martes, 29 de abril de 2014

Capitanes





Las noticias de los últimos años han convertido a los capitanes de barco en una especie medrosa y despreciable. La figura altanera y hosca de quienes comandan los oscuros buques de carga, o la estampa elegante y serena de los anfitriones y guías de los cruceros y los ferrys son ahora un simple recuerdo para las mentiras de las películas. Las cabinas de mando reseñadas en tres recientes historias de mar, una épica y dos tragedias, para la prensa demuestran que el camarote del capitán puede ser un cuarto para la frivolidad, la cobardía y los alardes.
Primero fue el capitán Richard Phillips y su valor contra los piratas somalíes. Tom Hanks terminó interpretando su barba blanca y Obama lo recibió con bandera ondeante como es justo para un héroe de mar. Pero a la tripulación no le gustó la película. En la pantalla grande Phillips se ofrece a guiar a los piratas hasta la costa de Somalia para proteger a sus hombres. Pero la bitácora dice otra cosa: el capitán desatendió siete correos que le recomendaban mantener prudente distancia de esa costa convertida en fortín de piratas: “Pidieron al capitán no navegar tan cerca de la costa de Somalia pero él les replicó que no iba a permitir que unos piratas le asustaran”, dice la abogada de los once tripulantes que demandaron frente al “premeditado y consciente desprecio por su seguridad”. Un ingeniero a abordo fue quien se enfrentó a los secuestradores y permitió la “negociación” que acabó con la fuga de los somalíes. Y Phillips terminó en el bote salvavidas alentado por los empujones de sus captores más que por su voluntad de héroe. Al ver la película uno de tripulantes hizo de crítico con una sonrisa: “Es una buena película, eso sí. Realmente divertida”.
La travesía de Francesco Schettino en el Costa Concordia es más trágica y más vergonzosa. El hundimiento del crucero que comandaba dejó 32 muertos y un hermoso adorno frente a la isla de Giglio. El capitán acercó el barco a la isla para dar una alegría al Maitre que tenía a su familia pendiente en la orilla. Luego del golpe contra una roca vinieron las escenas de película: un parpadeo de la luz, algunos platos contra el piso, el grito de las señoras. El capitán omitió la señal de auxilio y tranquilizó a los pasajeros cuando el desastre era inevitable. Luego dijo al personal en puerto que solo era una falla eléctrica y terminó a bordo de un bote salvavidas. Durante el juicio dijo que había caído accidentalmente en el techo del bote.  La conversación entre el funcionario en tierra y Schettino  es una especie de diálogo teatral entre la firmeza y la indolencia. El funcionario le ordena regresar a bordo, lo conmina en medio de gritos, lo releva del mando. Pero Schettino terminó sobre una  piedra de Giglio viendo cómo se hundía el Concordia.
Ahora sabemos que el capitán del ferry Sewol, Lee Joon-seok, dejó al mando a la tercera oficial para ir a su camarote. Al parecer un giro realizado por la joven de 26 años hizo que la carga se moviera a un lado e inclinara al barco hasta hundirlo. La orden del capitán a sus pasajeros fue mantenerse en sus puestos. Durante 35 minutos la gente esperó sentada mientras el barco se hundía. Lee Joon-seok salió en calzoncillos y camisa azul rumbo a un bote salvavidas que se arrimó al casco del ferry. Saltó ágil la baranda a pesar de sus 69 años. Los 149 muertos y 143 desaparecidos le costaron el puesto al primer ministro coreano. La mayoría eran estudiantes de bachillerato en una excursión. Hace unos días el subdirector del colegio, rescatado con vida del ferry, apareció ahorcado. No resistió haber saltado antes que sus alumnos.
Las anclas doradas que se entrelazan en la gorra del capitán son ahora dos pequeñas serpientes juguetonas.




