miércoles, 28 de octubre de 2015

Piensa mal





La cultura política en pueblos y ciudades muestra casi siempre polos magnéticos trocados. A medida que se alejan de los centros urbanos los votantes se hacen más pragmáticos y más obedientes. “Todos esos políticos son iguales”, es la frase que se repite en los parques de pueblos y ciudades. Pero en aquellos es más sencillo enlazar a los vecinos, convencer a las señoras y empujar a los viejos. Los citadinos resultan un poco más insolentes y las dificultades logísticas terminan por “protegerlos” del clientelismo.  Nos hemos acostumbrado a medir la calidad de la democracia por la cantidad de tarjetones en las urnas. Bajo esa premisa Medellín, por ejemplo, sería uno de los municipios con mayores vacíos democráticos en el departamento de Antioquia. En la ciudad de la educación y la innovación solo votaron el 49% de las personas habilitadas para hacerlo. Un porcentaje muy cercano al de los municipios limítrofes: Itaguí, Bello, Envigado. Si descontamos a Ituango, que ha tenido grandes problemas con el conflicto armado y donde solo votaron el 37% de los posibles electores, el Área Metropolitana es de sobra la zona con más baja participación en Antioquia. Y eso que Bello e Itaguí tienen unas de las mejores máquinas electoreras del país.
Basta con acercarse a los primeros peajes en las carreteras de salida de la ciudad, en Caldas, La Estrella, Sabaneta, Copacabana, Girardota, Barbosa, para ver un aumento cercano al 5% en las votaciones. Y para ver muy claras mayorías de los partidos que en el centro metropolitano han acumulado derrotas en las últimas décadas. En Antioquia fue fácil ver esas diferencias. El escenario electoral para la gobernación era sencillo para agrupar a la clientela de los partidos tradicionales (Liberal, Conservador, La U y Cambio Radical) al lado de Luis Pérez. Sus contendores eran el Uribismo encarnado en Andrés Guerra y la continuidad del Fajardismo en Federico Restrepo. Luis Pérez, un candidato quemado en ejecutorias y elecciones en Medellín, no logró más del 30% de los votos en la ciudad que gobernó durante tres años. Fue segundo detrás del candidato del expresidente Uribe. Pero bajo el cetro de los Suárez Mira y la egida de los godos que manejan a Itagüí como su finca, ya su votación pasó del 35%. La clientela comienza a funcionar y nadie escarmienta en cuerpo ajeno.
Cuando se abandona la protección del Área Metropolitana los números de Pérez y la rebatiña de cuatro partidos huérfanos por años comienza a crecer. En la zona norte con gran presencia guerrillera la votación del gobernador electo deja algunas preguntas: 80% en Anorí, 66% en Campamento, 66% en Angostura, 71% en Cáceres, 58% en Zaragoza. Mientras más presencia de la criminalidad mayor votación para los partidos de la llamada Unidad Nacional y su dudoso candidato.
Lo mismo pasa cuando se llega al Bajo Cauca, fortín de la minería ilegal y las bandas criminales. De modo que los partidos que dicen apoyar la postconflicto parecen muy cómodos con el conflicto. Sea liderado por las Farc o por las Bacrim. Luis Pérez logró el 58% de los votos en Caucasia y el 69% en Tarazá. En Urabá, donde Otoniel todavía tiene lo suyo, fue ganador en todos los municipios, con una amplia ventaja del 64% en Turbo, donde más problemas hay, y un margen estrecho en Apartadó, donde la ilegalidad la tienen cada vez más difícil. Está bien que Luis Pérez piense en grande, pero en Medellín muchos seguiremos mal pensando.





