martes, 27 de abril de 2010

Brasilia





Levantar una ciudad escultórica en una meseta agreste a novecientos kilómetros de Río de Janeiro fue la gran utopía brasileña del siglo XX. La construcción debía ser un símbolo, un extraño imán con magnetismo suficiente para llevar a los brasileros hacia el interior del país. Ayudaría el anzuelo de los palacios del poder. Brasilia sería la nueva capital de una nueva sociedad.
Dicen que el presidente Juscelino Kubitschek, inspirador y jefe de remesas de la obra, sobrevoló el centro y el noreste del país hasta descubrir un insignificante cruce de caminos de tierra roja: “Será allí”, dijo señalando la pequeña cruz. Entonces vinieron los “artistas”, Lucio Costa y Oscar Niemeyer, trazaron las líneas, imaginaron las inmensas vasijas, las explanadas, el lago artificial para desmentir a quienes hablaban de un espejismo. El plano fue el mismo terreno: una tabla rasa de 100 kilómetros de pasto duro y zarzales espinosos.
La ciudad tomó la forma que previó el presidente. Una cruz, dijeron los creadores. Un avión aterrizando, dijeron sus alumnos algo más poéticos. Brasilia estaba diseñada para la coexistencia social, trazada en pequeños grupos de manzanas para evitar una indeseable estratificación. Lucio Costa hizo las advertencias de rigor. “… Se deberá impedir el levantamiento de favelas, tanto en la periferia urbana como en la rural. La compañía urbanizadora deberá proveer dentro del esquema propuesto acomodos decentes y económicos para la totalidad de la población”. Durante los cuatro años de construcción obreros y funcionarios vivieron juntos en los campamentos. Era lógico que los idealistas franceses la llamaran La Ciudad de la Esperanza.
Brasilia no fue el primer intento por llevar “una avanzada del progreso” al campo sujo, las sabanas sucias del interior. Antes habían hecho el trabajo algunos inmigrantes de Europa central, vecinos tal vez del abuelo checo de Kubitschek. Levi Strauss habla de esos primeros intentos en sus Tristes trópicos: Londrina, Nova-Danzig, Arapongas que tenía apenas un habitante, “un francés ya maduro que especulaba en el desierto”. Luego fue Goiania: “Una llanura sin fin con algo de terreno baldío y de campo de batalla, erizada de postes eléctricos y de estacas de agrimensura, que dejaba ver unas cien casas nuevas dispersas en todas las direcciones.” Se le hubiera podido llamar un “baluarte de la civilización” en sentido irónico, dice Levi Strauss, “pues nada podía ser tan bárbaro, tan inhumano, como esa empresa en el desierto”.
Brasilia, la hermana mayor, la capital patrimonio de la humanidad, acaba de cumplir 50 años. Está rodeada de favelas como si fuera un huevo fantástico que ha despertado la curiosidad y el apetito de los insectos. Algunas de ellas conservan la idea simbólica de la Capital. Tienen manzanas en hexagonales simulando una colmena. Son los barrios de quienes sirven a la burocracia. Tiene que ser una ciudad extraña.
En un cuento de Joao Guimaraes Rosa un niño visita con sus tíos los cimientos de la nueva capital. Lo único que fascina al niño en medio de esa explanada monótona es la aparición de un pavo real: “completo, torneado, redondón, todo en esferas y planos, con reflejos de verdes metales en azul y negro. ¡Bello, bello!” Una buena definición para Brasilia: un pavo real abandonado en un monte áspero. Una anormalidad, una ciudad brasilera con sus dos equipos de fútbol en la categoría B.

