martes, 31 de enero de 2017

Recién llegados




Abdulfatá Jandali llegó hace sesenta y cinco años a Estados Unidos desde la ciudad siria de Homs. Tenía la intención de estudiar ciencia política y convertirse en diplomático. Su padre era un rico agricultor dedicado a los cultivos de trigo y algodón en un país todavía bajo el signo de la servidumbre. Tenía 26 años cuando se graduó en la universidad de Wisconsin con una tesis que buscaba fórmulas para que los países de Oriente Próximo abandonaran el colonialismo. Además de su título universitario, su estadía en Madison dejó un hijo nacido en 1955 en San Francisco, California. Al parecer los prejuicios religiosos del padre de su novia, una joven católica llamada Joanne Schieble, hicieron que la pareja se distanciara y la madre decidiera dar su hijo en adopción.
En el 2005, luego de una vida silenciosa y nublada, Jandali se enteró de que ese hijo perdido en los años universitarios era uno de los hombres más brillantes y más ricos de los Estados Unidos: Steve Jobs. Ese padre escurridizo solo se atrevió a enviar unos correos tímidos con pequeñas líneas que son a la vez una disculpa y un gesto de admiración: “Espero que estés mejor de salud”, "Feliz cumpleaños". Luego de la muerte del padre reacio, Jandali y Joanne Schieble se casaron y tuvieron una hija. Pero al parecer Jandali tenía una inevitable vocación para la huida y muy pronto marcó su ruta hacia la universidad de Nevada donde fue profesor durante poco tiempo. Su hija, ya con un apellido ajeno a ese fantasma y convertida en la novelista Mona Simpson, hizo su correspondiente ajuste de cuentas en forma de libro: The lost father.
En los años setenta Jandali comienza a recorrer una especie de ruta inversa para un inmigrante que había tenido formación académica y vínculos laborales con algunas universidades. Se casó por segunda vez y abrió un pequeño restaurante en Reno como corresponde a la fábula común de miles de inmigrantes en Estados Unidos. Imposible no recordar que el abuelo de Donald Trump, quien llegó a Estados Unidos con dieciséis años desde un pueblito Bávaro llamado Kallstadt, se inauguró como empresario colgando un aviso que decía Arctic Restaurant & Hotel en las nieves de Yukon en Canadá. La fiebre del oro lo arrastró desde su primer oficio como peluquero en Nueva York hasta un local en Seattle y luego al extremo norte para ofrecer provocativas “habitaciones privadas” en su hotel que presumía de todo tipo de lujos para los mineros recién forrados.
Pero volvamos a Jandali y sus restaurantes de carretera en Nevada. Su segunda opción fue comprar un restaurante francés quebrado para venderlo luego de la restauración y ganar unos dólares. Había olvidado los sueños académicos y políticos sobre del Medio Oriente y ahora se dedicaba a satisfacer a sus clientes tras la puerta de su parador. Las paradojas quisieron que terminara como director del casino Boomtown a las afueras de Reno. Desde 1999 se convirtió en el jefe de alimentos y bebidas del casino. Ese hombre venido de siria con una conciencia política y religiosa terminó manejando una rueda de la fortuna de 400.000 dólares cada semana en las carreteras de Nevada. Su gran idea fue ofrecer un bufé ilimitado de langosta los fines de semana. Con eso logró frenar la estampida de clientes que iban hacia casinos indios más cercanos a sus casas. Las tenazas de Jandali terminaron marcando la gastronomía y la contabilidad de los casinos en Nevada. El mismo estado donde Trump peleaba hace dos años para que los trabajadores de sus casinos no conformaran un sindicato. Los inmigrantes marcan los surcos imprevistos de la genialidad, la competencia, la insignificancia, la soberbia. Basta dejarlos llegar.
 