miércoles, 23 de abril de 2014

Retrato de autor








El que más me intriga es ese hombre de 38 años encerrado en una cabina forrada en madera y más o menos convencido de un exilio definitivo y aterrador: “Se me están enfriando los mitos”, le dice el hombre, que se ha descrito a sí mismo como un costeño “errante y nostálgico”, a Luis Harss, su contertulio y entrevistador, su lector atento y retratista, un chileno con raíces en Argentina, Nicaragua, París y Londres que se encargaría de poner el manuscrito de su más grande empeño en manos del editor definitivo.
Harss visita al escritor mientras se distrae en medio de la filmación de una película cerca del lago Pátzcuaro, a 300 kilómetros del Distrito Federal. Es seguro que el “bigote que escribe” llegó hasta allá en su Opel blanco y sus zapatos ídem. Corre el año 1965 y un grupo de escritores latinoamericanos se vigilan y buscan formar un redil de sublevados. El colombiano “sabe que lleva la bandera del progreso –dice que la exuberancia de la novela latinoamericana es la única respuesta a la esterilidad del nouveau roman francés– y se enorgullece de su papel”. Sus tres libros publicados comienzan a tener eco y los círculos lectores hablan de las viudas, los generales y los médicos que adivinan desastres y esperan milagros en esas novelas primerizas. Según Harss, el personaje tras la Olivetti “es duro y macizo, pero ágil, con un impresionante mostachón, una nariz de coliflor y los dientes emplomados. Luce una camisa de sport abierta, pantalones estrechos y un saco oscuro echado sobre los hombros.”
Lleva cuatro años en México que han confirmado algunas de sus supersticiones heredadas. El día de su llegada al país, 2 de julio de 1961, Ernest Hemingway se mató de un balazo en la cabeza en un pueblo de Idaho. Con una cruz en el almanaque se pueden subrayar algunas de las líneas del retrato de Harss en su libro Los nuestros: “Aparecen esas misteriosas y fatales afinidades que unen a la gente más improbable por algún rasgo secreto que comparten como una maldición común”. Ese escopetazo marcó unos años de sequía para el escritor que aburría a sus vecinos con su tecleteo y se atrasaba uno o dos meses en el arriendo de su casa en la calle de la Loma 19, en San Ángel Inn. Le asaltaban dudas sobre si estaba dedicado a un “virtuosismo estéril”. Su manía por la técnica parecía haberlo acorralado.
Y sonaba un balón contra la puerta del garaje de sus casa. Pabo de Llano lo ha contado en una crónica de esta misma semana en El País de España. Unos vecinos de la época todavía viven frente a esa casa asediada por fotógrafos y peregrinos, y con el espacio blanco de una placa robada. El papá y sus hijos usaban el garaje como portería para los tiros de esquina callejeros: "Tiraban el centro y aquí de volea la agarrábamos en el aire y pum, contra la puerta cerrada...Él salía enojado y decía, 'muchachos cabrones, no hagan ruido carajo, que estoy escribiendo'". Es fácil reconocerlo por el lenguaje y su bata azul de cuadros o su saco de pana, sus bluyines y sus zapatos de gamuza.
El mundo festivo de mariposas y flores amarillas que adorna el homenaje de hoy era ajeno a las lecturas de la época. En ese primer esbozo Macondo era percibido como el escenario de un entierro colmado de recelos y desconfianzas: “la normalidad es la ley del hampa en Macondo, donde acecha un asesino en cada alma…” El escritor compara la política en su país con la “orgía de desesperación” en su pueblo imaginario, ese que apenas se está poblando. Y el entrevistador entrega su sentencia anticipada: “Se instaló optimista en el fantasioso suburbio residencial de San Ángel Inn, de donde a lo mejor, si los tiempos son crónicos, no saldrá más”.




