martes, 28 de septiembre de 2010

Carnet aeroportuario





Desde hace unos días un cartel con la figura adamada de Mao Tse Tung adorna una de las vallas al interior de la Universidad de Antioquia. Es uno de los triunfos del movimiento que se dice revolucionario al interior del Alma Mater. De nuevo una de esas victorias que se pretenden simbólica y grandilocuente termina siendo a la vez ridícula y peligrosa. El fetichismo del “rebaño de las mentes independientes” con sus banderas y sus consignas solo recuerda la irracionalidad adolescentes de los barras bravas y sus “trapos” con el escudo de su equipo amado. De hecho en el partido del domingo en Medellín, en la tribuna sur correspondiente a la barra dura del Nacional, había cartelas referidos a la situación en la Universidad. El antidisturbios encarna al enemigo común.
En el otro extremo de la Universidad las cosas pasan del simbolismo a la acción. Hace más o menos tres semanas un estudiante que hacía su práctica con el periódico universitario De la Urbe fue agredido por varios “guardias” del aeropuerto, como se conoce el sitio desde donde despachan los jíbaros en la Universidad. El pelao estaba con una cámara y los dueños de la plaza decidieron darle una lección luego de quitarle la tarjeta de memoria. Según el periódico El Tiempo la plaza del aeropuerto reporta ventas semanales entre 200 y 250 millones de pesos. Y todos sabemos cómo defienden las mafias sus negocios.
Lo triste del caso es que la jerga libertaria, la paranoia que considera un torniquete en la puerta un mecanismo de control inaceptable, la poesía barata de los grafitis que canta al espacio libre y común, termina por hacerle el juego a esa mafia ramplona. Luego de la agresión algunos estamentos estudiantiles intentaron justificar el hecho, o al menos entregarle un contexto que lo explicara. Se habló de una violación del derecho a la intimidad por parte de los jóvenes reporteros. Un representante estudiantil, uno de esos viejos pastores ovejeros, profesional del rollo, se propuso como conciliador entre las mafias y los estudiantes de la facultad de comunicaciones. Sería interesante ver la reacción del “comisionado de paz” si los golpes los hubiera dado el ESMAD y no la mafia aeroportuaria. Pero no todo puede ser tétrico. También hay espacio para el humor. Luego de los golpes los jíbaros del aeropuerto sacaron un comunicado de prensa. Firmaba la “Comunidad del Aeropuerto”.
De nuevo la de Antioquia está cerrada. Ahora por la implementación de un carnet que busca facilidades para los estudiantes y demás miembros de la comunidad universitaria y controles para los visitantes externos. Parece increíble el alboroto general. Es como si en Colombia se hubiera llamado a la insurrección por el reciente cambio de cédula. La Universidad de Antioquia sufre distorsiones infantiles, malformaciones retóricas y una meningitis libertaria que solo entrega poder a los extremistas ideológicos y a los comerciantes duros. El más reciente comunicado del Consejo Académico resume bien la situación: “…el abuso de la socorrida autonomía universitaria peligrosamente convertida en pequeñas pero poderosas autonomías especiales para el delito del narcotráfico, para el negocio privado o para la violencia subversiva de derechas y de izquierdas, de una manera tal que la original autonomía para el libre desarrollo de las actividades del conocimiento y del debate ideológico, termina convertida en la privatización de la Universidad ligada a la satisfacción de fines particulares, de negocio o de política...”
Los especialistas en convertir cualquier decisión administrativa en un debate que merece mesas interdisciplinarias y asambleas extraordinarias se han ido tomando el espacio de discusión en la Universidad. El sesgo ideológico y la sordera son su principal cualidad. Les luce mucho una frase de Oscar Wilde en Un marido ideal: “Me encanta hablar de política, paso todo el día hablando de política. Pero no soporto oír hablar de ella.”

