martes, 26 de septiembre de 2017

Volver a la guerra






Hace exactamente once años Vicente Castaño le escribió una carta pública a Luis Carlos Restrepo, Alto Comisionado de Paz del gobierno de Álvaro Uribe. Un mes atrás se había desmovilizado el bloque Elmer Cárdenas, el último en medio del proceso con las Autodefensas Unidas de Colombia. La carta de Castaño dejaba claro su reclamo al gobierno con el que habían negociado durante cerca de cuatro años: “La mayoría de los compañeros del Estado Mayor Negociador fueron capturados mucho antes de que saliera la Ley de Justicia y Paz. No se respetaron los salvoconductos que impedían la captura. Un mes después de la captura no se han expedido los decretos reglamentarios de las leyes 782 y 975. El acogimiento a la Ley de Justicia y Paz lo hicimos en circunstancias y condiciones muy diferentes a las de hoy".
Es tiempo de la carta del Timochenko. Luego de las negociaciones es imposible que el Estado cumpla las expectativas de los jefes militares ilegales y sus combatientes, trátese de guerrilleros o paras. La voluntad del Estado es siempre múltiple, voluble, cansina, bipolar algunas veces, desganada otras. El Estado no obedece, se arrastra apenas. De modo que lo que para los ciudadanos corrientes es una lucha conocida en las ventanillas públicas, una escena repetida en el congreso o los concejos municipales, una rabia contenida frente a los funcionarios, para los ex combatientes es siempre una especie de traición. La larga carta de Timochenko, algo más lírica que la de Castaño, contiene reclamos similares: “Nuestra gente sigue privada de su libertad, muere enferma en prisión o se agrava ante la indolencia estatal. Nos movemos con la zozobra de la detención porque el señor Presidente no expide la amnistía de iure, pese a que ya se cumplieron diez veces los diez días previstos para ello, además de que el sistema aún no registra el levantamiento de las órdenes de captura.”
Mientras tanto las Zonas de Capacitación son caseríos para el letargo y las dudas que trae la vida sin fusil a los excombatientes. La convicción política comienza a decaer, las palabras de los jefes militares pierden valor y los cascos urbanos comienzan a exhibir los encantos del celular, la moto, unas primas, la cerveza y un cuñado con una tienda, en el mejor de los casos. En el “campamento” apenas hay unas piñas recién sembradas y una antena de DirecTv. La idea de las Farc de una reintegración colectiva, un ejército desarmado para la política, comienza a ser cada vez más difícil. Y no es posible saber si el camino individual para la reinserción, que han recorrido miles de excombatientes en Colombia, será adecuado en el proceso con las Farc. Los jefes están definitivamente en la política, ya más cerca del Cura Hoyos que del Cura Pérez, mientras la “guerrillerada” se aleja de los ideales para meterse en la supervivencia. Mientras el Sena ofrece sus cursos a quienes apenas aprenden a caminar sin el fusil, el Clan del Golfo sabe que hay una mano de sobra para los oficios que ellos proponen. Las paradojas del momento dicen que el gobierno extraña hoy en día a jefes como Romaña que logra mantener a sus hombres filados con el solo don de mando y la memoria de las purgas. En Tumaco Romaña hace las veces de capataz de finca. “Plate y pa’ lante”, podría ser el lema de su campamento.
En medio de todo ronda el fantasma de Otoniel y su petición de una nueva oportunidad luego de tomar las armas bajo cuatro siglas distintas y desmovilizarse tres veces. Como si las dificultades fueran pocas, las elecciones, el odio político reinante, harán que muchos excombatientes se convenzan de que la vida civil implica riesgos mayores que el combate.