martes, 15 de abril de 2014

Modales en la plaza







Nos equivocamos al pensar en las plazas de microtráfico como un nido desordenado de delincuentes. Los prejuicios sobre ese comercio al por menor que imaginamos repugnante e improvisado nos han hecho construir un retrato desfigurado por la caricatura. Las plazas de ese otro mercado no se manejan con cuentas alegres en el reverso de un cartón de Marlboro. Son negocios establecidos aunque no respetables. El Estado ha decidido entregarle, mientras libra y finge una pelea imposible, una especie de concesión exclusiva en la venta de estupefacientes a quienes tienen el poder de intimidar a los ciudadanos y corromper a sus agentes. Y los pillos se van convirtiendo en empresarios, se contagian del emprenderismo (sic) y construyen sus códigos corporativos, copan nuevos mercados y permiten que sus empleados combinen los días turbios con el trabajo duro en otros ruedos. Hace unos meses un jíbaro conocido me sorprendió llevando una pizza a la casa de mis suegros. Cada domicilio trae su afán.
Detrás de cada plaza hay una larga depuración ejercida con violencia, un orden impuesto a fuerza y miedo. Las plazas son sórdidas y reguladas al detalle, con un estricto organigrama y un protocolo administrativo para atender quejas, reclamos e inconvenientes legales. Y los “gerentes” están lejos del ruido, atendiendo sus sucursales desde un fortín de barrio, ganando prestigio social y autoridad para resolver pleitos de cama o de escuela.
Hace días me tocó en las orillas de un parque al que han llamado olla y plaza ver los modales de los dueños del menudeo. Una de sus distribuidoras sufrió un decomiso al final de la tarde y tuvo que acompañar unas horas a la policía. De modo que llegó el supervisor de la zona a enfrentar las dificultades. Luego de una ronda de consultas resultó que había una sospecha sobre una mujer habitual del parque, se creía que ella había señalado a la distribuidora. El hombre más recorrido de la plaza, un jíbaro con experiencia y amplio reconocimiento, se arrimó donde la supuesta chivata para insinuarle que el supervisor quería ver su celular y descartar sospechas. Los tres revisaron el teléfono y al no encontrar evidencia los hombres le pidieron disculpas a la mujer por las molestias ocasionadas.
Mientras tanto la distribuidora salió de su corta rendición de cuentas frente a la policía y volvió al parque con furia por su caída. Sin saber que las sospechas habían sido descartadas decidió darle una lección de patadas a la mujer que supuestamente la había sapeado. Con cuatro golpes saldó su rabia. Luego de la brutalidad el supervisor se hizo cargo, reportó el incidente a sus jefes vía mensaje de texto, vino a disculparse con la mujer agredida, ofreció pagar las gafas quebradas, aseguró que la distribuidora sería amonestada y cambiada de lugar de trabajo. Todo en el lenguaje de los administradores corporativos. Antes de irse dejó ver las disculpas del jefe máximo en la pantalla de su teléfono. Al final nos extrañó que no entregara su tarjeta personal para futuros contactos.
Nadie debería extrañarse de semejante cuidado. Esa plaza que es una simple muela coca entre dos calles, puede vender ciento cincuenta millones de pesos cada mes. Un suma que no se puede dejar en manos de simples mercachifles ambulantes. 

martes, 8 de abril de 2014

Guardar silencio




El gobierno ha llevado tan lejos la estrategia del sigilo en La Habana que la opinión ha comenzado a pensar que se trata de una farsa en el Caribe amenizada con plomo en Colombia. Según las últimas encuestas más del 65% de los colombianos cree que las negociaciones terminarán mal. De nuevo se trata a la paz como un logo de campaña, una promesa definida bajo la palabra de siempre: incertidumbre.
Pero hace unos días aparecieron pistas oportunas en medio del debate que pretenden monopolizar Uribe y Ordóñez. Se trató de una conferencia en Harvard, como corresponde al estilo Santos. Sergio Jaramillo, el más silencioso de los delegados del gobierno, dejó caer cuatro o cinco ideas que pueden sacar la discusión del código penal, nuestro nuevo libro fundamental. Jaramillo habló de una paz territorial, con incentivos y reglas especiales en las zonas donde el conflicto ha sido más intenso. Hizo énfasis, por supuesto, en inversiones y esfuerzos en el campo: clarificar y proteger los derechos de propiedad de la tierra, movilizar a la gente en las regiones alrededor de la paz por medio de “planeación participativa”, convocar a estudiantes y profesores universitarios para tender puentes “entre el mundo urbano y el mundo rural”. El gobierno piensa en la guerrilla como un actor clave en esas comunidades, y subraya uno de los acuerdos del segundo punto que crea las Circunscripciones Transitorias Especiales de Paz. Leyendo la conferencia de Jaramillo uno puede entender las confluencias de gobierno y guerrilla, las intersecciones sobre el papel; pero también puede imaginar cómo funcionará eso en la realidad, en el Catatumbo y el Caquetá, en Puerto Guzmán y Anorí, en Nariño y Cauca.
Hace un año un informe del ejército señaló que el 86% de los municipios colombianos están libres de los rigores de la violencia de las Farc. De modo que se puede pensar que el acuerdo será una especie de estatuto de excepción para las 12 zonas donde el Estado identifica una mayor presencia guerrillera. El gobierno piensa en una movilización nacional para idear un proceso que comenzaría con la firma del acuerdo, pero en este momento los llamados “formularios ciudadanos por la paz” son uno papeles abandonados en las alcaldías. Luego de un año se han presentado algo menos de 20.000 propuestas y comentarios. La idea de meterle plata al cuento, vía presupuestos participativos, puede ser válida. Pero se ha demostrado que alborota el sectarismo y el apetito de los armados. En Medellín los pillos meten baza a la hora de elegir proyectos. Qué pasará, por ejemplo, en el Caquetá donde ganó el Centro Democrático y las Farc se pretenden dueños. Las discusiones por la plata no serán consejos muy comunitarios. El gobierno habla de convertir en protagonistas a las comunidades y declara agotado el esquema centralista en “el que unos funcionarios aterrizan como unos marcianos entre las comunidades”. Pero hoy en día pelea por la forma como se entrega la plata de las regalías desde los OCAD liderados por Planeación Nacional. Y su consejero de seguridad recorre las regiones como una especie de embajador, vestido de blanco en Cartagena y Buenaventura. Sobre restitución y legalización de la tierra hay que decir que la herramienta está reglamentada hace más de dos años y avanza al paso de nuestros juzgados ordinarios, y es seguro que la presencia de las Farc traerá nuevos nudos sobre las escrituras hechas y por hacer.
Lo último que pide Sergio Jaramillo es un consenso nacional, pero ya lo dijo Humberto de la Calle hace un año: es más difícil el clima político para buscar acuerdos entre la dirigencia legal, que la posibilidad de llegar a arreglos con las Farc. Ahora entiendo porque el gobierno prefiere guardar silencio y esperanzas.





