martes, 29 de septiembre de 2009

Ver morir a un hombre




Algunos de los que venían más atrás todavía pitaban con furia, intentando mover la maldita fila de carros, regalando una última rechifla para los oídos del hombre que mueve su cabeza de cara al cielo, que parece decir no, que marca la calle con un hilillo insignificante y terrible. Imposible saber si todavía oía esas bocinas, si para él sonaban distintas, si eran una extraña advertencia, un rumor o un estruendo inexplicable.
Como si fueran una guardia entrenada los motociclistas lo fueron cercando poco a poco, formaron un corrillo desorbitado a su alrededor. Todos se quitaron el casco para la ocasión y marcaban sus teléfonos, miraban a los lados, volvían a mirar al hombre en el suelo, parecían suplicarle. Uno de ellos se inclinó sobre el atropellado y le puso una mano sobre el hombro: “Tranquilo, tranquilo que ya viene la ambulancia”, intuyo que le decía con la piadosa intención con que se le miente a un niño.
En el cruce, cerca al corrillo, los carros se habían silenciado. Una campana de vidrio había caído sobre la escena. Por un minuto nadie atendió a los semáforos. Las caras aterradas de la romería fortuita que impone la muerte en la calle, ese cortejo de desconocidos que contará la pequeña historia en la noche, contrastaban con la tranquilidad del hombre en el suelo que parecía espantar un mal sueño. La bicicleta era un nudo indescifrable bajo las llantas del camión. El chofer se había bajado de un saltó y ahora no podía moverse. Tantas historias de atropellados, tantos accidentes contados en las tardes largas de los derrumbes, en las noches de los parqueaderos; pero ahora todo era distinto: nada de presentimientos ni estruendos, apenas el gesto repetido de un timonazo, la historia sencilla para el plano infantil que dibujan los agentes de tránsito. Y tan inexplicable al mismo tiempo, un simple parpadeo convertido en un relámpago. Ahora el chofer podría responder la pregunta del poeta: “…por qué la gente creía que el momento de la muerte / era más cierto o intenso que el de ahora”.
El muerto en la calle entrega una fugaz colección de supersticiones y temores para las cincuenta personas que han presenciado su agonía. Lo primero son las reflexiones sueltas que siguen la letra de un poema: “Podía ocurrir. Tenía que ocurrir. Ocurrió antes. Después. Más cerca. Más lejos. Ocurrió; no a ti… Debido a, ya que, y en cambio, a pesar de. Qué hubiera ocurrido si la mano, el pie, a un paso, por un pelo, por casualidad…” Luego lo que resta del día se convierte en un ripio insignificante. Atender nuestras preocupaciones parece un insulto, cumplir las citas pactadas resulta ser una trivialidad. Y todavía falta el asalto imprevisto de nuestros fantasmas: el hombre tirado en la calle ha espantado las sombras y los recuerdos que habíamos logrado encerrar en la jaula de los sueños y los malos pensamientos.
Terminé la tarde subiendo a El Boquerón en bicicleta, temiendo como nunca el rugido de los camiones a la espalda, intentando recordar la aparición de los tres o cuatro cadáveres que en mi vida he visto sobre la carretera. Pensando que la escena de ese modesto accidente y la agonía de ese hombre en la calle se superponen a las muertes insignes, a las tragedias que logran conmover al mundo.
Ya oscuro, bajando de El Boquerón, un perro negro me embistió a toda carrera, puliendo sus uñas contra el pavimento. Una sombra más para el día de los sobresaltos. Recordé un poema que describe el rumor de la ciudad desde esa misma ladera: “Suena como un trueno, como el trote de muchas pezuñas, una recua de bestias en desbandada”.