martes, 21 de septiembre de 2010

Salón de la justicia




Los expedientes judiciales son los papeles peor presentados del universo escrito. La jerga se ha empeñado en llamarlos folios sin reparar en que están amarrados con cabuya, su primera página es casi siempre una cartulina rosada o amarilla y sostienen el manojo de papeles dispares gracias a un rudimento que simula dos estiletes cerca del lomo. Deberían llamarse atados, o líos. La lectura de los expedientes obliga a tener suficiente espacio para irlos volteando a medida que se avanza. Cada tres hojas aparece una invertida y el lector debe girar su mamotreto para continuar con su ejercicio de fórmulas circulares y vueltas y revueltas. Algunos graciosos insisten en que es una técnica pensada para mantener despiertos a los defensores de oficio y los secretarios de juzgado. Los separadores entre esas páginas que combinan extrañamente el tedio y la sordidez, son pequeñas cucarachas convertidas en filigrana bajo el peso de las declaraciones de un proceso laboral.
Durante mi último año de estudiante de derecho gasté muchas horas como supernumerario entre expedientes de tutelas. Poco a poco aprendí a saltar las fórmulas del proceso, las consideraciones de los personeros, la defensa fotocopiada de los funcionarios y otras quincallerías para llegar hasta algunas historias interesantes. Las tutelas que tenían algunas páginas manuscritas eran casi siempre las mejores. Pueriles y excitantes, descabelladas, perfectas para el juez ávido de mostrar su sentido de justicia y para el estudiante fisgón de último año. Las que venían de las cárceles también formaban un género apetecido: la novela negra. Llenas de paranoias y secretos por revelar. Y estaban los dramas hospitalarios perfectos para adaptar a los melodramas gringos. Los pensionados de Cajanal aportaban el 60% del papel reciclable y los maestros mostraban una perfecta reciprocidad: la mitad entutelados y la mitad buscando tutela.
Según fuentes del Consejo Superior de la Judicatura Colombia tiene archivados más de 20 millones de expedientes. Los administradores de la rama judicial, que han demostrado su experiencia para sumar y multiplicar, dicen que para el año 2000 había 277.000 metros lineales de documentos en los sótanos de los palacios de justicia. Un tesoro para armar el más completo archivo universal de la infamia, un acervo envidiable de mezquindades y humillaciones. Las emisoras deberían mandar a un locutor al sótano del palacio de un municipio elegido al azar y darle tres horas de programa para que nos leyera un expediente elegido al azar. Un desalentador ejercicio de radionovela que no nos traería ninguna cura pero serviría como consuelo vouyerista.
Hace unos días, los 300.000 expedientes del palacio de justicia de Florencia, Caquetá, aprovecharon el pequeño vaivén que les dejó el paso de un camión y empujaron los archivadores metálicos unos contra otros, para terminar con una maravillosa montaña de papeles revueltos en el suelo. Un desorden conmovedor por la magnitud y el contenido. Los funcionarios hablan de declarar la urgencia manifiesta y prevén que algunos delincuentes podrían ser liberados por vencimiento de términos. Y se dejarán de pagar pensiones alimentarias y las víctimas de los procesos de divorcio deberán resignarse durante tres meses más. Si el gobernador del Caquetá fuera una especie de Nerón estaría tentado a hacer Tabula rasa, a empezar de cero y poner todo ese mugre en unas volquetas rumbo al deposito de los recicladores. No sería justo, pero ya sabemos como es la justicia.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Cabo suelto





El 21 de junio del 2001 el periódico El Tiempo publicó en una de sus páginas una larga lista de cabos, soldados, agentes, auxiliares, sargentos y tenientes secuestrados por las FARC. Cada uno estaba acompañado de su fecha y lugar de infortunio, y de la suma de los días de encierro al aire libre. Era el catálogo de 287 perdedores en una rifa sistemática con sorteos mensuales. Allí estaba el Cabo Pablo Emilio Moncayo Cabrera como un nombre más. La vida de la gran mayoría de esos soldados y policías ha retomado su curso normal de anonimato. Bien sea en el ejército, en el subempleo, en el mostrador de un pequeño almacén, en la parcela familiar o en el taxi.
La familia Moncayo, por su parte, terminó convertida en una marca política, un signo todavía vigente del duelo de extremos que marcó el gobierno de Álvaro Uribe. Es por eso que seis meses después de la liberación, cuando el ahora Sargento Moncayo está en el exilio, siguen deslizándose amenazas bajo la puerta de su casa en Sandoná. Y uno se pregunta: ¿Cómo fue posible que una pareja de maestros de un pueblo de Nariño, padres de un cabo de la policía y de tres mujeres con el sueño de ser profesionales a medio camino, terminara en el centro del más candente debate nacional durante buena parte del gobierno anterior?
La respuesta tiene ingredientes de cartilla política y devocionario popular, tiene visos de sainete y drama, y a la familia Moncayo como merecedora de culpas, méritos y compasiones. A mediados del 2007 el profesor Gustavo Moncayo se convirtió en un peregrino de esclavina, sombrero y bordón. Las señoras se paraban a pedirle bendiciones, los niños de los colegios agitaban las banderitas de Colombia a su paso y hubo quienes lo llevaron hasta la pieza del moribundo para que le impusiera las manos: “Sóbese las rodillas con un poco con agua y tenga fe, que mi Dios les ayuda a todos”, fue el humilde consejo del nuevo santo. A los caminantes pegados a la marcha se les llamó discípulos y entrando a Cundinamarca un palomo blanco se posó en el hombro de Moncayo para coronar la correría con el Espíritu Santo. No sabemos si se cagó sobre su poncho de caminante. El profesor insistía en que no era un héroe ni un santo pero el país ya estaba fascinado, desde monseñor Augusto Castro hasta Shakira. Moncayo movía más público que la Vuelta a Colombia.
El profesor había encontrado un aura, era tiempo de dar paso a los discursos. Lo que en un primer momento fue una reivindicación familiar avalada por el dolor y la estética de Semana Santa, se convirtió en un pulso político con la consabida ronda de demonios y oportunistas. Al llegar a Bogotá el profesor ya hablaba como un caudillo: “Pienso que he perdido mi libertad en pro de la paz del pueblo colombiano, porque ya no dependo de mí sino de la voluntad del pueblo”. Ahora los discípulos de Moncayo eran gobernadores, concejales, alcaldes, candidatos de toda estirpe. Moncayo se convirtió en la figura más vendedora de la oposición y su debate, enfrentado a Uribe en la Plaza de Bolívar, fue uno de los careos más difíciles de un presidente encarador. Los editoriales hablaban del primer aprieto del gobierno frente a las manifestaciones públicas.
El peregrino logró que Uribe hablara de despeje por una única vez y que las FARC entregaran a su hijo. De algún modo venció la resistencia de las partes enfrentadas. Pero terminó como un símbolo de uso sencillo, se ganó un lugar poco privilegiado en la guillotina de la política y convirtió su correría en carrera. 7140 votos como candidato al Senado y un coro peligroso que grita fariseo son el triste final de la historia.