miércoles, 21 de abril de 2010

Electores biches





La página Web de la comisión electoral británica deja caer un chiste flojo tras uno de sus enlaces que intenta aclarar mitos y verdades sobre la inscripción para votar en las próximas elecciones. “Mito: Inscribirte para votar te hace más atractivo. Verdad: Obviamente esto no es cierto, pero por qué no registrarse de todas formas.” Arrastrar a los jóvenes ingleses hasta la página de la “registraduría” no parece nada fácil, pero llevarlos hasta las urnas es desde hace años una obsesión convertida en fracaso.
En su momento Tony Blair intentó invitarlos desde más jóvenes. Con la lógica de pastor de iglesia de barrio propuso rebajar de 18 a 16 años el listón de la mayoría de edad electoral. Para cortejarlos antes de que se arisquen demasiado y saquen las púas de la indiferencia. La iniciativa no tuvo éxito y los números de la elección de 2005 dicen que solo el 37% de los electores entre 18 y 24 años se animaron a asistir a la “fiesta democrática”. La participación general fue del 61%.
El llamado neutro de los organismos estatales a la responsabilidad personal y la conciencia colectiva solo sirve para aburrir un poco más a la abúlica muchachada. Ni siquiera el mensaje ciudadano de los actores y las cantantes mueve la aguja recelosa y despistada de los más jóvenes. Se necesita una figura para el culto personal, un gesto que se asemeje a una obscenidad en contra de los viejos males, un guiño de complicidad que no todos entiendan, un actor con habilidades para la improvisación y el drama.
Todo parece indicar que los jóvenes ingleses lo han encontrado hace poco. Nick Clegg, un liberal que juega por fuera de los laboristas y los conservadores, ateo confeso, joven problema en sus años de escolar, esquiador con agallas y antropólogo de profesión, acaba de salir ganador en un reciente debate televisado que lo enfrentó a Gordon Brown, jefe del gobierno laborista, y a David Cameron, líder de los tories. Según las encuestas Clegg ha pasado a ser el líder preferido para los electores potenciales entre 18 y 34 años con un 41%. En contra del 26 y 28% de sus contendores. El plazo para inscribirse está cerca de terminar y Clegg confía en tener muchos votos que aún no han sido contados.
Las virtudes del voto joven están encarnadas en sus posibilidades para la traición. Los entusiasmos son tan volubles como el Top 10 de los vídeos de la semana. El elector primíparo es caprichoso y sensiblero, puede llorar en la marcha de un candidato y votar por su rival. Al fin y al cabo acaba de entrar al juego, apenas está probando las reglas, todavía no ha sufrido una consecuencia de sus decisiones en el cubículo. Entiéndase que hablo de quienes recién han activado su mecanismo de votantes. No de las maquinitas fatigosas, de los conejos Duracell del activismo joven y no tan joven.
En la campaña colombiana no hay duda de que Antanas Mockus ha despertado un entusiasmo entre los jóvenes. Ocho años de carrielones y copleros, de oratoria de Holguín Sardi y estampa de Valencia Cossio, han logrado renovar a un político que parecía haber entregado todas sus sorpresas y todas sus innovaciones. Un candidato con el disfraz eterno del profesor ahora luce como una reluciente aparición. José Galat dirá que es una irresponsabilidad inconcebible, pero tal vez el resultado de las próximas elecciones dependa en buena parte de las levedades juveniles, de sus apostasías de último minuto y sus efervescencias de un día.