martes, 22 de septiembre de 2009

Triunfó la caverna




El manifiesto a los escribanos católicos, su infierno de fogones Westinghouse, su burla contra barba rala de dios y su grito pueril contra la fe de carboneros está muy cerca de cumplir 50 años. Entre los personajes infamados y los bendecidos por el panfleto poético solo sobreviven Otto Morales y Brigitte Bardot. El ruido de entonces parece ahora una anécdota divertida, un retrato de los viejos pleitos entre los señorones de crucifijo de la villa y unos muchachos alebrestados por el tedio y el clima del momento. Pero resulta que en Medellín la majestad de la catedral sigue asustando al lánguido edificio de la alpujarra desde donde sesiona el poder civil. Los gritos de los nadaístas ya no escandalizan a las niñas de la pontificia bolivariana, pero parece que todavía fueran necesarios para alentar el valor de quienes deben cumplir los mandatos de la Constitución antes que las instrucciones de las encíclicas.
Lo que pasó en Medellín durante las últimas semanas no es más que una especie de claudicación del poder público frente a las presiones de los nostálgicos del Estado confesional. Durante su candidatura Alonso Salazar se comprometió con un grupo de organizaciones de mujeres a incluir en el plan de desarrollo una idea que había sonado en la ciudad desde comienzos de la década del noventa. Se trata de la creación de una clínica especializada en atender los problemas de salud de las mujeres del nivel 1, 2 y 3 del Sisbén. Un grupo asesor con experiencia profesional y académica definió el énfasis de la clínica en las áreas de salud mental, atención a la violencia de género y salud sexual y reproductiva. En este último campo estaba contemplado practicar abortos que cumplieran con los requisitos previstos por la sentencia de la Corte Constitucional en el año 2006. Era el momento para la histeria católica que solapa su intolerancia entre rezos, entierros magníficos y una peligrosa pose de mansedumbre.
El Colombiano soltó sus viejos argumentos bajo el escondijo de cartas de lectoras indignadas y guiños editoriales, los curas recibieron la orden de hacer política desde el púlpito, algunos fanáticos de capa hablaron de la clínica del aborto y Monseñor Giraldo citó al alcalde a su despacho parroquial. Todo había comenzado con un artículo de una estudiante de ciencias políticas de la pontificia bolivariana. Duele decirlo, pero fue suficiente para que el alcalde se dejara torcer el brazo, sacara las secretarias de salud y de la mujer que habían defendido el proyecto y pactara un asunto de salud pública con una carta dirigida al obispo y un compromiso: “en la clínica de la mujer no se harán interrupciones voluntarias de embarazos”. Esperemos que las pacientes no tengan que acreditar la virginidad ante los porteros de la clínica de la mujer sin pecado concebida.
Como elector entusiasta de Alonso Salazar me siento defraudado y engañado. Quienes en Medellín apoyamos su candidatura teníamos la idea de estar votando por alguien ajeno a la pacata conservadora que ha impuesto su voluntad en Medellín durante tanto tiempo. Parece increíble que Salazar no le tuviera miedo al finado Job y ahora luzca acomplejado frente a los redactores del devocionario católico. Tenía todo de su lado para dar la pelea: el respaldo de la constitución, las cifras sobre abortos clandestinos, el decreto regulatorio de un gobierno místico, las multas a hospitales católicos que se han negado a practicar los abortos legales. Podía entregar un espacio público para garantizar un derecho en vez de poner a una niña de 13 años violada por el padrastro a recorrer hospitales con una sentencia debajo del brazo. Salazar quedó en el peor de los mundos: la caverna seguirá conspirando y sus electores tenemos razones para descreer de su capacidad de defender una idea del Estado y la política. Solo la lengua de fuego de Fernando Vallejo podrá salvarnos.



