miércoles, 21 de diciembre de 2016

Cortes de cuentos




Luego de cuatro años largos negociando la llegada de las Farc a la legalidad, armando ese espinoso cerco de retórica y letra menuda, de intenciones y perdón, de mutuos desacuerdos y puntos a medias, luego de esa larga pelea de linderos se dio paso a lo que algunos llaman la pedagogía y otros el proselitismo. Entonces aparecieron los manuales sobre la paz, las advertencias sobre la guerra, los llamados al odio, la apelación a la venganza que no necesita mentiras y el martilleo de la pesadilla venezolana. La inesperada negativa de las mayorías logró que el pomposo armazón quedara tambaleante. Los tiempos de los campamentos se alargaron y el tedio de la paz hizo renunciar a los primeros guerreros, ideólogos de sus libres empresas, trabajadores por cuenta propia, según sus códigos.
Mientras tanto volvió la fábula del acuerdo nacional y cundieron los llamados a la mesura y a la negociación. Más tinta, más páginas, más retórica y menos certezas. Ahora no se negociaba con vistas a lo que merecían las Farc (castigos y oportunidades) a cambio de su reconocimiento del Estado y sus reglas, sino con la mira puesta en los votos, con los resultados del plebiscito en la mano y la idea de cultivar electores con un discurso ya probado. Oslo y El Vaticano hacían sus análisis lejos de las intenciones de voto en Neiva, Cúcuta, Villavicencio, Medellín y Montería.
Se firmó el acuerdo por quinta vez y aparecieron las altas cortes a oscurecerlo todo. Era el mejor acuerdo sometido al peor de los mundos. Primero la Corte Constitucional con una sentencia hecha de retazos de aclaraciones y salvamentos de voto. Una especie de trabajo en grupo con un grupo que nunca logró ponerse de acuerdo. En medio de una disputa política de más de cuatro años la Corte amparó toda su decisión bajo el principio de la “buena fe”. Dijo que el gobierno tiene que respetar la decisión del pueblo pero igual puede cambiarla mediante un proceso abierto y deliberativo, bajo el principio de buena fe, que más tarde refrende el Congreso. Ya sé que no se entiende pero no es mi culpa. La presidenta de la Corte leyó su comunicado y los profesores de derecho constitucional quedaron consternados. Los legos solo logramos entender que era la hora del Congreso. Y el Congreso titubeante, todavía tembloroso en medio de las votaciones, llenando de salvedades cada decisión, avanza como el galgo tras la carnada. La Corte logró la gran hazaña de desvirtuar el filtro y la poción que pasó por el cedazo en una misma operación.
Pero faltaba el Consejo de Estado para confirmar que la decisión del 2 de octubre le hizo mal a los vencedores y a los vencidos, a los simples observadores, a los abstencionistas y a los oportunistas, y que cuando un proceso esencialmente político termina en manos de los jueces, no quedan más que unas constancias dudosas y unas confusiones ejecutoriadas.

Según la magistrada del Consejo de Estado se probó la “violencia psicológica” que impidió la libertad de los electores por las falsedades de campaña de los partidarios del NO. Falsedades confesas por un tal Juan Carlos Vélez que salió a hablar “berraco” porque no le reconocieron su gesta. Sabemos que la política es el arte de la exageración. Castigar las mentiras de los políticos en campaña haría imposibles las elecciones en cualquier parte del mundo. Tampoco resulta fácil saber cuántos votaron impulsados por las mentiras y cuántos por sus propias verdades. El Consejo de Estado contradice a la Corte y al mismo tiempo la apoya. Tal vez con la idea de que dos contradicciones sumadas pueden conducir a una certeza. Solo esperamos que no se pronuncie el Consejo Electoral ni la Corte Suprema. 