martes, 24 de enero de 2017

Press-ti-tutes, press-ti-tutes





El 20 de enero de 2017 era su gran día, el momento de su desquite, de convertir en realidad las apoteosis de utilería a las que se acostumbró en los casinos y en la televisión. Era hora de mirar desde lo alto, de marcar el atril y repetir sus insolencias como gran jefe. Entonces, era necesaria una seña en el calendario: “Por eso, yo, Donald J. Trump, Presidente de los Estados Unidos de América, por la autoridad que me ha sido concedida por la Constitución y las leyes de los Estados Unidos, proclamo el 20 de enero, 2017, como día Nacional de Devoción Patriótica…”
Pero no faltan los aguafiestas. Y en el día supremo comenzaron a decir que su rebaño era menor al de otros ídolos y que su gala no era la de un predilecto sino la de un maldiciente, un blasfemo con suerte y dinero. Trump no resistió el agravio y envió a su jefe de prensa como avanzada contra el atrevimiento de los medios: “Frente a esa obsesión por deslegitimar a este presidente, no vamos a sentarnos y dejarlo pasar. Este gobierno va a luchar con dientes y uñas, todos los días, contra este intento de deslegitimar las elecciones ". Hablaba un nervioso Sean Spicer que tenía órdenes de mostrar los dientes. Defendió el aforo de su jefe como si se tratara del empresario de un cantante y dejó caer unas cuantas mentiras en medio del encargo: los usuarios del metro ese día en Washington, los datos de audiencia en televisión según Nielsen, las supuestas diferencias en el operativo de seguridad para la posesión... El presidente no quedó contento con la defensa y fue necesario el refuerzo de su asesora Kellyanne Conway, quien dejó todo muy claro con una expresión: “hechos alternativos”. El gobierno no miente, solo tiene un ojo distinto, de buen cubero, y unos hechos distintos y unos números disparejos. El vicepresidente Mike Pence lo advirtió durante la campaña: cuando Trump distorsiona la realidad "es porque él siente que lo que dice es verdad". Nos es su culpa, es solo que en su reino las cosas suceden de una manera mágica y diversa. El presidente está dispuesto a pelear y a mentir por los motivos más frívolos, por un record escolar. Muestra una fobia rabiosa frente a quienes lo contradicen. La revista The Atlantic señaló los peligros: “Si estás dispuesto a mentir sobre algo así de minúsculo, ¿por qué alguien debería creer lo que digas sobre algo grande e importante?”.
Al día siguiente, cuando Trump se plantó frente al CIA Memorial Wall, el muro que rinde homenaje a los norteamericanos muertos en tareas de inteligencia, a quienes el presidente había ofendido durante los últimos meses, en medio del ruego de los asesores para que pasara la página de la ceremonia de posesión y se concentrara en reparar las relaciones con la “inteligencia”, los complejos y la soberbia decidieron otra cosa: “Los atrapamos en una belleza y creo que van a pagar un gran precio (…) Tengo una guerra con los medios. (Los periodistas) Están entre los seres humanos más deshonestos en la tierra…”
Paradójicamente, el sorpresivo ídolo de la derecha europea ha terminado por recordar la obsesión y la inquina de los populistas de izquierda contra los medios en América Latina. No extraña que un ex secretario de comercio de Cristina K. haya dicho que Trump era peronista. Allá cambiaron la ley para combatir al Grupo Clarín. Y Correa, que puso un comisario propio a revisar los periódicos, podría aconsejar al hombre fuerte de Estados Unidos. Daniel Ortega, Evo Morales y Nicolás Maduro al fin tienen una coincidencia con el imperio. Estados Unidos es un pueblo al norte de Latinoamérica.