martes, 13 de abril de 2010

Antipolítica profesional





Nadie podrá negarle a Gustavo Petro su olfato como cazatalentos electoral. En 1994, cuando Antanas Mockus convertía las entrevistas íntimas de las revistas en acertijos sociológicos, el hoy candidato del Polo lanzó el nombre del ex-rector y los bogotanos lo acogieron como un mantra. Fue una conversión a un culto político extravagante para una ciudad desesperada. Un comentarista del momento habló de un “antialcalde para solucionar los problemas de una anticiudad”. Días más tarde Mockus encabezaba las encuestas con un 36% de intención de voto.
La campaña fue un extraño performance teatral entre el líder Antanas Mockus y su perseguidor Enrique Peñalosa. Dos contendores políticos que debatían entre risas y reproches elogiosos. Además de raros parecían amigos. Una frase de Mockus citando a Borges le puso el moño a la campaña que pareció dirigida por Woody Allen: “No nos une el amor, sino el espanto”. El tándem era perfecto. Enrique Santos escribió en su columna de El Tiempo: “Lo ideal, a mi modo de ver, sería un binomio Mockus-Peñalosa. Alguna llave que combinara la ascendencia y el respaldo ciudadano de Antanas con el conocimiento y la formación técnica de Peñalosa, de manera que se pudiera garantizar una fórmula para salvar a Bogotá”.
Muy pronto Mockus tranquilizó a quienes lo veían como un populista juguetón e hiperactivo. En medio de la campaña apoyó medidas malmiradas como el autoavalúo para resolver la crisis fiscal en la capital y terminó ganando con holgura. Luego no pudo resistir los números que lo ubicaban como protagonista en la marcha presidencial de 1998. Su alianza con Noemí trajo emoción a una campaña predecible que tenía a Pastrana y a Serpa persiguiendo a las FARC con una bandera blanca.
Una encuesta definió que Noemí Sanín estaba por encima de Antanas y de Carlos Lleras de la Fuente. Algo así como los trillizos de entonces. Los caballeros levantaron las manos de la dama azul vestida de rosa para la ocasión. Noemí escogió a Mockus como su vicepresidente y la pareja se juró lealtad frente a la escultura de Efraín y María en Cali. La unión entre una señora recatada y un profesor bizarro parecía algo dispareja. Pero cuando los políticos se abrazan la gente se entusiasma. Faltó poco para que esa repentina tercería diera la sorpresa.
Por la vía de la antipolítica Mockus se ha convertido en uno de los políticos colombianos más fogueados. Una especie de sobreviviente de los desvaríos propios y las imposiciones de la realidad electoral. El primero y el más vigente del grupo variopinto que han habitado desde Bernardo Hoyos hasta Harold Bedoya pasando por Moreno de Caro, de Álvarez Gardeazábal hasta William Vinasco, de Rudolf Hommes hasta Ingrid Betancur.
Parece que repentinamente el país le ha perdido el miedo a Mockus. Un pragmático por excelencia a pesar de las elucubraciones. Un hombre que molesta tanto al dogmatismo del Moir del senador Robledo como a la paranoia militante de José Obdulio Gaviria. El antipolítico tradicional que en esta campaña encarna la lucha contra la corrupción y la politiquería. Como Uribe en el 2002. La promesa para sacar la campaña del simple duelo entre profesionales de la burocracia y la ambición personal. Y esta vez la alianza con Peñalosa no solo es cierta sino doble. Fajardo llegó para dar equilibrio regional, emocional y si se quiere físico a la campaña de Antanas. La posibilidad de un equipo de pesos pesados parece una alternativa luego de ocho años de un patrón y un enjambre de funcionarios dedicados a firmar decretos.