martes, 13 de diciembre de 2016

Una palabrita







La palabra estuvo en boga durante casi toda la década del ochenta. Desde las palomas de Belisario y la “zona de concentración” en La Uribe, donde comenzaban a encontrarse los ofrecimientos del Estado y los monólogos de la guerrilla. Al final de la década la palabreja dejó algunas firmas sobre los acuerdos y terminó inspirando un movimiento que pretendía dejar atrás el Frente Nacional. Luego de las papeletas del 11 de marzo de 1990 se comenzó a hablar de “una Constitución para la paz”, y el día de la elección de los constituyentes, el 9 de diciembre del mismo año, se bombardeó Casa Verde como notificación de guerra a unas Farc a las que se demostró les faltaba fuego militar y fogueo político.
La palabra siguió sonando en medio de la Asamblea Nacional Constituyente y acabó escrita en el preámbulo, en un artículo entre los derechos fundamentales y en otro más como deber constitucional. Es seguro que para los constituyentes de la época era más una especie de constancia, una necesidad simbólica en medio de la guerra más cruenta contra el narcotráfico y la esperanza más palpable frente a la violencia de la izquierda armada. Nadie podía oponerse a una palabra tan manoseada, tan deseada, tan ubicua, tan esquiva.
Pero las constituciones no soportan la simple retórica sin consecuencias, le otorgan un poder especial a las palabras, riesgoso muchas veces, salvador otras. La Constitución es una especie de amplificador de sentidos, un tronco que una vez sembrado suelta una colección de inesperadas ramificaciones, frutos, efectos. La palabra paz en la Constitución del 91 terminó dando argumentos suficientes a la Corte Constitucional para darle impulso a la implementación de los acuerdos. Frente a la derrota electoral del 2 octubre y el limbo para sacar a los guerrilleros del conflicto la Corte encontró una palabra que es “valor de la sociedad”, “fundamento del Estado” “principio de interpretación”, derecho y obligación según sus múltiples sentencias sobre el tema. Porque la palabra nunca ha dejado de sonar en nuestra política y ha marcado el rumbo de al menos las últimas cinco elecciones presidenciales.
En el fallo que declaró constitucional el despeje de 42.000 kilómetros cuadrados para la negociación con las Farc en el gobierno de Pastrana, donde Camilo Gómez como comisionado de paz y Mario Uribe como presidente del Congreso abogaron por la solución negociada, la Corte Constitucional soltó algunas de las frases más contundentes sobre el significado de la palabrita en la Carta: “los instrumentos pacíficos para la solución de conflictos se acomodan mejor a la filosofía humanista y al amplio despliegue normativo en torno a la paz que la Constitución propugna. De ahí pues que, las partes en controversia, particularmente en aquellos conflictos cuya continuación pone en peligro el mantenimiento de la convivencia pacífica y la seguridad nacional, deben esforzarse por encontrar soluciones pacíficas que vean al individuo como fin último del Estado.” Pero no se conformó y señaló concepciones políticas que pueden chocar con el espíritu y la letra de la Constitución a la hora de buscar la paz: “el mayor peso que ostenta (la salida negociada) frente a otras medidas constitucionalmente aceptadas, como proyectos políticos guerreristas y la obligación de no abandonar esta estrategia hasta que se hayan agotado fácticamente todas las posibilidades de acercamiento y negociación.”
Hay palabras que parecen huecas, pero el lugar donde fueron escritas les otorga un poder especial.



miércoles, 7 de diciembre de 2016

Balance de un velorio






Los entierros son casi siempre un rito social al que se asiste por obligación. Nada del último adiós o el intento de una conexión final con un cuerpo ya rígido. Solo un gesto de consideración con los deudos, una respuesta al llamado a lista que hacen los curiosos y los maledicentes. Es tal vez el rito social al que se asiste con menos emoción y se participa de manera más fría. La muerte impone ciertos modales que solo algunos dolientes borrachos o algunos farsantes profesionales suelen romper.
Pero otra cosa sucede cuando el muerto está teñido con algún color que simbolice enfrentamientos políticos o deportivos. En ese caso ya no valen las reservas de los familiares y amigos del difunto, y el silencioso cortejo puede convertirse en manifestación, batalla, misa campal o vuelta olímpica. En Medellín son famosos los entierros de los hinchas muertos en sus correrías de estadio en estadio. Se agitan las banderas desde los techos de los buses, se repiten los recorridos habituales hasta la cancha, se cantan todos los estribillos y las canciones a manera de marcha fúnebre, se hacen los brindis de rigor mortis y se echan los humos correspondientes. Al final no queda más que una algarabía y algunos insultos contra el hombre del palustre que termina por cerrar la ceremonia.
La muerte de los jugadores del Chapecoense y sus acompañantes logró que el rito algo bizarro que se repite cada tanto con hinchas jóvenes muertos en peleas o accidentes, fuera un evento en el que participaron miles de ciudadanos. Aquí no había culpa ni rabia. Era solo un sentimiento de dolor compartido, una necesidad de expresar solidaridad. Pocas veces se logra reunir tanta emoción sin llegar a la estridencia y las estampidas. Una energía colectiva empujó a la gente hasta las tribunas y los alrededores del estadio. No se trataba de un entierro. No había muerto un solo colombiano y casi nadie sabía siquiera los nombres de las víctimas. La gente fue a acompañar a los lejanos familiares de los muertos y terminó encontrando una compañía para su propio dolor.
En la mesa de los mangos de una de las vendedoras habituales en las afueras del Atanasio se fue formando poco a poco un altar. No había virgen ni fotos del malogrado equipo finalista. La gente sintió que la mesa y el paraguas colorido que la cubría eran suficientes para comenzar el pequeño culto. La mesa de los mangos terminó rodeada de cientos de velas y flores. Esos gestos espontáneos le dieron valor a lo que pasó la semana anterior en Medellín. Así como los días de duelo “decretados” por los poderes oficiales e ilegales.
Pero también hubo una especie de autocomplacencia que fue llegando y cubriendo ese silencioso y natural desahogo. Un poco de exhibicionismo. Cuando los gestos ya no eran espontáneos sino calculados, escritos, impresos. En algunos momentos parecía que la ciudad se aplaudía a sí misma por su solidaridad y no faltaron las escenas propias de los farsantes profesionales en los entierros. También estuvo la palabra de los políticos y nuestro exceso de formalismo y de ombliguismo. Los globos desde Barrio Antioquia valieron mucho más que las palabras de los gobernantes. José Serra, el canciller brasilero, soltó una especie de oración dolorida. Por nuestra parte los discursos solo sirvieron para recordarnos que estábamos ante un evento oficial, con orden del día y jerarquías. Un momento apropiado para la rechifla de la noche.