martes, 19 de septiembre de 2017

Carteles y carteleras







El alcalde Federico Gutiérrez ha terminado por coincidir con Roberto Escobar Gaviria. Por caminos contrarios, con propósitos distintos y con un tono desigual, han llegado a una misma conclusión: Medellín no puede ser el escenario para recrear, en películas o series, las desgracias de la década del noventa. El alcalde quiere olvido y silencio respetuoso, pretende tapar la larga sombra de Pablo Escobar, prohibir su mención, hacerlo ciudadano mexicano, o salvadoreño o aunque sea pereirano, ahora que es un mito inevitable. Roberto Escobar, por su parte, quiere que le paguen por la franquicia y se vale de unos apellidos que meten miedo.  El moralismo populista de Gutiérrez, para quien las películas que recuerdan la época de Pablo Escobar son un insulto, ha terminado emparentado con la avaricia del capo en desgracia. Esta semana El Osito dejó claras, con una frase que parece sacada de Narcos, sus condiciones de protagonista: “No quiero que Netflix o cualquier otra compañía de producción ruede en Medellín o Colombia películas relacionadas con mi hermano Pablo sin la autorización de Escobar Inc. Es muy peligroso. Especialmente sin nuestro consentimiento. Este es mi país.”
La administración municipal sufre de una especie de complejo de culpa por nuestro pasado de narcos míticos, y por nuestro presente de narcos agazapados que siguen abasteciendo el 90% del mercado de coca en Estados Unidos. La negación es el mecanismo de defensa elegido para luchar contra esas vergüenzas. Se argumenta que se falsea nuestra realidad actual y que ahora somos otros, más sanos, renacidos. Esta semana se estrena la película American Made, donde Tom Cruise encarna a Barry Seal, piloto gringo y contacto de la CIA, que termina como gran mensajero de la mafia colombiana a comienzos de los ochenta. Parte de la película se rodó en Medellín luego de mucho rogar por el apoyo de la administración de Aníbal Gaviria. En dos semanas la producción gastó cerca de 7000 millones de pesos en la ciudad, gente del medio en Medellín trabajó con el personal más importante de la industria mundial y Tom Cruise salió a decir que Medellín era una ciudad apta para el trabajo y la diversión. Para el rodaje de Loving Pablo, protagonizada por Javier Bardem y Penélope Cruz, la alcaldía de Gutiérrez se opuso a cualquier colaboración y trancó la puerta. En el ambiente y las declaraciones de los protagonistas quedó la idea de que Medellín es todavía un fortín narco bien peligroso. Proteger la honra de la ciudad puede significar enlodar su imagen. El alcalde no parece reconocer entre realidad y ficción, entre la posibilidad de una memoria veraz, que se podría construir desde lo público y la academia, y la inevitable memoria de los mitos que se cuela por cualquier rendija, sin reparar en la indignación, la propaganda o la buena conciencia.
Pero el moralismo ramplón siempre puede ir un paso adelante. Esta semana Paola Ochoa pedía en su columna de El Tiempo la condena de Hollywood por las líneas de cocaína que aspiran los protagonistas de algunas de sus películas. Una apología al consumo dice la columnista aterrorizada. Ahora no solo se debe prohibir la cocaína sino su aparición en las pantallas. La señora tocará una campanita de censura cuando aparezca un gramo, al igual que pasaba hace años cuando asomaba un cuerpo desnudo. Ochoa recuerda a los médicos de los años cuarenta en Medellín, cuando alegaban los problemas de “higiene moral” de la gran pantalla, donde niños y adolescentes se hartan “de excitantes que queman inútilmente las energías hormonales y vitamínicas en las salas de cine, en los cafés de moda y en los contactos epidérmicos bajo la semioscuridad de la ventana celestina.”





martes, 12 de septiembre de 2017

Sermones y discursos






 

La atención desmesurada es a la vez un privilegio y un riesgo. Cuando detrás de cada palabra y cada gesto de una persona se busca una pequeña revelación, una gran lección, un señalamiento o una aprobación, todo puede terminar en una maraña de interpretaciones, en fragmentos que buscan afianzar convicciones propias, en un sermón convertido en cientos de discursos. Despedazar, acomodar, falsear son posibles acciones frente a las palabras dichas por quien tiene un aura especial. Era inevitable que la visita del papa a Colombia fuera leída en claves políticas, que sus palabras tuvieran un acomodo en nuestros pleitos electorales y que sus gestos dijeran algo sobre el encono nacional. El papa les dijo a sus obispos que ellos no eran técnicos ni políticos sino pastores, pero es imposible negar la conciencia política de Bergoglio, su ánimo frente a causas terrenas, sus certezas ante dilemas ideológicos.

Argentina ha sufrido y gozado como ningún otro país ese dudoso privilegio de tener un representante de dios (elegido según fumatas lejanas a su democracia) para tratar a sus demonios políticos. Bergoglio ha sido un cura conservador y amigo de la dictadura, acusado incluso de entregar a dos sacerdotes de la Compañía de Jesús a los torturadores la Escuela Mecánica de la Armada, durante años el peronismo lo señaló de derechista y misógino. En sus tiempos de cura en Buenos Aires sus misas no congregaban a más de doscientos fieles. Luego, siendo cardenal y luego presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, Néstor Kirchner lo declaro “el jefe espiritual de la oposición crítica”. Uno años antes, como presidente, se había negado a asistir al Tedeum que conmemoraba en la catedral el primer gobierno patrio de Argentina. Las luchas siguieron con Cristina y la posición de Bergoglio frente al paro patronal de los productores agrícolas y el matrimonio de parejas del mismo sexo. La elección en el Vaticano hizo que Cristina cambiara de opinión y de los señalamientos pasara a las felicitaciones. Ahora, las reuniones entre la presidenta y el papa eran vistas como una estrategia política CFK para soportar un clima turbio. Se aseguraba que Francisco decía en privado que había que proteger a Cristina, asegurar que terminara su periodo. De nuevo medios y políticos recordaban cercanías de Bergoglio con el peronismo.