martes, 15 de septiembre de 2009

Deformaciones palaciegas





El palacio presidencial es el primero en exhibir las extrañas transformaciones. Los gustos y caprichos del inquilino se convierten poco a poco en reglas irrebatibles: el descansillo de la escalera es ahora el púlpito de las aclaraciones, el sótano ha tomado un aire siniestro, el salón de crisis está acondicionado para las salmodias del Rosario y otros misterios gozosos, los jardineros intentan aclimatar plantas de tierra caliente para aplacar las nostalgias de la primera dama. El servicio ya sabe que se sirve sin aspavientos, con sencillez conventual. Fueron los primeros en aprender las nuevas reglas domésticas y ahora las defienden como un manual de tradiciones.
Pero el extenso reinado no solo transforma la rutina de los pajes. Los palacios son sin duda un ambiente adecuado para las grandes mutaciones, para las deformaciones del consejero decoroso en jorobado incapaz de levantar la cabeza. Se habla mucho de los políticos que aprovechan hoy la última oportunidad para cambiar su escudo en la solapa y sus banderines de campaña: tránsfugas les dicen. Una palabra muy grande para sus infidelidades de clientes y clientelas, sus habilidades de camaleones guiados por el ministro del interior y justicia como jefe de la especie en extensión.
Pero hablemos de las involuciones más llamativas que van apareciendo de la mano de la ambición y la personalidad del líder natural, no ya de los simples calculadores políticos sino de los transfigurados, de los poseídos. El más vistoso de la lista es Luis Carlos Restrepo, un psiquiatra con ambiciones literarias y arrebatos libertarios que terminó dirigiendo un escuadrón de contratistas electorales y apoyando las ideas conservadoras y los vicios puritanos de su jefe. Parece increíble que Restrepo lidere, desde la orilla más contaminada, el apetito desmedido del gobierno y sus rémoras politiqueras.
Veamos algunas pequeñas contradicciones. Sobre el tema de la penalización el psiquiatra escribió un libro para contradecir las “intenciones de los cruzados de la abstinencia”. Allí llama pueriles y estúpidos los esfuerzos por satanizar todo consumo y llevar la discusión al ámbito policial sobre la base de miedo y la ignorancia. Al final de uno de los capítulos concluye: “En pocas empresas de la historia humana, como en la lucha contra las drogas, se ha difundido tanto mal en nombre del bien, se ha aplastado tanto la libertad mientras se dice defenderla”. Algunos dirán que un desacuerdo sobre un tema menor no tiene porque poner en duda las grandes coincidencias. Pero en La fruta prohibida Restrepo deja claro que la cuestión de las drogas es una de las materias primas para las grandes reflexiones sociales en Colombia.
Pero ese no es el único tema que situaba al presidente y al ex-psiquiatra en esquinas opuestas. Otro de sus libros llamado El derecho a la paz tiene algunos párrafos que parecen escritos pensando en Álvaro Uribe. Se critica al líder que incrementa el odio llamando a sus “enemigos” bandidos sin dejar espacio para la reflexión. Clama por una insurgencia civil y desarmada que profundice los postulados de la libertad y la elección. En este caso dicha insurgencia sería liderada por la figura generosa de Luis Guillermo Giraldo. Critica a los políticos que ennoblecen la acción de matar como un medio para prometer un ideal de paz y felicidad no lejana. No dejo de pensar en las recompensas por cuerpos que estimularon la fábrica de muertos de los falsos positivos.
Pero el momento del mejor retrato del jefe que ahora nos vende como única alternativa llega con una frase ardua aunque todavía legible: “La vinculación por el miedo y el terror genera fuertes compromisos emocionales, utilizados en su momento por políticos y militares para erigirse en representantes del orden frente al caos, invocando el autoritarismo como alternativa terapéutica ante la segmentación”. El mismo Restrepo es conciente de que el párrafo es un poco arrevesado y escribe un nuevo juicio para censurar lo que ahora pedalea desde la aplanadora de la Realpolitik: “La sociedad autoritaria se caracteriza por exigir una absoluta sumisión al jefe…considerándolo única y verdadera fuente de cambio benéfico, induciéndose a las personas a formular juicios de todo o nada, y considerándose la duda o la prudencia como pecados escandalosos.” Algo le sucede a Luis Carlos Restrepo. Su felicidad en medio de un abrazo con Fabio Valencia, compartiendo ya algunos de sus rasgos y celebrando la firma del contrato entre 86 representantes y el gobierno de Uribe III, confirma los peligros de la automedicación.