martes, 29 de noviembre de 2016

Paternidad revolucionaria








Nadie tiene la posibilidad de elegir a su padre. Se trata de una imposición biológica contra la cual es imposible resistirse. Tampoco los padres pueden elegir el temperamento, las aficiones, los resabios… el camino de sus hijos. Simplemente pueden hacer intentos, vanos o exitosos, para enseñar algunas posibilidades. Los hijos tendrán siempre la opción de la indiferencia o el repudio. Un portazo puede marcar el fin de las relaciones filiales.
Pero cuando la utopía sueña en convertir a la sociedad en una gran familia todo se complica. Ya no es fácil dar un portazo y las diferencias se convierten en traiciones.  La muerte de Fidel Castro ha mostrado, con sinceridad dolorida, con gestos infantiles, con conmovedora inocencia, la peligrosa paternidad de un líder omnipresente sobre los ciudadanos. La portada del periódico Gramna, papel oficial del régimen, el sábado 26 de noviembre sirvió como homenaje y confesión. La silueta de un joven Fidel, con su fusil a la izquierda, apuntando al aire, se repite por toda la página, copa todos los espacios, se multiplica y se acompaña de una sentencia: “Cuba es Fidel”.
La imagen de ese padre magnánimo y fiero se ha repetido en la visión que desde afuera se construye de la isla y su líder. Marc Frank, corresponsal de Financial Times y Reuters en Cuba, con más de 30 años de vida cubana, escribió en su libro Cuban revelations: Behind the scenes in Havana: “la multitud tenía de algún modo la forma de Castro [...] uno podía advertir su sentimiento de posesión, como si tuviera realmente la isla en sus brazos, ¡la isla entera!”. La sombra de Fidel terminó por empequeñecer a los cubanos, por hacerlos una pieza más para el mosaico hecho con el molde del “hombre nuevo”. Al ser consultado por la posibilidad del avance de los cambios en la isla luego de la muerte de Fidel, el diplomático y profesor cubano Carlos Alzugaray resalta que tal vez ahora sea más sencillo y vuelve sobre la idea del padre: “En cierto modo era algo así como cuando tienes un papá mayor al que no quieres disgustar". Y el mismo Raúl Castro se quejó hace unos años del “enfoque excesivamente paternalista de la revolución”. Tal vez resulte un tío más desprendido.
La peor parte la han vivido los hijos desobedientes de ese padre inevitable, los extravagantes, los “vagos”, los que se acercan a la “peligrosidad predelictual”, los gusanos, los que no marchan al mismo paso y necesitan ser empujados. Reinaldo Arenas ha sido un paradigma para quienes no encajaron en el molde y dieron un portazo al régimen. Cómo él hay muchos agazapados en las esquinas de La Habana, en el malecón y las pequeñas “barbacoas” que convierten una habitación alta en un camarote. No todos tienen la locuacidad de ese hijo insolente, pero les gustaría imprimir unos volantes con un pequeño párrafo y repartirlos por ahí: “Salir era constatar que no había salida. Salir era saber que no se podía ir a ningún sitio. Salir era arriesgarse a que le pidieran identificación, información, y, a pesar de llevar encima (como siempre llevaba) todas las calamidades del sistema: carné de identidad, carné de sindicado, carné laboral, carné del Servicio Militar Obligatorio, carné del CDR, a pesar en fin, de ir, cual noble y mansa bestia, bien herrada, con todas las marcas que su propietario obligatoriamente le estampaba, a pesar de todo, salir era correr el riesgo de caer, de lucir mal ante los ojos del policía que podía señalarlo como un personaje dudoso, no claro, no firme , no de confianza…”