miércoles, 21 de octubre de 2015

Ficciones políticas





Muchas veces la política se convierte en un motivo para celebrar la muerte. Los bandos políticos suelen ser ajenos al remordimiento y al respeto que merecen las historias de terror. Los debates electorales lo hacen todo más frívolo, más tajante, más cruel. Desde las posiciones ideológicas y los afanes partidistas los hechos son simplemente un estorbo. En nuestra democracia los argumentos pueden convertirse en una sencilla nemotecnia para olvidar las historias más complejas y más dolorosas. Tres o cuatro frases rotundas pueden servir como estrategia de negación frente acciones como la Operación Orión en la Comuna 13 de Medellín.
La semana pasada se cumplieron 13 años de esa incursión militar. Me sorprendió leer y oír a una cantidad de gente celebrando las “gestas” del Estado en las laderas del occidente de Medellín. La Operación Orión fue solo el más grande operativo militar de los 17 que se realizaron en 2002 en la Comuna 13. Incluso no fue el más cruento, la Operación Mariscal que se realizó 5 meses antes dejó 9 muertos, entre los que se contaron 4 menores de edad y 2 amas de casa. Orión se hizo a escondidas, con capuchas negras y 4 días de veda a los medios de comunicación. Se hizo con el cuidado de los asesinos sigilosos para no manchar mucho los noticieros. Solo se registró un muerto, se privilegiaron las desapariciones, se denunciaron 8 desapariciones. De los 355 capturados durante la operación apenas 2 terminaron condenados. Desde la Unidad Intermedia de San Javier se condujo el operativo militar y la población civil no tuvo más recurso que usar las sábanas como banderas de clemencia y talegos para sacar a los heridos. Jefes y mandos medios de los paramilitares han contado cómo se ideó y ejecutó ese operativo “conjunto”. Una vez más el Estado elegía un bando ilegal para hacer frente a otro: encumbrar a los paras para desalojar a los milicianos.
Es imposible negar el control armado de las diversas milicias en la zona desde los años noventa. Comandos Armados del Pueblo, Farc, Milicias Populares del Pueblo y Eln intimidaban a los habitantes y cometían todo tipo de delitos. Los combos menos interesados en el discurso comenzaron a enfrentar a los milicianos en las partes altas y el Estado terminó inclinando la balanza. Don Berna ha contado cómo el Bloque Cacique Nutibara ejerció dominio luego de la operación, y ha confesado incluso el paradero de algunos desaparecidos. Las cifras no son del todo claras pero los cálculos más juiciosos hablan de 94 desaparecidos entre noviembre de 2002 y febrero de 2005.
Los habitantes de la Comuna 13, sobre todo los más jóvenes, han encontrado en los grupos culturales y los colectivos artísticos una manera de enfrentar la memoria, la zozobra que no falta y los nuevos vientos. Las canciones, los muros, las emisoras comunitarias, los libros dan cuenta de lo qué ha pasado en los barrios en los últimos 20 años. Ahí puede leerse una especie de crónica sin temor y sin odio, una versión más compleja, y paradójicamente, menos rabiosa a la que se construye desde la política. Después de las “celebraciones” de la semana pasada queda muy claro que la política entrega la peor de las versiones sobre nuestra historia y nuestra realidad. Hay que darle preferencia a otras voces si queremos entender un poco las “novelas negras”, y al mismo tiempo, huir para siempre de la pugnacidad más inútil y más barata.




martes, 13 de octubre de 2015

Instinto guerrero





El llamado a la guerra tiene el atractivo de los mensajes fatales y simples. La muerte prometida, sea la propia o la ajena, impone una carga de gravedad férrea y solemne. Así mismo la noble causa invocada entrega una respuesta sencilla frente a un mundo complejo, inexplicable en muchos casos. Se hacen claros los límites de la maldad, las líneas que se deben cruzar para estar en la orilla de los salvadores, de los disidentes contra un mundo sombrío. El fundamentalismo se ha convertido en una opción cruda del compromiso personal para muchos jóvenes, una gubia necesaria y brutal contra el tedio de las ventanas, los computadores y la pantalla del teléfono celular. El heroísmo es una ficción que embelesa a jóvenes y adolescentes con versiones nuevas en cada generación.
Hace unos días el ministerio del interior francés lanzó una campaña para frenar el alistamiento de jóvenes en las filas del Estado Islámico. Son testimonios de padres, madres y hermanos de estudiantes entre 15 y 25 años que terminaron luchando con los fundamentalistas en Siria o Irak. Ya no se trata solo de adolescentes sin muchas miras que crecieron en la periferia de las grandes ciudades y solo se enteraron de que eran franceses luego de algún gol de Zidane. No son en su mayoría hijos de inmigrantes árabes que buscan sus raíces en un radicalismo que honra lo que no conoce y desconoce lo que han vivido desde niños. Se calcula que al menos 500 jóvenes franceses combaten en Siria e Irak y más de 1500 hacen parte del Estado Islámico. Al final el ministerio entrega un teléfono para que los familiares, maestros o amigos prendan alarmas frente a comportamientos que puedan sugerir la inminente partida de los “mártires” locales. Un botón de alarma que en el último año y medio se pulsó más de 3000 veces y que en el 25% de los casos involucró a menores de edad, la mayoría de las veces mujeres. No sé por qué pensé en Tanja Nijmeijer. Otros estudios sobre el origen de los jóvenes franceses que combaten en tierra ajena hablan de una mayoría de familias ateas y de clase media con problemas de hijos soñando con el islam y el fusil.
Lo más paradójico es el intercambio de guerreros que van y vienen entre Oriente y Europa. Ahora Francia teme la llegada de yihadistas entre los refugiados que provenientes de Siria  y otros países. Jóvenes que llegan a cumplir su sueño de mártires en la casa de los verdugos europeos. Y es posible que estos se crucen en los aeropuertos con los franceses que van a luchar en las tierras prometidas del islam. Pelear en la casa es un poco más desabrido, además de la promesa de la guerra está el anzuelo de la conquista de una tierra nueva.
No queda más que un poco de pesimismo frente al reclutamiento en nuestra violencia más práctica, más expedita, menos idealizada. Si miles de jóvenes franceses de clase media no le encuentran sentido a la amplia oferta (de estudio, trabajo, fronteras próximas, cultura) de sus familias y su país, qué pensar de la posibilidad de resistencia de los jóvenes reclutados en nuestros barrios y pueblos. Con muchas menos opciones y carnadas muy brillantes.
En Francia han construido una especie de catálogo de mitos que atraen a los guerreros debutantes. Se trata sobre todo de impulsos personales para buscar el héroe, la causa humanitaria, el riesgo edificante, el líder carismático, la adrenalina del juego de video en vivo. Las guerras serán cada vez más jóvenes.