martes, 8 de septiembre de 2009

Propagandista por naturaleza






En 1983 Doris Lessing publicó una novela en forma de relato etnográfico sobre un grupo de jóvenes radicales en los suburbios de Londres. La pequeña tribu vive en una casa abandonada y dedica su tiempo a la supervivencia, las excursiones nocturnas a profanar algunos muros, las salidas en grupo a manifestaciones antisistema y los coqueteos con el IRA. Las opiniones de la tribu están basadas en la frustración, los panfletos a una tinta, el odio a los modales de la reina y algunos estribillos irresistibles contra el orden burgués. Su rabia los convence de que podrán volcar un sistema al que llaman fascista poniendo su hombro contra los escudos de los policías, tirando las basuras, quemando los cajeros electrónicos. El IRA es una sombra prometedora y distante, una milicia más seria y más poderosa que ofrece blancos bien elegidos y explosiones. Pero el grueso de la pandilla resulta ser demasiado teatral para el trabajo delicado de los dinamiteros, muy discursiva y muy primaria para quienes deben batirse en la clandestinidad.
Los jóvenes “actores” de la novela La buena terrorista no pueden escapar de una lógica simple de odio o deslumbramiento. Los moldes que han formado su discurso son relativamente nuevos pero se han secado muy pronto. Tampoco han tenido muchas opciones para refinar la argumentación: algunos golpes han ayudado a forjar ese caparazón de ideas y postulados. Será difícil escapar de la rebeldía adolescente, del embrujo que trae la palabra revolución, de la mirada inquisidora del camarada mitad ruso, mitad inglés, que vive en la casa vecina y tiene contactos con los hombres del IRA.
La tragedia de esos jóvenes un poco despistados y dispuestos a todo, parecidos a los noruegos vendedores de camisetas para ayudar a las Farc, me hizo pensar en el Oliver Stone que acaba de levantar la mano de Chávez en Venecia actuando como el apoderado de un gran boxeador. Un Don King ideológico con su pupilo latinoamericano. Es lógico que esa horda juvenil que habita la novela de Lessing y muchas barriadas en todo el mundo se muestre ávida de traducir los combates de la periferia según el diccionario de sus gritos; no sorprenden sus juicios primarios ni sus actitudes un poco histéricas y un mucho hiperactivas; pero Oliver Stone está muy viejo y muy curtido para jugar el papel de un propagandista tan burdo, para ceder al hechizo de la retórica bolivariana y su remake cubano.
Stone dijo en Venecia que el mundo necesita una docena de Chávez y habló de su energía embriagadora y lo llamó héroe. Recordé que en diciembre de 2007 el director yankee estuvo en Colombia pendiente de las fallidas liberaciones que tuvieron al presidente venezolano como garante. Se fue frustrado por haber perdido la escena de Emmanuel. Las entrevistas posteriores fueron muy dicientes de su visión sobre las luchas actuales en el continente. De las charlas con Chávez como asesor histórico y de las conversaciones con traficantes en Villavicencio, Stone sacó en claro que las Farc son un ejército de campesinos que libran una batalla desesperada contra paramilitares apoyados por Estados Unidos. Secuestran y trafican para alcanzar sus objetivos que son difíciles. Son heroicos por luchar por sus ideas y defender sus creencias, igual que Zapata en México o Castro en las montañas de Cuba.
Es cierto que Oliver Stone hace tiempo está en la simple caricatura política. Lo mostró en W, su retrato íntimo de George W. Bush. Tan distinto del más sutil y más sugestivo que hizo de Nixon hace unos años. Pero creo que ha tocado fondo. Hasta un cantaor de matracas políticas como Manu Chao lo supera de largo en el papel de crítico social.