martes, 22 de noviembre de 2016

Vencer y convencer






Hay una buena señal en medio del desencuentro político para acabar el conflicto con las Farc. Fieles a nuestra tradición hemos convertido un asunto práctico, una cuestión de vida o muerte para muchos, en un embrollo jurídico para el deleite de unos pocos abogados con carné de partido. Pasamos de los estragos del Bloque Oriental a los enredos del bloque de constitucionalidad. Es tan cierta la disminución de la violencia ligada al conflicto en los últimos dos años que poco a poco hemos ido olvidando el conteo de tragedias individuales y desgracias colectivas que implica la guerra. Hemos asumido que el conflicto con las Farc terminó y nos centramos en el debate político y la minucia legal, desconociendo los riesgos que implica sentar a siete mil hombres armados a la espera de un acertijo electoral, y olvidando la oportunidad de poner fin a un anacronismo brutal que ya suma 52 años.
En los más de cuatro años de proceso con las Farc han surgido algunas paradojas. Nos dimos cuenta de que las taras ideológicas pueden ser más fuertes en la derecha legal que en la izquierda armada. Cuando al fin las Farc han reconocido la legitimidad y las reglas del Estado para hacer política, algunos partidos pretender convertir un triunfo electoral en un parte de victoria militar. El Centro Democrático y otros de los llamados voceros del No sugieren que los resultados del 2 de octubre son suficientes para convertir una negociación en un sometimiento. Por esa vía las Farc perderían la guerra como consecuencia de su ingreso a la política y su primera derrota electoral. Quienes vaticinaban la llegada de Timochenko al poder, ahora exigen su reclusión como producto de ese vaticinio fallido. Los opositores del acuerdo desestiman los riesgos del regreso a la violencia, suponen que el largo proceso (que antes les parecía un despropósito) logró la capitulación y es hora de imponer las condiciones. Desconocen las diferencias entre vencer y convencer.
Colombia se ha convencido a si misma de su estigma de violencia. Hace unas décadas por hechos incontrovertibles y en los últimos años por una especie de jactancia frívola. Sin embargo, cuando se hace cierta la posibilidad de parar una de las principales fuentes de violencia decide que son más importantes las rencillas políticas, que es mejor extremar los desacuerdos partidistas y elegir un bando que integrar a los violentos. Aquí hay una nueva paradoja. La exacerbación de las diferencias políticas en el Congreso y los escenarios públicos, la necesidad de un enemigo que permita la descalificación puede perpetuar la pesadilla de la mezcla de política y armas. No queda más que recordar una frase de Carl Schmitt, un ideólogo del autoritarismo, que parece perfecta para la realidad de nuestros días: “La distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción amigo y enemigo”.
Tal vez la última paradoja es que mientras se pretende integrar a las Farc a la sociedad y hacer creíble el Estado para quienes siempre han permanecido al margen de sus promesas y al acecho de sus amenazas, los partidos se encargan de descalificar y poner en duda la legitimidad de las cortes, el congreso y el ejecutivo. A este paso vamos a terminar con Iván Márquez como uno de los pocos políticos que se atreven a emprender la defensa del Estado y su aparataje.











martes, 15 de noviembre de 2016

La parcela de Dios







Los periódicos están llenos de relatos de esa “América profunda” que eligió a Trump con una mueca de venganza burlona. Como si desde allá hubieran dicho, “Ah no nos toman en serio, pues les daremos un payaso, el más bulloso de todos, el que más les molesta”. Los periodistas retratan los problemas de drogas en los pueblos carboneros de Virginia, los condados fantasmas donde un letrero en una vidriera deja constancia del día y la hora en que el Wal-Mart cerró sus puertas, las versiones de un Sheriff que es a la vez pastor protestante y debe arrestar a los jóvenes en la calle y aconsejarlos en la iglesia. Gritos en los muros de Facebook que instan a levantar con orgullo la bandera confederada y declaraciones de blancos que reprochan a quienes llegan al país y no hablan inglés ni “quieren ser americanos”.
Algunas de esas escenas me recordaron una novela llamada La parcela de Dios, publicada en 1933 por Erskine Caldwell, periodista, escritor, jugador de fútbol americano nacido en Georgia a principios del siglo XX, y leída con avidez durante tres décadas en Estados Unidos hasta caer en un confortable olvido. Las cuentas de los editores hablan de más de diez millones de copias vendidas en su país y reseñan los escándalos de censura vividos por una obra donde en una misma casa una misma familia peca y reza todos los días. Georgia y Carolina son los escenarios de la novela donde Ty Ty, viudo y loco por la fiebre del oro, pone a sus hijos, hijas y yernos a cavar en busca de un filón de oro que nunca aparece. Los negros viven en el granero y la superstición, reducidos a una esclavitud blanda que solo les permite la reverencia y el temor. Caldwell busca mostrar un mundo que se resiste a morir, unos pueblos donde reina la insatisfacción y el retrato de los políticos se centra en Pluto, un gordo estúpido que se sonroja ante los insultos de los hombres y las burlas de las mujeres, y termina todas sus frases con una muletilla que destruye sus torpes versiones del mundo: “Y es un hecho”.
Algunas de las fábricas de algodón están cerradas por huelgas, en otras, las mujeres, más condescendientes frente a los patrones, han comenzado a desplazar a los hombres que se dedican a la protesta y el alcohol. Will, uno de los yernos de Ty Ty, mira su mundo con desconsuelo desde la ventana de la casa amarilla que le ha asignado su empresa, una letrina según sus palabras: “Sabía que nunca podría alejarse de esas fábricas que por la noche la iluminación tornaba azules, ni de los hombres de labios ensangrentados que se pasaban el día por las calles, ni del malestar que se respiraba en los pueblos fabriles. Tenía que quedarse allá y ayudar a sus amigos a encontrar la forma de ganarse la vida (…) En los pueblos del valle, la belleza mendigaba y la sed de los hombres fuertes resonaba en el vacío como el gimoteo de mujeres maltratadas”.

Tal vez sea forzado leer La parcela de Dios en clave política luego del triunfo de Trump, más cuando uno de los principales enemigos de ese mundo retratado es un hijo de Ty Ty  que se fue del pueblo, se hizo especulador en el mercado de algodón y compró una casa blanca de dos pisos en un suburbio cercano. Pero hay una frase del patriarca de la familia que puede dar algunas pistas sobre cómo votan una parte de los sesenta millones que marcaron a Trump: “Deberíamos vivir tal y como nos hizo Dios; vivir como intuimos cuando nos sentamos a solas y sentimos lo que hay dentro de nosotros. Alguna gente dice que hay que hacer caso a lo que dice la cabeza, pero se equivoca. La cabeza te da sentido común cuando hay que cerrar una venta o cosas así, pero no puede sentir por ti. Es la gente que deja que la guíe su cabeza la que se complica la vida”. 

