miércoles, 27 de mayo de 2015

Mirar a los ‘bichos’








Nos hemos acostumbrado a mirar los ejemplos edificantes, a visitar y copiar las ciudades que nos enseñan su orden institucional, su civismo y su pirotecnia urbanística. Pero muchas veces puede resultar más aleccionador el escenario de ciudades donde la estructura de las bandas armadas se ha convertido en gobierno, y los “funcionarios” andan de gorra, tenis Nike y responden a un palabrero que hace de “alcalde menor” sentado en un caspete. El periódico digital El Faro publicó hace una semana un especial sobre la extorsión en las calles de San Salvador.
Una de sus crónicas, Los bichos gobiernan el centro, explica como en menos de cinco años las pandillas tomaron el control económico, policivo y social del centro histórico de la capital. Convirtieron las calles en un laberinto señalado según los tatuajes de quienes pueden caminar y cobrar las extorsiones. Torcieron los caminos, ya no se puede andar derecho para ir de un sitio a otro, toca seguir el curso sinuoso de sus acuerdos y sus riñas. De una cuadra a otra cambian los dueños, los códigos y los precios. Todo comenzó en 2007 con el cobro a los taxistas y los vendedores informales. Los vendedores eran la red natural del Centro y sus asociaciones habían negociado con el gobierno y construido su propia seguridad durante décadas. Las pandillas dominantes en la zona utilizaron esa organización, la infiltraron, podría decirse: “Uno de los grandes aciertos de las dos pandillas es que son parte del entramado viejo del Centro, del de los vendedores. Salieron de ahí. Son hijos, hermanos, padres, primos, cuñados de vendedores. Crecieron ahí, cerca de un canasto, y luego fueron llegando más de otros lugares, atraídos por sus cómplices”. Los ‘bichos’, como llaman hoy a los pandilleros que cobran y vigilan, eran cargabultos, vendedores de confites y meseros de almuerzo corriente por las calles del centro hace unos años.
San Salvador ha llegado al extremo de tener que suspender la recolección de basura en las noches por toques de queda decretados por las pandillas. El alcalde de la capital, Norman Quijano, reconoce que ha tenido que cancelar inauguraciones las amenazas de los palabreros. No se trata de una organización que actúa agazapada y a la que es imposible descifrar. Trabajan a la vista de todos, despachan todos los días desde la misma silla como si fueran oficinistas. Cuando el autor de la crónica, Oscar Martínez, le pregunta a un comerciante formal si conoce a quienes mandan en su cuadra, si sabe sus nombres, si los podría señalar a la policía, el hombre responde con un resignado, “Claro, claro, sí, sí, sí, podría, pero no se puede”. Las pandillas han terminado por convencer a la sociedad y al gobierno de su invulnerabilidad. Incluso uno de los comerciantes formales que cerró su negocio por los cobros semanales confiesa que pensó en matar a alguno ‘bicho’, pero “no se puede hacer nada. Impotencia. Si yo los mato, voy preso, porque a mí sí me acusaría un montón de gente. A él, aunque lo vean, nadie dirá nada. No se le ve solución.”
Las pandillas comenzaron por los más débiles, los vendedores de esquina y ambulantes, después coparon a los organizados, y al final, cuando tenían el control, les cayeron a los comercios legales. La persistencia es la mayor de sus virtudes, los muertos y los capturados son reemplazados inmediatamente sin que su organización sufra ningún sobresalto. También son flexibles y negocian descuentos, cuotas, planes de pago. “Con la pandilla se negocia como se negocia con el gobierno”.
En Medellín pasan cosas parecidas en algunas zonas del centro de la ciudad. Y hace unos años una asonada de vendedores informales demostró que el Estado es frágil y carece de legitimidad frente a esa organización natural. Además, la Subsecretaría de espacio público ha tomado las mañas de los extorsionistas y en algunos casos actúan como ‘bichos’ con chaleco oficial. De vez en cuando vale la pena mirar para abajo y dejar de perder la mirada sobre los futuros malecones.