martes, 17 de enero de 2017

Concesiones políticas










Un decreto presidencial de junio de 2003 creó el Instituto Nacional de Concesiones (Inco). El presidente Álvaro Uribe buscaba un organismo con la capacidad técnica para “planear, estructurar, contratar, ejecutar y administrar los negocios de infraestructura de transporte que se desarrollen con participación del capital privado”. Uribe llevaba un año en la Casa de Nariño a donde había llegado agitando una bandera contra la “corrupción y la politiquería”. Se hablaba de un instituto técnico y la palabra meritocracia rondaba los discursos y los documentos oficiales.
Pero la ronda de los congresistas comenzaba a hacer sus sugerencias y a presentar sus recomendados. Uribe conocía de sobra ese mundo que había negado durante su campaña. Mientras Andrés Uriel Gallego ponía los elementos químicos de bondad y la nota folclórica, el Inco comenzaba a llenar el sudoku del clientelismo y a pagar los peajes. Godos-costeños, decía en la casilla al frente del Instituto Nacional de Concesiones. Y comenzaron los líos.
El primer director en problemas fue Luis Carlos Ordosgoitia, quien dirigió el instituto entre septiembre de 2004 y noviembre de 2006. El señor comenzó su vida política como diputado en Córdoba en 1995 y fue representante a la Cámara en 1998. Su firma en el famoso Pacto de Ralito en 2001 lo sacó del Inco. Durante el gobierno Pastrana había tenido sus palomitas. Los vallenatos también merecían su cuota y por eso llegó Fabio Alberto Méndez Dangond. Una falsedad en sus papeles para posesionarse hizo que apenas durara dos meses al frente de la entidad. Apenas estaba conociendo a los contratistas. En 2013 le llegaría la condena a ocho años por falsificar un título de maestría en finanzas del Externado de Colombia para cumplir los requisitos frente a la prueba química de Andrés Uriel. Quedaba pendiente la deuda con la gente del Cesar y para eso llegó Álvaro José Soto, un ingeniero de la Universidad Católica que había trabajado como secretario privado del destituido gobernador del Cesar, Rafael Bolaño Guerrero. Algunas conversaciones en manos de la Fiscalía muestran que el hombre sí alcanzó familiaridad con los contratistas: “El Mono ya habló con Álvaro José (Soto) de eso, pero dijo que a mí no me entregaran ni mierda”, al parecer era la voz de Álvaro Arias, un asesor del ministerio de transporte. Y la conversa seguía en la voz de un representante de los consorcios en busca de una licitación: “Me han llamado mucho estos muchachos para que les dé más platica (…) El siguiente paso es consolidarnos no solamente en el consorcio, sino ante todo en el grupo de trabajo, y pues si hay que dar $100 millones (…) Que los españoles vean que no estamos solos”. Álvaro José Soto y sus cuatro asesores renunciaron y se suspendió la entrega del corredor férreo entre Chiriguaná y Villa Vieja, un contrato de 1.3 billones de pesos.
En vista de que parecía físicamente imposible llevar al Inco a alguien que no armara un negocio propio o un problema ajeno, encargaron a Gabriel García con el empujoncito de los García Zucardi de Cartagena. Y mostró que sabía aprovechar la oportunidad. Para terminar y dejar descansar a los costeños llegó Julio Cesar Arango desde Risaralda, entre otras credenciales mostraba la de ser presidente de la Fundación del Bambuco Colombiano. Salió peleado con Andrés Uriel al final del gobierno Uribe II y con su respectiva investigación en la Procuraduría por la licitación en la Ruta del Sol.
El Inco sumaba más de 10 directores en sus primeros siete años. Queda claro que Gabriel García no fue el único traicionero.




martes, 10 de enero de 2017

Nota necrológica







A finales de diciembre el ministro de defensa Luis Carlos Villegas dijo que el país cerraba el año con una tasa de 24.4 homicidios por cada 100.000 habitantes, la más baja desde 1974. Se trató de una declaración a mano alzada, con los datos todavía por verse y con una cifra aproximada que para el caso de los asesinatos no suena del todo bien: “estará alrededor de 12000, será la más baja de los últimos 32 años, desde 1984". Valdría la pena que el ministro le diera una mirada por encima al informe Forensis 2015 Datos para la vida que publicó Medicina Legal en julio pasado. Allí se dice que la cifra de homicidios en 2015 fue de 11585 y la tasa por cada 100.000 habitantes llegó a 24.03. De modo que si uno compara los datos sueltos del ministro y los datos duros de Medicina Legal el país tuvo un pequeño retroceso en el tema de muertes violentas el año anterior. Noticia que sería desalentadora luego de seis años consecutivos de disminución de homicidios, de 17717 en el 2009 a la cifra ya reseñada en el 2015, una rebaja considerable de más de 6000 casos.
Viendo las cifras preliminares que han entregado las principales ciudades y la consolidación de la tregua con las Farc, resultaría extraño que 2016 marcara un brinco en el descenso de homicidios en los últimos años. Parece que el ministro soltó sus números sin pensarlo muy bien y logró titulares para fin de año y preguntas para el comienzo del 2017. Hay que tener en cuenta que Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla y Cartagena agrupan cerca del 35% del total de homicidios que se cometen en el país. Entre ellas, Medellín fue la única que registró (según cifras de alcaldes y comandantes de policía) un incremento en las muertes violentas el año anterior. En Bogotá se habla de una reducción del 6%, 81 casos menos; en Cali las cifras son muy parecidas, la reducción sería del 7% con 89 casos menos. Bogotá y Cali tienen una cifra de homicidios muy cercana (1263 la capital Vs 1289 la Sultana) y, por supuesto, una diferencia dramática en la tasa, donde Cali (53 homicidios/100.000 habitantes) triplica a Bogotá (15.8/100.000). Barranquilla registró en prensa una reducción del 6% con 29 casos menos, y Cartagena mostró orgullosa su merma de 50 homicidios y el mejor comportamiento entre las cinco ciudades con una reducción del 24% entre 2015 y 2016. Lo curioso es que la mitad de esa reducción se dio en los meses de noviembre y diciembre, según el alcalde por medidas restrictivas a la venta de alcohol en algunos barrios. Medellín fue el lunar con 37 homicidios más en 2016, un aumento del 7.5%, donde tres comunas, Castilla, Robledo y San Javier, pusieron casi la totalidad de las muertes de más. Contrario a lo que pasó en Cartagena, la mitad del incremento se dio en los meses de noviembre y diciembre, lo que deja preocupaciones para el año que inicia.
Parece claro es que cada vez será más complejo marcar grandes avances. Entre 2014 y 2015 se presentaron 1041 homicidios menos y volver a mejorías de ese tamaño necesitará más que nuevas motos para los policías en las capitales. La disminución propia del acuerdo con las Farc ya marcó su diferencia en 2015, y se estima que solo entre el 10 y el 12% de los homicidios en Colombia tenían que ver con ese conflicto. Además, es seguro que habrá algunos brotes en zonas de antiguo dominio de las Farc. Las ciudades se han estancado y cada año luchan por mantener sus cifras que muchas veces dependen más de pactos ilegales que de acciones policiales y de políticas sociales. Colombia llegó a una tasa que lo sitúa por debajo del promedio en América Latina y el Caribe. Ahora no somos ni la catástrofe ni el milagro. Llegó la hora de luchar contra la normalidad.