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Corte de cuentas





En Colombia casi siempre los debates sobre libertad de expresión, libertad de prensa y derecho a la información se dan luego de una denuncia penal contra un periodista. La injuria y la calumnia son las palabras que se repiten en medio de lo que se convierte en un careo personal entre la supuesta víctima y su supuesto agresor. La escena sirve como round de baranda para el exhibicionismo de abogados defensores y oportunidad para la foto digna del presunto agraviado. Muy pocas veces el debate llega a plantear los límites y las tensiones entre los derechos involucrados. Dejamos las decisiones de fondo a los académicos y nos quedamos con la pequeña garrotera.
El reciente fallo de la Corte Constitucional que obliga al programa Séptimo día a rectificar informaciones e inferencias expresadas en tres emisiones sobre la situación de las comunidades indígenas en Colombia, tiene varias particularidades respecto al debate habitual sobre medios, responsabilidad social y derecho al buen nombre. Lo primero es que no se da respecto de unos sujetos específicos sino a las comunidades indígenas y sus líderes en general. Lo segundo es que se trata de una decisión respecto a una acción de tutela por lo que se deslinda de los tipos del código penal y se centra en el ejercicio de derechos y sus correspondientes responsabilidades.
En el fallo la Corte se muestra consciente de los riesgos de convertirse en una especie de última instancia en los procesos periodísticos. Sabe que su tarea no es señalar errores ni decidir sobre la idoneidad de las fuentes elegidas ni imponer la necesidad de un contexto para que se entiendan mejor algunos complejos problemas sociales. Reitera la Corte que su control sobre los medios es “excepcional y flexible”, y que la obligación de los periodistas no es la misma de los jueces o los investigadores sociales. Reconoce que las versiones periodísticas deben tener un deber de diligencia razonable para examinar sus fuentes, deben alejarse de las intenciones injuriosas y no enmascarar mentiras conscientes, pero no se les puede exigir “pruebas incontrovertibles” a la hora de encarar sus historias. También resguarda la Corte un inevitable nivel de subjetividad para alejarse de ese mito de imparcialidad absoluta que se pregona desde las orillas más radicales: “el deber de imparcialidad, correlativo al derecho a informar, no implica el deber de desligarse por completo de la propia subjetividad. Por el contrario, este deber presupone la consagración de un margen interpretativo en cabeza de quien informa. Sin embargo, le impone el deber de guardar un equilibrio informativo.”
Al final la Corte reprocha a director y reporteros de Séptimo día algunas cosas respecto a los tres programas emitidos. Sus generalizaciones a partir de casos particulares. Director y reporteros condenan a toda la justicia indígena luego de mirar tres casos en el Cauca. Y no solo a la justicia sino a los líderes de las comunidades. Igualmente concluye que viola derechos a la igualdad, el buen nombre y pone en peligro a los indígenas señalar, sin pruebas, que diferenciar entre indígenas y guerrilleros en el norte del Cauca es bien difícil. Esas inferencias groseras demuestran para la Corte un nivel de parcialidad que además encubre las diferencias entre hechos y opiniones. Finalmente demuestra el desequilibrio de 10 a 1 entre el tiempo concedido a las acusaciones y a los acusados en los tres capítulos emitidos entre julio y agosto del año pasado.
Una buena advertencia sobre los peligros de encontrar las conclusiones de un problema complejo mucho antes de salir a buscar las pruebas y los testimonios.



martes, 1 de noviembre de 2016

¿Cómo quieren que les escriba?