martes, 1 de abril de 2014

Política venenosa






En junio de 1978 el director del Inderena le dirigió una carta al Consejo Nacional de Estupefacientes manifestando su preocupación por la inminente “fumigación aérea en grandes extensiones” de la Sierra Nevada de Santa Marta. En ese momento la pelea planteada era el Paraquat contra la marihuana. Desde esos tiempos cándidos de La mala hierba han llovido estudios, fallos, demandas, condenas contra el Estado y miles de galones de herbicidas. Durante la última década el gobierno ha fumigado en promedio algo más de 110.000 hectáreas cada año. Ahora se trata del Round-Up Ultra contra la coca. Las estadísticas de los propios gringos le ponen drama al asunto: “Equivale a una hectárea fumigada cada 5 minutos y 29 segundos desde el 1 de enero de 1996.” El drama real es para los campesinos de Cauca y Nariño, quienes además de la guerra prolongada soportan (datos de 2012) cerca del 50% del “rocío” de Round-Up Ultra.
Hace seis meses el gobierno de Juan Manuel Santos acordó el pago de 15 millones de dólares a Ecuador como compensación por los daños ocasionados por la fumigación a campesinos al otro lado de la frontera. Se comprometió igualmente a respetar una franja de diez kilómetros, contiguos a la línea limítrofe, donde las avionetas no podrán hacer su trabajo. En los últimos años el Consejo de Estado ha condenado a la policía y el ejército al pago de indemnizaciones a campesinos en Algeciras, Belén de los Andaquíes y Tierralta por los daños sobre cultivos legales. Los vientos, los descuidos o la simple indolencia pueden llevar el veneno destinado a la coca hasta los pastos, el lulo, la yuca, los mangos y el maíz. Lo que aquí son “daños colaterales”, en Afganistán fue una razón de peso para no fumigar la amapola de los talibanes. Así lo dijo The New York Times en 2007: “…oficiales de inteligencia de los EE.UU., temen que cualquier fumigación sobre cultivos afganos empleando químicos estadounidenses, equivaldría a un favor a los propagandistas talibanes…el costo político podría ser especialmente alto si el herbicida destruye cultivos de alimentos que los agricultores mantienen al lado de los de amapola”.
Es imposible negar la reducción de hectáreas de coca en Colombia. Ese éxito ha sido la defensa del gobierno contra todos los argumentos -lógicos, científicos, económicos, políticos- que recomiendan acabar con la fumigación. La cifra bruta de 99.000 hectáreas de coca sembradas en 2007 contra 48.000 en 2012, se ha convertido en el escudo de los escuadrones de fumigación. Pero al mirar con calma no todo es tan claro. Es cierto que en 2012 el 55% de la fumigación se concentró en los tres departamentos que más hectáreas erradicaron, Nariño, Putumayo y Guaviare; pero también resulta que la rebaja de hectáreas sembradas en Antioquia, Bolívar, Caquetá y Putumayo coincidieron con un menor número de fumigaciones. Se ha demostrado que el precio de la pasta base se mantiene estable independientemente de las hectáreas destruidas desde las avionetas. El castigo por la fumigación es sobre todo para el eslabón más débil del negocio, el 63% de los cultivadores venden la hoja sin ningún tipo de proceso y deben asumir el costo del baño de Glifosato. El mercado se acomodó para dejar intactas las condiciones a los traficantes y poner la carga sobre los cultivadores: hace 5 años solo el 35% vendía la hoja sin tratamiento. Además, durante tres años Nariño ha liderado dos escalafones que parecen contradictorios: producción y fumigación. Hoy en día los principales indicadores, precio y demanda, depende más de lo que pasa con los cultivos en Perú y las rutas en México que del vuelo rasante de las avionetas.