miércoles, 20 de mayo de 2015

Lecciones políticas







Desde hace un siglo los maestros mexicanos han ejercido un poder real en la política. Fueron protagonistas y ejemplo en la revolución, sirvieron como engranaje y caja de resonancia durante la hegemonía del PRI, formaron y forman parte del clientelismo y las estrategias electorales en las regiones, hicieron de muleta en los peores tiempos del gobierno de Salinas de Gortari y marcaron la derrota de Andrés Manuel Pérez Obrador y la continuidad del PAN al empujar el reñido triunfo de Felipe Calderón en 2006. El actual Sindicato Nacional de los Trabajadores de la Educación (SNTE) se creó en 1943 luego de la unión de cuatro sindicatos de maestros. Hoy tiene cerca de 1’200.000 afiliados y sus dirigentes han colonizado parcelas burocráticas en diversos edificios públicos.
Hasta hace poco, Esther Gordillo, quien dirigió el sindicato durante más de veinte años, tenía “acciones” en loterías públicas y servicios sociales y no tuvo problema en decir públicamente que apoyó a Calderón a cambio de puestos en el gabinete. En su momento una tercera parte de los mexicanos dijeron que el presidente había llegado al cargo por la ayuda electoral de la señora Gordillo y el SNTE. Esther Gordillo terminó en la cárcel acusada de fraude fiscal y lavado de activos. Hoy, desde su reclusión en un hospital, les sigue hablando a los once congresistas de Nueva Alianza, el partido que creó cuando fue expulsada del PRI.
El enorme poder político del sindicato de maestros en México no ha servido para mejorar la calidad de la educación. El reciente Reporte de Capital Humano publicado por el World Economic Forum pone a México muy abajo en el escalafón cuando evalúa la educación primaria y secundaria. Puestos 102 y 107, respectivamente, en un ranking de 125 países. Muy por debajo de Chile, Argentina, Costa Rica, Panamá y Colombia, entre otros países de la región. Ni siquiera para pelear por los salarios de sus afiliados ha servido la fuerte muñeca del SNTE. Todo ha terminado en alianzas electorales y beneficios clientelistas y económicos para una cúpula de 44.000 “directivos”. La venta de plazas, el manejo de las tiendas de consumo, el control de los préstamos hipotecarios y otras arandelas terminaron por convertir al sindicato en un monstruo de intereses ajenos a la educación.  México tiene el más salario más bajo de la región (415 dólares) para los maestros ocupan el último puesto en su escalafón y uno de los más altos (1.610 dólares) para quienes están en la cima de sus tablas. Algo parecido a lo que pasa en Colombia.
El reciente paro de maestros dejó a Fecode con tres mil nuevos afiliados y algunas molestias internas luego de la firma del acuerdo. De algún modo el interior de Fecode reproduce, a escala, las fisuras de la izquierda colombiana. Navarro, Robledo, Clara López, Avellaneda, Petro y Piedad Córdoba tienen hombres cercanos entre los directivos del sindicato. Y jalan sus cuerdas y buscan imponer sus visiones y ganar algún camino electoral para lo que viene. Hace ocho años Jaime Dussán no tenía problema en decir que el 80% de los miembros y directivos de Fecode eran del Polo Democrático. Ahora López y Robledo son más cautos en las cuentas e intentan resaltar la independencia del sindicato frente al partido. Las banderas electorales y las banderas sociales suelen tener doble faz, y los que gritan no son siempre los que ganan.





martes, 12 de mayo de 2015

El combate del siglo








 Hace algo más de 100 años el cartel estaba exhibido en las cornisas de los edificios en Reno, Nevada, y en los titulares de los grandes periódicos norteamericanos: “El Combate del Siglo”. Una pelea postergada durante cinco años y anunciada en doce meses de megáfonos, afiches y tablas en las casas de apuestas. Se enfrentaban dos hombres y dos razas, estaba en juego la “supremacía y el honor” de los blancos. James J. Jeffries, antiguo campeón de los pesos pesados,  era el retador frente a Jakc Johnson, que había ganado el título un año antes peleando en Sidney. Un blanco huraño que cuidaba su granja de alfalfa versus un negro juerguista y risueño que andaba con una guardia de chicas blancas. La revista Harper’s weekly describía con acierto la pelea del siglo y las de siglo por venir: “Ya no se conoce a los héroes del cuadrilátero como ‘El rayo humano’ o ‘El ciclón luchador’. En vez de eso se refieren a Jeffries como ‘esperanza de la raza blanca’ y a Johnson como Él libertador de los negros’. Cuando los pugilistas, sea cual sea su talla o capacidad, son presentados al público de ese modo solo queda un paso hasta los ‘Luchadores multimillonarios’”.
Jack London, escritor estadounidense, autor de El llamado de la selva, fue uno de los cientos de cientos de cronistas que viajaron a Reno para comentar la pelea. En la semana previa al campanazo inicial sus crónicas en el New York Herald se dedicaron a describir el ambiente plagado de celebridades, aficionados y apostadores que cercaban la ciudad. “Es el combate de combates, el culmen del boxeo y quizá la última pelea grande que tendrá lugar jamás”. Jeffries se había negado a pelear con un negro durante su reinado, defendía la “barrera de color” que separaba a los hombres hasta para juntar sus puños y su sangre en el ring. Cuando Johnson estaba a una pelea del título mundial los periodistas le preguntaron a Jeffries por una posible pelea y el hombre, que de vez en cuando trabajaba en una especie de circo ambulante, dejó caer una razón clara: “si ese renegrido pasa por aquí y me desafía a luchar, lo cogeré del cuello y lo echaré a patadas”. Terminó peleando acorralado por la presión del público, las promesas de los empresarios y el orgullo de ser un hombre blanco y poderoso. Los negros eran solo fuerza bruta, y él se sentía una especie de pensador, un filósofo con músculos suficientes para pasar a la acción. Luego de 15 asaltos, tres caídas, el labio roto, un hilillo de sangre que salía de la nariz, un corte en el pómulo izquierdo y el ojo izquierdo de Jeffries cerrado por el castigo, la pelea terminó. La mayoría de los 20.000 aficionados gritaban: “Que no lo noquee el negro, que no lo noquee el negro”. Fue inevitable, Johnson ganó sonriendo como de costumbre.

