delicados reproches.
Carlos Gaviria, bien sea por alergia uribista o por estrategia política, considera que el Polo Democrático debe enfilar baterías contra las ambiciones desmesuradas del proyecto del Presidente Álvaro Uribe antes que contra los delirios sangrientos de las Farc. Los electores del Polo tendrán que encargarse de decirle que en ocasiones las Farc hacen obligatoria la actitud beligerante e histriónica del Presidente. Y que tal vez sea necesario compartir alguna frase del discurso de Uribe para lograr alejarse lo suficiente de los métodos y los fines guerrilleros, y hacer imposible cualquier indicio de ambigüedad respecto a la lucha armada. Cuando Petro dice que las Farc no son una fuerza revolucionaria y que llevan 6 años centrando su supuesta discusión política alrededor de la libertad de las personas, está desechando cualquier cálculo que incluya las posturas y los intereses de Raúl Reyes y compañía, y pensando únicamente en quienes participan en la democracia en Colombia. El Polo tiene que renunciar a hacer política pensando en la reacción de quienes desdeñan todos los métodos democráticos. Y darse cuenta que el miedo a untarse de la retórica uribista puede llevarlo hasta las orillas de la oratoria escabrosa de las Farc. Hacer un coro con Uribe respecto a las Farc no es un pecado de lesa ideología y eludirlo con devoción puede ser un error irreparable en busca de votos y credibilidad.