Los periodistas han pasado de la suficiencia al temor. Hace unos años el periodista sentía que su teclado o sus micrófonos estaban sobre un estrado desde el que se dirigía a su público con la autoridad que le daba alguna cualidad entre el conocimiento y la popularidad. El periodista terminaba su pequeña nota, su comentario, su crónica, y bajaba de la tarima con la cabeza arriba y un gesto de orgulloso declamador. Ahora la realidad le ha entregado un tablado a la audiencia y el periodista habla desde el fondo del escenario, abajo, sometido a la mirada entre burlona y vengativa de quienes lo oyen con creciente desconfianza. Cuando termina su intervención el periodista de hoy agacha la cabeza y sube hasta los  palcos de la opinión pública y las redes sociales con temor a la rechifla y los señalamientos. Ha entendido que hoy su papel es más seguir la corriente que llevar la contraria.
Hace unos días leí una frase de Juan Gossaín que fue replicada vía Twitter durante un día entero: “El periodista es empleado de la opinión pública, no de los medios”. Y lo que pretendía ser un grito de independencia me pareció la confesión de una triste tiranía. Cada vez más los periodistas intentan acomodar sus interpretaciones, sus noticias, su atención sobre los hechos a los prejuicios de una opinión pública en estado de indignación permanente. En su afán de ser crítico del poder y de poner en cuestión a funcionarios y directivos de todos los pelambres, el periodismo se ha ido acercando a la caricatura que repite prejuicios y retiñe los estribillos de los grafitis. Se trata sobre todo de hacer un juicio sumario, lo menos complejo posible, que deje bien saciada la venganza de una ciudadanía que se siente engañada, y entregue un trofeo para el linchamiento en las redes sociales. Los matices, el contexto, las complejidades y los desmentidos que siempre entrega la realidad, las culpas compartidas, los azares que traen las tragedias, la conclusión con interrogantes son vistos hoy como un maquillaje que busca cubrir la perversidad de algunos. Una simple tibieza.
No entiendo por qué los periodistas deben ser empleados de la opinión pública, como si fueran políticos o encuestadores, o publicistas o compositores. Está bien que los periodistas se hayan bajado de esa nube según la cual llevaban de cabestro a su audiencia, pero está mal que ahora sean ellos quienes se aten la soga al cuello para ser arrastrados por la estampida de las redes y los foros de lectores. Creo que el periodista es empleado, ahora que hablamos de mundos ideales, de la historia que ha elegido y sus hechos. Debe responder a esa realidad y contradecir al mundo entero cuando esa realidad se lo dicte con evidencias suficientes. Así tenga que desmentir a su audiencia lista para recibir un veredicto inapelable.
Hace muchos años se preguntaba Roberto Arlt, el cronista argentino de pequeñeces, “¿Cómo quieren que les escriba? Porque unos opinan blanco y otros negro”. Era una pregunta burlona, lejos de la condescendencia, una pregunta que señalaba los inevitables descontentos y al final terminaba apaciguando la pequeña tormenta por una de sus páginas recientes: “Seriamente, no creía que le dieran tanta importancia a estas notas”. De eso se trata, de escribir y hablar sin pretensiones ni presiones.


miércoles, 26 de octubre de 2016

Otras víctimas







Me llamó la atención una frase de un periodista colombiano encargado de cubrir las elecciones en Estados Unidos: “Mientras los medios se concentran en las masacres del Estado Islámico, que ha matado a menos de cincuenta estadounidenses, ignoran que la violencia dentro del país dejó 15.696 personas asesinadas en el 2015”. Fue inevitable pensar en nuestros cerca de cinco años de concentración desmesurada en el conflicto con las Farc, sus consecuencias, sus víctimas, sus tres finales escénicos y su renegociación. Nos hemos olvidado por un tiempo de las víctimas elegidas al azar en las esquinas, las víctimas solitarias, sin organizaciones, sin ideología, sin doliente. Esas siguen siendo la mayoría de las víctimas de la violencia en el país. La fatiga del pomposo “conflicto” nos acerca de nuevo a los muertos de cada fin de semana en las ciudades.
Entre ellos, los jóvenes son tal vez los más expuestos y los más indefensos. Muchas veces pasan de victimarios a víctimas sin siquiera notarlo, y lo que parecía un simple mandado bajo presión se convierte en la primera vuelta para quien será su patrón y “protector”. No se nos puede olvidar ese reclutamiento. En Medellín, por ejemplo, cerca del 50% de las víctimas de homicidio son niños y jóvenes entre los 10 y los 28 años. A mediados de los noventa la tasa de homicidios en la ciudad alcanzó los 381 por cada 100.000 habitantes. Es imposible desconocer los adelantos, el año pasado tuvimos el 10% de los homicidios de 1993,  pero todavía hay barrios y comunas completas donde ser joven implica grandes riesgos. Mientras Medellín el año pasado tuvo una tasa de 20 homicidios por 100.000 habitantes, en los barrios más complejos, como San Javier, por ejemplo, la tasa fue de 57 por cada 100 mil habitantes, y  para los jóvenes llegó a 122. Lo mismo sucede en San Cristóbal (52-108), Castilla (40-102), Altavista (42-75). Según cifras de 2013 y 2014.
A pesar de que solo el 8.8% de los jóvenes asesinados en Medellín en 2013 y 2014 tenía algún antecedente por infracciones penales o de policía, nos hemos acostumbrado a ver la muerte de los pelaos como un asunto inevitable, inherente a la vida del barrio y la esquina, y muchas veces la muerte viene acompañada de una condena social sobre la víctima, una forma velada de justificación. La paradoja es que muy pocas veces esos homicidios terminan en condenas, pero muchas veces las futuras víctimas saben la “sentencia” que les han impuesto. Así lo demostró un estudio publicado el año pasado por la Fundación Casa de las Estrategias. Ahora, ellos mismos proponen un sencillo protocolo para que los jóvenes que se sientan amenazados reciban apoyo, atención y posibilidades de huir de la “calentura” al menos por un tiempo. Si nuestros barrios tienen fronteras invisibles, las autoridades deben hacer posibles unos exilios barriales para salvar vidas y quitarle control a los combos sobre los más vulnerables. Una política sencilla puede salvar la vida de cincuenta jóvenes en un año y mostrar que la administración puede hacer algo distinto a la ronda de unos policías en moto. Una investigación de la misma fundación muestra que la familia de las víctimas, muchas veces madre y hermanos como manda el estereotipo, solo tienen contacto con el Estado, más allá de los trámites legales de levantamiento, luego de tres años del homicidio.
En ocasiones el Estado debería guiarse por el simple pragmatismo de salvar una vida y atender un dolor, poner allá sus énfasis, ser menos dado a la reacción automática frente al ruido y guiarse por intuiciones más silenciosas.