 El triunfo de Johnson desató disturbios de modo que el 4 de julio de 1910 se celebró con incendios, decenas de muertos y cientos de heridos. Los ecos de Reno prendían guerras raciales en las ciudades del sur. Baltimore marcaba desde entonces una especie de frontera. Desde sus límites hacia el sur el espectáculo encontró todas las barreras que imponían los políticos, los cristianos y los policías. Los empresarios del cinematógrafo habían invertido 200.000 dólares para grabar la pelea y pretendían recoger más de un millón en sus proyecciones por todo el país. Sin que existieran leyes alcaldes y gobernadores decidieron prohibir la reproducción del combate. Nueve estados y más de cuarenta ciudades firmaron decretos para evitar que “la humillación de la raza blanca” fuera un espectáculo. Las objeciones de los moralistas y el pánico de los racistas impidieron que la pelea se viera contra los telones de los cines. Baltimore exhibió las más fuertes declaraciones de su jefe de policía y su obispo. Ahora el boxeo es cosa de las revistas del corazón y la venta de carros y relojes. Pero las peleas siguen entre blancos armados y negros enardecidos en las calles de Baltimore. 



miércoles, 6 de mayo de 2015

Plazo presidencial







Las votaciones se han cerrado con un suspiro de alivio. La decisión, que ya parece definitiva, se ha celebrado como una especie de venganza, o en el mejor de los casos, como una lección que dejaron los abusos del pasado, un escarmiento frente a los excesos. Pero nadie ha pensado aún en las limitaciones futuras, en los afanes, en las estrecheces de los míseros cuatro años. Nadie duda, ni Uribe, ni Sabas, ni Yidis, que la reelección presidencial se aprobó con la conciencia de unas notarías y unas gerencias de hospitales en ciudades intermedias. Se cambió la constitución como si se tratara de ajustar un artículo de la ley de presupuesto, y se desató en enjambre político que dejó ronchas y apenas ahora comienza a asentarse. Está bien que la Corte Suprema se ocupe de esos abusos en la forma, y que la Corte Constitucional haya dicho en su momento que la desfachatez en busca de una segunda enmienda era un golpe desde el palacio presidencial a la constitución. Una vez saldadas esas cuentas valía la pena evaluar la reelección sin mirar las manchas del pasado, pensar en los posibles desequilibrios electorales, medir la madurez de los ciudadanos, contar los tiempos necesarios para mover el monstruo estatal.
Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador y Venezuela permiten la reelección consecutiva en el vecindario. Algunos abrieron la puerta al descaro de la perpetuidad que en Colombia se cerró en buena hora con el mencionado fallo de la Corte. En Chile, Perú, Uruguay y Panamá el presidente se puede reelegir luego de “descansar” un periodo. Todos, excepto Chile, tienen periodos presidenciales de cinco años. México la prohíbe pero tiene presidentes de seis años. Colombia quedará, en compañía de Paraguay, con un periodo presidencial corto y sin posibilidades de prórroga. La reelección tiene la ventaja de ser una especie de refrendación ciudadana sobre el primer periodo. La reñida contienda de hace un año entre Santos y Zuluaga demostró que el candidato-presidente no tiene nada asegurado y la silla puede ser un escalón o una trampa. En Estados Unidos han aprendido la lógica de cada uno de los cuatrienios de gobierno: el primero con objetivos de corto plazo y el segundo con una agenda que trasciende en alguna medida los afanes electorales. La veda a la reelección tiene la desventaja de propiciar sin salidas institucionales frente a climas de opinión favorables a un presidente, y de impedir que se desarrollen proyectos de gobierno a mediano plazo. Hace poco se discutió en Brasil acabar con la reelección presidencial y Lula, interesado, entregó un argumento lógico: “No hay ningún país desarrollado en el mundo que tenga solo un mandato….cuatro años no permiten que ningún presidente haga un mandato estructurador”.

Visto en perspectiva se puede decir que en un solo periodo ni Uribe ni Santos habrían podido desarrollar sus más importantes apuestas de gobierno. Uribe no habría logrado agrupar al país en torno a un proyecto de seguridad (con múltiples problemas y crímenes) que terminó por debilitar a las Farc y permitir el lance de Santos hacia un proceso de paz. Ahora sabemos que el intento de una negociación tampoco habría sido viable en ese plazo.  Y si hablamos de cemento solo estructurar el proyecto de Autopistas de la Prosperidad tardó cerca de tres años. El periodo actual resulta corto a la hora de concebir y ejecutar un plan en las capitales, qué decir cuando se habla de todo el país. Pero aquí siempre pensamos más en pleitos y personas que en proyectos y posibilidades.