martes, 7 de septiembre de 2010

Euforia y patetismo






Las intenciones de los gobiernos recién llegados se corresponden siempre con la grandilocuencia electoral. Todavía es tiempo de cortejar algunos gremios, tranquilizar algunos partidos y alentar un sentimiento de cambios profundos que bien puede llamarse revolcón, salto social o refundación de la patria. Quién recuerda que Belisario Betancur, refiriéndose a su gobierno, habló de “la gran huella que señalaría nuestro paso por la historia”; quién puede contener un ataque de conmiseración propia y ajena al saber que un día, ya lejano, Andrés Pastrana dijo en tono tajante: “es hora de romper con la historia y cambiar nuestro curso”.
El presidente y sus ministros están en los escritorios sobreponiendo sus planes al mapa del país y parece que todo encaja forzando un poco las fichas. El gobierno Santos se muestra dispuesto a arreglarlo todo mediante cuatro leyes y una buena dosis de voluntarismo: la política, la justicia, los equipos de fútbol, la salud, la repartición de la tierra, la corrupción y hasta el DAS. No es justo criticar las buenas intenciones. Pero tampoco se puede negar que en los primeros días de gobierno la línea entre optimismo y patetismo es muy delgada.
Después de ocho años sin transición se nos había olvidado esa especie de hipnosis de los primeros días cuando todo parece posible. En agosto del 2002 Uribe iba a arreglar una buena parte de los problemas fusionando algunos ministerios. Ahora, Santos está seguro de lograr el éxito frente a esos mismos problemas, y otros más, separando de nuevo los susodichos ministerios. En su momento, Uribe nombró zares anticorrupción con apellidos suficientes para sostener ese aparatoso remoquete. Pero era lógico que un zar se aburriera en una oficina pública acompañado de un archivador y una secretaria. Ahora Santos, con su toque institucional, ha creado la Comisión Nacional para la Moralización. Otro nombre fabuloso y desorbitado que sin duda marcará historia. Esperemos que al menos no cambien el archivador y la secretaria.
Pero no sobra mirar con comprensión y ternura ese entusiasmo ciudadano acompañado de convicción burocrática. No nos podemos quejar, no se trata tan solo de un engaño: es un pequeño y necesario trastorno psicológico propio de la alternancia democrática. Esa que se pedía a gritos hace solo unos meses y que sirve para que las sociedades y los empleados públicos renueven sus votos de confianza, miren hacia otras prioridades y otros métodos. La obligación de cambio que hizo pensar a millones de ciudadanos que Samuel Moreno podía ser mejor alcalde que Enrique Peñalosa.
Poco a poco gobierno y ciudadanos aterrizan del corto sueño y ponen las expectativas al nivel justo. En Estados Unidos, por ejemplo, Obama acaba de dar muestras de que sus ánimos reformistas son ahora más modestos: se fue de vacaciones y dejó orden de remodelar la oficina oval. Así que tal vez la esposa del Presidente Santos, sin ser muy conciente de ello, esté realizando los cambios perdurables. Darle un espacio renovado a la Casa de Nariño para olvidar “el detallismo de cacharrero antioqueño de quien acaba de dejar aquella augusta morada”, según las palabras de Belisario al elogiar el nuevo estilo de Virgilio Barco quien lo reemplazo en la decoración del Palacio Presidencial.