Día del inocente







Fueron tres tropeles en la madrugada del 28 de julio de 2014. La carretera entre Medellín y La Pintada acumuló un reguero de vidrios, sangre y humo. Los partidos no importaban. Medellín había logrado un lánguido 0 - 0 en Pasto y Nacional un empate 2 – 2 frente al Cali en el Atanasio. Como siempre la gresca tuvo avisos previos. La Policía habló de la negativa de los hinchas del Cali para tomar una vía alterna y no toparse con los buses del Medellín que volvían desde el sur. Los partes de la época reseñan un muerto, diez heridos y un bus quemado en cercanías del municipio de Santa Bárbara. Una bomba incendiaria contra un bus que iba de regreso a Cali, con hinchas vallunos del verde paisa, fue la hoguera que cerró las horas de bochinche y alboroto. Hubo algunos quemados graves y la hinchada del rojo señalada como culpable. En su momento el comunicado de la Rexixtenxia Norte habló de una emboscada de la gente de Frente Radical como inicio del combate. Como se ve, el lenguaje habla de ataques y defensas ajenas a los noventa minutos.
Fue el último de los grandes enfrentamientos entre hinchadas y dejó, como es lógico, una larga mecha de rencillas y confusiones. El 28 de agosto de 2015 la Fiscalía anunció la captura de cuatro jóvenes, hinchas del Medellín, acusados de tentativa de homicidio, incendio y perturbación en el servicio de transporte público, colectivo y oficial. Uno de ellos es Juan Fernando Cuadros Galeano, quien para la época estudiaba mercadeo en la Institución Universitaria Salazar y Herrera. Desde el comienzo la captura de Juan Fernando despertó sorpresa y repudio. Aquí no se trataba tan solo de que su índole no cuadraba con la escena de un joven que lanza una bomba contra un bus con pasajeros adentro, cosa que repiten sus amigos, su familia, sus conocidos. Ni es suficiente decir que Juan Fernando es un pelao ajeno a los tropeles, más dado a los favores y a la fiesta que a las celadas y los filos de las cuadrillas. Un barra brava manso, como quien dice. Igual, eso se repite en casi todas las salas de audiencia del país.
Lo verdaderamente particular de su caso es que Juan Fernando no viajó a Pasto ese fin de semana a acompañar al Poderoso ni estuvo de ronda por Santa Bárbara y La Pintada durante la madrugada de la pelotera y los crímenes. Lo dicen los amigos con los que vio el partido del Medellín por televisión, la novia con la que durmió el sábado y hasta los rastros de su línea celular Tigo que la Fiscalía trianguló durante el proceso. Pero dos víctimas lo señalaron de haberlos agredido en el bus, de haber cargado contra la ventanilla y liderado el ataque. El expediente lo muestra haciendo tantas cosas al mismo tiempo contra el vehículo de transporte público que la escena hace pensar en un comando de película de acción. Tal vez el retuit a una brabada de barrista luego de la pelea lo tenga en la cárcel desde hace dieciséis meses. Eso lo ubicó en la mira de las víctimas y la Fiscalía. La acusación habla de una supuesta coartada consistente en dejar el celular en Medellín para salir a hacer las trastadas en la carretera. La Fiscalía debe indagar y acusar, pero parece que aquí también se dedica a imaginar. Algunos de los verdaderos culpables simplemente pasan de agache, se mencionan entre susurros, pero no dan lora en redes. Se defienden con el silencio y la estampa.
A comienzos de próximo año habrá una nueva audiencia en el caso de Juan Fernando. Esperemos sea el tiempo de los inocentes.