miércoles, 7 de octubre de 2015

Una amenaza



Solo una vez en mi vida me habían amenazado de muerte. Fue un ladrón con la cara acechante de los bazuqueros. De manera franca, se arrimó a la ventanilla del carro donde esperaba a un amigo y me pidió las llaves apuntándome con una pistola. El temor me hizo acelerar, en un desplante que fue sobre todo un acto de cobardía. Su reacción fue un disparo que quedó instalado como un quemón en el tablero del carro, cerca al radio.
Hace unos días me enteré de una segunda amenaza de muerte. Esta vez llegó como un mensaje taimado, anónimo, cobarde como acostumbran los asesinos en este país de terrores íntimos y públicos. Me lo contó un amigo por teléfono, sin rodeos, con el desparpajo y la franqueza de las conversaciones de todos los días. No puedo negar que me recorrió un escalofrío que no conocía. Un temor seco ante el que no quedan muchas respuestas.
En mi primer día de vacaciones llamaron a la recepción de Caracol Medellín durante la última hora de La Luciérnaga. Preguntaron que dónde estaba –parece que me extrañan– y cuando oyeron la palabra vacaciones soltaron una frase que no vale la pena repetir. Con el lenguaje de los pillos dijeron que mejor me quedara por allá y recalcaron que iban muy en serio. Como hacen los fantoches y los asesinos. Es una tristeza que sea tan difícil diferenciar a los unos de los otros. La llamada vino de un teléfono público cerca de Caracol en Medellín. Una seña más para la intimidación: “Desde aquí lo estamos mirando”.
El tema de la paz genera en Colombia polarización, gritos e insultos. Aviva el fuego de un conflicto que se ha mantenido en brasas durante décadas. Pero según creo nos hemos acostumbrado a dar esa pelea de una manera equívoca, histérica en ocasiones, pero alejada de la violencia. Al menos en las ciudades donde el conflicto es una sombra, un duelo ideológico, un recuerdo macabro. He defendido el proceso de paz pensando en una balanza entre la justicia que merecen las víctimas del pasado versus la esperanza de que disminuyan las víctimas del futuro.
En cambio las elecciones regionales siempre tensan el ambiente político hasta el borde de la agresión física. Aquí se juegan poderes y dineros ciertos, odios que se hacen palpables en los balances privados y en las sillas públicas. Ya no se trata de una pugna entre ideas o partidos, sino muchas veces de un riña entre facciones, de un temor de los “amos” electorales, de la rabia de algunos ilegales que viven cerca al poder regional y se recuestan y se untan.

En las últimas semanas he hablado de algunos temas sensibles en el ambiente electoral en la ciudad donde vivo. La Universidad Medellín como un fortín político que presiona a sus estudiantes, profesores y trabajadores a sumarse a las causas de quienes se sienten sus dueños desde hace cerca de dos décadas. Un abuso que se convirtió en práctica cotidiana y que insulta el ámbito académico, donde la autonomía individual debe ser sagrada. La presencia de la política como microempresa de intereses privados, en algunos casos muy cercana a estructuras ilegales, que desde Bello e Itagüí amplia cada vez más su importancia en Medellín y Antioquia. Y un recorderis de las conocidas pifias de Luis Pérez como alcalde de Medellín amén de sus mentiras y su oportunismo como candidato oscuro y perenne. No los puedo señalar como culpables de un hecho que ya investiga la fiscalía, pero no puedo dejar de mencionar mis intuiciones de recién amenazado. No soy bueno para los duelos ni soy ejemplo de valentía, pero soy malo para el silencio por obligación.