martes, 6 de abril de 2010

Archienemigos mágicos




Las cacerías ostentosas de los grandes capos del narcotráfico conducen a la impotencia de los gobiernos y a la propagación de un aire de irrealidad entre los ciudadanos expectantes. Poco a poco la vieja foto de reseña de alguno de los más buscados pierde sus rasgos de actualidad y se convierte en la silueta de una fábula. El mafioso es ahora un enmascarado tras su propia estampa unos años más joven. Las habladurías oficiales, las fuentes callejeras, la imaginación de los perseguidores y el sueño de los periodistas se encargan de ir completando el retrato imaginado.
México acaba de vivir un episodio que representa muy bien el estado febril producido por un viejo cartel de Se Busca con sus ceros largos y su vigencia que tiende al infinito. La revista Proceso, una de las más importantes del país, circuló el domingo pasado luciendo una portada increíble por su sencilla realidad. Ismael ‘El Mayo’ Zambada, segundo al mando del cartel de Sinaloa, aparece abrazando con una pose de sutil altanería bajo su gorra al periodista Julio Sherer. “En la guarida del Mayo Zambada. Crónica de un encuentro insólito”, dice el titular. El país se volcó sobre los teclados y los micrófonos a comentar lo imposible. Algunos reprocharon la visita al forajido, otros alabaron el valor del periodista, unos más se burlaron del ejército y sus visores nocturnos, otros menos idearon una teoría conspirativa del Imperio y sus muros infames.
Más allá de las opiniones sobre el papel de la prensa y la credibilidad de la lucha que ha emprendido el gobierno de Felipe Calderón, todo México parecía fascinado revisando el trozo de paisaje que se advierte detrás del capo, hablando de su barriga y su dolor por el hijo extraditado, comentando el mundo de casas vacías y sórdidas que debió atravesar el reportero para llegar al territorio mítico de El Mayo: “El monte es mi casa, mi familia, mi protección, mi tierra, el agua que bebo…Conozco los ramajes, los arroyos, las piedras, todo”. El mafioso es entonces una especie de mago inaprensible. Ni siquiera un periodista de 84 años que ha entrevistado a Pinochet y a otros demonios con insignias, puede salvarse del verlo todo con los ojos del niño embrujado: “Por veredas y caminos sinuosos ascendimos una cuesta y de un instante a otro el universo entero dio un vuelco. Sobre una superficie de tierra apisonada y bajo un techo de troncos y bejucos, habíamos llegado al refugio del capo…”
Es difícil no mirar con algo de sarcasmo la reacción mexicana a la foto con reportaje que los manitos han recibido con semejantes sobresaltos. Para nosotros ya pasó el tiempo mítico de los narcos. Un artista de Medellín quiere hacer Pablos de barro en escala 1:1 para que los turistas se tomen fotos abrazándolo en los parques. Y nuestros narcos activos han tomado el camino menos arduo de la medianía. Ya estamos en las telenovelas baratas, en el sencillo entretenimiento, mientras los mexicanos todavía están buscando las imágenes reveladoras del cine: “Dueño de mí mismo, pero nervioso, vi en el suelo un arma negra que brillaba intensamente bajo un sol vertical. Me dije, deliberadamente forzada la imagen: podría tratarse de un animal sanguinario que dormita.”
Las respuestas naturales del capo desconciertan y fascinan a México. Para ellos solo oírlo hablar es una revelación: “¿Cómo se inició en el narco? Su respuesta me hace sonreír. Nomás. ¿Nomás? Vuelvo a preguntar. Vuelve a responder: Nomás.” Se hacen apuestas si para el próximo domingo el cartel de la película de Proceso traerá a ‘El Chapo’ Guzmán como protagonista.

lunes, 5 de abril de 2010

El álbum de los Vallejo



Una nota de los tiempos de El desbarrancadero cuando el personaje y el escritor se señalaban en una foto de infancia