martes, 18 de octubre de 2016

Instrucciones sobre el fuego




Lo primero es crecer el fuego, avivarlo con unos cuantos soplos en su base, hacer que desde lejos aumenten su resplandor y sus sombras. Luego es importante esparcir su humo, ahogar un poco a la gente que lo mira con temor desde una prudente distancia. Deformar con ese velo fastidioso y regar un poco de hollín y ceniza. También se deben prender unas cuentas antorchas y ponerlas cerca a la cara de los más crédulos, resaltar sus formas macabras, sus amenazas. Y dejar tirados algunos tizones para dar la impresión de que el fuego nos rodea y se propaga. Ayudar al enemigo a aparentar un poco de fuerza servirá para crecer: atraerá algunos temerosos, algunos guerreros, algunos inseguros necesitados de un bando bien definido. Es hora de frotarse las manos al calor del fuego enemigo.
Llegado el momento de la gran expectativa, cuando el fuego debería ser extinguido bajo un conjunto de reglas y un supuesto orden, se dejan caer unos cuantos golpes de pala sobre la hoguera principal, golpes que dispersan las chispas en todas las direcciones, crean pequeños focos de fuego en las cercanías, hacen desaparecer la presunta amenaza y convierten a los temerosos, los guerreros y los inseguros en héroes y partidarios. Ahora el fuego es invisible para la mayoría, es insignificante para casi todos y se puede cantar una victoria sobre esa temida fantasía. Para los pequeños rezagos en la periferia se enviarán de nuevo a los guerreros más comprometidos, la tierra será la herramienta clave, cubrir esos pequeños focos. Ya se ha hecho antes.
No digo que la estrategia haya sido planeada y ejecutada para llegar a ese resultado. La política rara vez entrega victorias o soluciones que sigan un libreto al pie de la letra. Al comienzo parecía un tema de supervivencia política, un simple temor a la derrota estruendosa. Las advertencias de un grupo exasperado, con terribles corazonadas electorales. Pero la inesperada victoria puede terminar en algo parecido a esa escena de incendiarios y cortafuegos en el mismo bando. El fuego de las Farc vuelve a su relativa insignificancia, se cambia su amenaza política ilusoria por una amenaza militar real pero lejana, cada vez más dispersa y con menos juego político. Los grandes enemigos del acuerdo podrán cobrar que no permitieron que las Farc tuvieran un papel más grande al que merecían en la política, pero deberán asumir el consecuente reguero de delincuencia y ausencia de verdad que puede significar su triunfo. Menos política, más poder armado, así sea con los fines más simples de los bandoleros. Y más justicia, al menos en el sentido clásico que pide una imagen al estilo Abimael Guzmán, y un poco más de violencia. Esas serán muy seguramente las consecuencias reales de los “ajustes y las claridades”.
El entusiasmo y el compromiso acumulado durante cerca de cuatro años por los combatientes rasos comenzarán a diluirse. Sobre la obediencia de los mandos medios caerán la ambición y las tentaciones de grandes negocios conocidos y por conocer. Habrá más tiempo y más libertad para los temidos cambios de brazalete. La verdad será también más difusa y tendremos por delante una negociación o una confrontación más compleja a la que se anunciaba iba venir luego de aplicar los acuerdos de La Habana. De nuevo terminamos en un pulso de cabecillas, bien sea de partidos viejos o nacientes, de guerrilleros o bancadas. Pero las grandes decisiones se tomarán una a una en los cambuches. Al fondo sonará el viejo sonsonete de un gran acuerdo nacional.