Ahora el entorno de Macri lo ve como un cura de izquierda, rojo casi, amigo íntimo de un troskista como Gustavo Vera, y principal opositor del gobierno que busca ajustes económicos. La primera audiencia entre Francisco y Macri, de apenas 22 minutos y con el papa mostrando la más amarga de sus caras, fue interpretada como un gran revés político del presidente. “El papa no mueve 10 votos”, dijeron algunos cercanos a Macri. Pero el presidente no quería emprender cruzadas. El “pastor con olor a oveja”, así lo define su íntimo Vera, le dio una segunda oportunidad al presidente a finales del año pasado. La visita mejoró en gestos y tiempos y los sindicatos que anunciaban huelga general esperaron posibles arreglos. Los opositores dicen que desde el Vaticano se ha ayudado a medidas más graduales y concertadas. Si Macri cede, el papa sonríe. Dicen que Bergoglio evita los mensajes directos en la política Argentina, pero es sin duda un simbolista consumado, un experto en el lenguaje de señas. La patria del papa corre los más grandes riesgos que implica romper el dique entre religión y política.

El reto, luego de su visita a Colombia, es encontrar una traducción un poco más profunda que nuestro habitual debate político, menos maniquea, más personal si se quiere, menos trivial y oportunista. No será fácil.








miércoles, 6 de septiembre de 2017

El sector púdico


 

 

En 1996 trabajé durante un semestre en la Corte Constitucional. Era el modesto trabajo de un auxiliar judicial ad honorem, nombre algo pomposo para un supernumerario que hacía su práctica universitaria a cambio de un carné que era a la vez una pequeña dignidad. Mi trabajo consistía en seleccionar tutelas que podrían ser relevantes para una posible revisión del máximo tribunal constitucional. Tutelas que buscaran la protección urgente de un derecho fundamental o que plantearan un dilema legal digno del seso de los magistrados. Las carpetas naranjas de las miles de tutelas iluminaban las tardes silenciosas en los despachos de la Corte. Allí todo tenía un aire reverencial. A toda hora parecía que se estaba trabajando en la redacción de tesis complejas, que se intentaba iluminar las preguntas más difíciles sobre los individuos y la sociedad. La Corte era una especie de facultad de filosofía con la facultad de influir sobre el poder del Estado y algunas encrucijadas humanas. Yo intentaba respirar un poco de ese aire solemne y trascendental pero me ahogaba, algunos de mis compañeros ad honorem lograron “proyectar” fallos menores mientras yo buscaba salida hacia la casa que guardaba la tragedia de J. A. Silva, un poco más arriba de la Plaza Bolívar.

Estaba asignado al despacho de Alejandro Martínez Caballero. Lo vi dos o tres veces, caminando sin aspavientos, dejando caer dos palabras, como un profesor ensimismado. Lo miraba con el temor que impone el respeto desmesurado. Hoy parece increíble pensar que a la Corte llegaron personajes que empujaban la revisión de tutelas a cambio  beneficios económicos. La intriga política y los negocios particulares comenzaron a rondar los pasillos de las Cortes. El cinismo sustituyó el debate, algo de los pulsos del Congreso contagió a las salas plenas, los embates del ejecutivo llevaron a las Cortes a los aprietos partidistas. Lo demás lo hizo el apetito de algunos magistrados, la lógica clientelista bajo la majestad de la toga. Al menos los congresistas sonríen en sus vallas para que uno sepa a qué atenerse, pero los magistrados torcidos se esconden bajo el gesto severo y el discurso abstruso de los fallos. Solo queda repetir que el tiempo pasado fue sin duda mejor.

Dos años antes de ese trabajo en la Corte me fui a hacer un experimento de estudiante entusiasta en un programa llamado Opción Colombia. Se trataba de llevar a universitarios hasta municipios apartados donde su conocimiento crudo se pudiera estrenar en tareas útiles. Trabajé en el Plan Nacional de Rehabilitación en el Huila, en más de 15 municipios. Mi tarea consistía en impulsar mecanismos de conciliación en algunas comunidades. Sobra decir que aprendí más de lo que aporté. Conocí funcionarios con una mística que recordaba a los mejores misioneros posibles. Apoyaban el liderazgo comunitario, vigilaban las obras, hacían el quite a los grupos armados y peleaban contra la más primaria de las manzanillas electorales. Para eso les bastaba un jeep destartalado, algunas planillas, una aversión a las oficinas y una voluntad suficiente para jalar a esa mula resabiada que encarna al Estado casi siempre. Había partidismo, sí, pero era más un telón de fondo que un protagonista de sañas e intrigas.

Esas han sido mis únicas dos experiencias en las oficinas públicas. Una silenciosa y pensante, parecida a la academia; otra con los ruidos electorales, mística y plaza pública. Tal vez tuve demasiada suerte en mis rondas de practicante; tal vez las salas de las altas cortes y muchos despachos municipales pasan por una racha inmunda.