Creo que todos hemos sentido alguna vez la extrañeza que produce ver una foto de infancia de alguien a quien conocimos cuando ya recorría tiempos menos febriles. No es fácil encontrar siquiera un gesto que se superponga entre quien se busca con el álbum en la mano y quien, siendo un niño retratado, miraba ignorante ante la muerte que trae cada segundo. Pueden no haber quedado rastros, es posible que todas las huellas se hayan borrado. La diferencia, más allá de los estragos del tiempo sobre el cuerpo, puede estar en una frase que brinca en medio de la perorata enardecida y la taxonomía de hijueputas de Fernando Vallejo en El desbarrancadero: “De niño uno cree que el mundo es de uno; viviendo aprende que no.”
Volver a ese pequeño emperador que cree poseerlo todo y que logra dar un brillo especial a los loros que cruzan alborotando, a los ríos que bajan atropellando y a las casas húmedas que acogen las horas ociosas, parece ser el gran anhelo de Fernando. En algún momento se refiere entre un paréntesis, dando respiro a las enfermedades que carcomen, al tiempo que corroe y al plomo y la lengua que no dejan títere con cabeza, a “los tiempos idílicos de la niñez remota...”; tiempos que se fueron sin avisar: “¡Y qué hace que éramos niños!”.
Sin embargo Vallejo no nos permite los acosos de la nostalgia ni las blanduras de los anhelos y más tarde dirá, como quien se burla de sus propios ataques de sentimentalismo, que “todo tiempo pasado fue más fresco”. Claro, el presente es el infierno y las llamas aparecen donde quiera que Vallejo voltee la vista. Si en algún momento dejó entrever la existencia de un paraíso infantil que se puede visitar reblujando entre recuerdos, es sólo para preparar un ataque furibundo demostrando la descomposición de ese reino, la inexistencia de ese edén de pacotilla: “Los recuerdos son una carga necia, doctor, un fardo estúpido”. Basura en el “coconut”. Y los niños de antes, a los que la loca, la bestia, la reina zángana o la mamá para que me entiendan, llama hermanitos, son sólo “unas piltrafas de viejos”, unos fantasmas moribundos de sida o desencanto.
Por si las palabras no fueran suficientes para ilustrar el desbarajuste y algún lector bíblico buscase aquello de ver para creer, Vallejo nos entrega la portada del libro. Una foto en la que Darío, el hermano a quien el sida desapareció, es abrazado por Fernando en los idos años en la infancia. La portada deja de ser simple empaque y el polvo de la novela cae sobre ella mientras el lector la observa como si hubiera sido invitado a ojear el álbum de recuerdos de los Vallejo, eso sí, sin tinto y con la mesa de centro empolvada porque en la casa de la loca no había ni café ni quien sacudiera. Y el autor nos comenta haciéndose el bobo, con la intención de que abramos la boca al cerrar el libro y mirar la carátula: “Darío fue el segundo, mi primer hermano. Queda uno foto de él conmigo, de niños, que mi tío Argemiro tomó. Él de bucles rubios y con un abrigo; yo de pelo lacio caído sobre la frente y con una camisa a rayas, abrazándolo. (...) Han llovido los años sobre esa foto y ahora mi hermano se está muriendo.” Es delicioso poder ver a ese par de angelitos que la novela nos mostrará como sacrílegos consumados, un placer similar al de haber asistido a la primera comunión de los Borgia. Ya desde Chapolas negras anunciaba Vallejo esa descomposición propia de hombres y papeles fotográficos, esa identidad que dejan de compartir los niños de los viejos retratos y los viejos que ahora los miran en las páginas de un álbum, buscándose donde ya no están. Hablando de algún retrato de Elvira Silva llega Vallejo a los propios, a los de su infancia: “Todavía hasta hace poco las fotos en Colombia se llamaban retratos, y la cámara que las tomaba máquina de retratar. Con una de esas a mí en mi infancia me tomaron muchas, aunque ahora ya ni creo que el que salía en ellas fuera yo: era un pobre niño aprendiz de fantasma”.
Toda esa evidencia que proporcionan la portada, las hazañas pantagruélicas de los “hermanitos” y la muerte sórdida que asoma en cada página, me llevan derechito a un poema de Boukowski traducido como Pensión de mala muerte. Allí apestan los mismos olores con que lidiaban los Vallejo como caseros en una covacha de heroinómanos en Nueva York, se respira la misma desesperanza de ronquidos sordos y nos asalta el mismo asombro ante esas caritas inocentes que gritan todas las blasfemias y aspiran todos los humos como personajes de El desbarrancadero, asombro que hace decir a Boukowski en el final de su poema:

“(...)Todos esos hombres
fueron
niños
una vez.
¿Qué
les ha
pasado?

¿Y qué me
ha pasado a mí?

Está oscuro
y hace frío
ahí afuera.”