martes, 1 de septiembre de 2009

Arde Atenas




En los periódicos de la semana anterior apareció Atenas rodeada de una corona de fuego. Las llamas se insinúan sobre el borde de las colinas cercanas a la ciudad e invitan al lector indolente, más cercano a su biblioteca que al calor de los incendios, a buscar algunas páginas para enaltecer la tragedia. También arde California, incluso con más fuerza, pero el escenario es de utilería y las llamas recuerdan los combates de Arnold Schwarzenegger y no los de Temístocles.
El fuego en Atenas es diferentes así aparezca bajo el mismo formato de las agencias de prensa; como es diferente el ruido de las olas del Egeo contra el casco de los barcos, así se trate de cruceros para europeos de la tercera edad. Basta aguzar un poco la imaginación. Con la ayuda de Hölderlin, por ejemplo. Se pone la foto a un lado y se lee en voz alta un trozo del poema Archipiélago: “Y, ¡oh dolor!, cae la espléndida Atenas; vuelven los ancianos fugitivos / sus ojos lastimeros desde la montaña, donde las bestias / oyen sus clamores, hacia las viviendas y los templos humeantes; pero las súplicas de los hijos no pueden reavivar las sagradas cenizas, / y sobre el valle ya reina la muerte; en el cielo se pierde el humo del incendio, / y el Persa, cargado de botín, sigue su marcha…”
También para los atenienses de hoy los incendios las quemas han sido una alarma para la memoria y la imaginación. El fuego apareció tres semanas antes de las elecciones y todos coinciden en que ha sido una estrategia de campaña, un juego político bajo la mano de los pirómanos. El primer Ministro Costas Karamanlis lo ha dicho muy claro: “Tantos fuegos al mismo tiempo en tantos lugares distintos no puede ser ninguna casualidad”. Luego de los incendios la derecha en el poder ha perdido el favoritismo en las encuestas. Cada ciudadano tiene su propia teoría sobre los culpables de la primera chispa. Ha revivido el recelo contra los musulmanes y los turcos. Han sido ellos dicen algunos hombres en la calle y de nuevo pueden aparecer las palabras de Hölderlin: “…el enemigo del genio, el persa, que manda en muchas / tierras, / cuenta desde hace años la multitud de armas y vasallos / y de la tierra griega se burla, y de sus islas escasas, y las estima el rey cosa de juego…”
Según el escritor español Javier Reverte, cuando el turista actual llega a Atenas descubre más un arrabal que sirve de escaparate de vulgaridades que un esplendoroso templo de la cultura. Solo después de visitar los museos, con las escenas de los bajo relieves aún vivas, logra el visitante encontrar algo de la antigua Grecia entre las calles. Pero también la mezquindad de los políticos puede entregar una postal maravillosa para quienes no hemos tenido la suerte de visitar ni sus museos ni sus barrios llenos de baratijas.
Según la historia que recrea Hölderlin en Archipiélago, Atenas fue evacuada antes de que llegaran los persas, sus ciudadanos fueron llevados a tres islas cercanas y se confió la suerte a la batalla naval en Salamina. El fuego y el mar conservan para siempre sus formas, el humo no ha cambiado la manera de levantar sus nubes negras sobre la tierra, la Acrópolis iluminada todavía corona uno de los cerros de la ciudad; así que la lucha sórdida de hoy por unas sillas en el parlamento puede entregar el mismo paisaje que la batalla de hace 2500 años. Los cruceros no se suspendieron por los incendios y es posible que algún viejo profesor alemán haya leído en la cubierta, alejado del ruido del casino, estos versos mientras contemplaba el fuego en la costa: “¿Dónde está Atenas, Dime? ¿Se redujo a cenizas, ¡enlutado Dios!, / cubriendo las urnas de los grandes antiguos, tu ciudad, / la que tú más amabas, en las sacras orillas? ¿O existe aún algún indicio suyo, para que el navegante, cuando / pasa, la recuerde y la nombre?”.