miércoles, 12 de octubre de 2016

Geografía electoral






El año pasado Naciones Unidas entregó una lista de 125 municipios en 17 departamentos donde los acuerdos de La Habana debían implementarse de manera prioritaria. Los criterios para esa elección de pueblos y ciudades con urgencia de Estado y fatiga de conflicto, fueron los índices de inseguridad, los enfrentamientos entre ejército y Farc, las acciones violentas contra la población,  los índices de desarrollo y las cifras de pobreza.  Entre esos 125 municipios están, por supuesto, 8 de los 10 principales productores de hoja de coca en el país, territorios donde está cerca del 45% de los cultivos ilegales. Una más de las geografías de la guerra que vale la pena superponer a los resultados del plebiscito. No hay posibilidad de una respuesta general, muchos territorios (el Valle, por ejemplo) parecen divididos por una regla entre partidarios y detractores del acuerdo. En otros casos, Nariño, Chocó, Cauca y Putumayo, la votación por el SÍ fue casi unánime. La lupa electoral deja unas pocas certezas y muchas preguntas necesarias de responder en el terreno.
El SÍ fue mayoría en 91 de los municipios señalados por la ONU, en algunos casos (Guapi, López de Micay, Miranda, Timbiquí, Bagadó, Bojayá, Carmen del Darién, Río Sucio, El Charco, El Rosario, Leiva, Roberto Payán) el apoyo a los acuerdos obtuvo más del 90% de la votación. En 34 municipios el NO fue ganador y mostró que la presencia de las Farc no asegura un triunfo y que pueblos vecinos pueden tener ideas opuestas de lo que significa el perdón, y de los medios necesarios para alcanzar al fin de la violencia. En Antioquia, por ejemplo, la geografía es muy clara para el SÍ en Urabá, los límites con el Chocó, algunos municipios del bajo Cauca y el occidente. El mapa se dibuja en dos partes muy definidas, sin mayores brotes de la tendencia opuesta en los territorios de la simpatía dominante. Y sin embargo, en las zonas de “frontera electoral” se encuentran municipios vecinos con signo absolutamente contrario. Por ejemplo, Briceño con 69% de apoyo al SÍ y Yarumal con 67% de votos por el NO. También se puede ver a un municipio como Valdivia, que ha sufrido por igual violencia guerrillera y paramilitar, y termina tan fraccionado como Colombia entera. Allí, la diferencia entre el SÍ y el No fue de apenas 3 votos. Lo que es más claro en Antioquia que en ninguna otra parte es que las decisiones relevantes electoralmente se tomaron muy lejos de los territorios afectados. Cerca del 60% de los votos del departamento fueron depositados en Medellín, Bello, Itagüí y Envigado.
En el Tolima fue particular el triunfo del NO en los 5 municipios elegidos, casi siempre por diferencias muy cortas como sucedió en todo el departamento. En Norte de Santander es claro que el enclave del Catatumbo es un territorio aparte, donde muy seguramente se conjugan simpatías históricas y presiones armadas. Apenas uno de los municipios seleccionados (Sardinata) votó como la mayoría del departamento, y los 7 del Catatumbo se filaron con el SÍ. Caquetá es una señal clara del odio a las Farc y de su debilidad política, a pesar de su historia en el departamento, o precisamente por esa historia, el SÍ salió derrotado en 9 de los 13 municipios marcados por Naciones Unidas. En Huila y Casanare el NO fue incluso más fuerte que en Caquetá, y solo en un municipio de los 6 priorizados en esos dos departamentos, el Sí obtuvo ventaja. En el Chocó se vieron las mayorías y el desgano. En Bojayá, que ha sido escudo y canto del SÍ, apenas participaron el 30% de los potenciales votantes, cuando hace un año para elegir alcalde marcaron su voto el 68%. Ni donde la guerra es cuestión de vida o muerte los acuerdos movieron a la gente. Ni el odio ni la esperanza parecen tan fuertes como la foto y la promesa inmediata de un barón en el tarjetón.










miércoles, 5 de octubre de 2016

La idiotez de lo perfecto





La política es el mundo de la imperfección, de los arreglos de última hora, de las transacciones que impone la realidad o el enemigo. Solo la ficción de los discursos se escribe bajo un plan determinado, bajo una sola mano que intenta esconder defectos y resaltar virtudes, convencer con una mentira emotiva, ojalá corta y sencilla. Pero las decisiones, las leyes, incluso las sentencias, son siempre deformadas por la tiranía de la realidad, por la bilis de los rivales o la tonta esperanza de los aliados. El material de la política no deja muchas esperanzas sobre el resultado. Maquiavelo, el más grande relator de esa ciencia amarga, nos dejó una descripción precisa de la sustancia protagonista: los hombres siempre “ingratos, volubles, simuladores, rehuidores de peligros y ávidos de ganancias”.
La disyuntiva del domingo pasado era el producto de la cuestión política más trillada en el país en las tres últimas décadas. Era sin duda una decisión entre lo posible y lo ideal. Entre el primer acuerdo palpable tras los intentos con las Farc en al menos cinco gobiernos sucesivos y la gran posibilidad de que tras el mundo ideal encontráramos una mueca de pasmo y unas visiones ya viejas de la violencia. Por supuesto a la imperfección partidista se agregaba la dificultad de integrar como adversario al enemigo a muerte. No se trataba solo de un pacto partidista sino de algo parecido a una rehabilitación democrática. De entregar un poco de generosidad luego del dolor, de asumir algunas culpas desde el Estado y la sociedad para no asimilar la contrición propia con la debilidad o la humillación. Se trataba sobre todo de olvidar un enemigo, de despedirlo y transformarlo en humano luego de convivir con esa imagen difusa de demonio, de renunciar a la idea de su aniquilación. Idea que, por cierto, se intentó por los métodos más brutales y nunca se logró llevar a cabo.
Tal vez estamos dispuestos a que un poco más de justicia, algunos años de cárcel para cabecillas, traiga un poco más de violencia. La amenaza es cierta y el limbo de los combatientes rasos y los mandos medios hacen que las decisiones estén ahora en muchas manos. Es posible que el largo cese al fuego nos haya hecho olvidar la amenaza latente que se jugaba. Los cabecillas que parecían férreos son ahora políticos derrotados frente a la tropa. Tal vez la división de la sociedad haga lo mismo con las Farc y las anunciadas Farcrim lleguen antes de tiempo. De las dificultades de la reintegración coordinada pasamos a la incertidumbre armada. El ejército ilegal más grande del país a la espera de la rebatiña política frente a las elecciones del 2018. En busca de una solución ideal en manos del más imperfecto de los mundos. Jesús Silva-Herzog ha descrito de la mejor manera la dura realidad de las encrucijadas democráticas, no las del alma: “La política llevará siempre las marcas fastidiosas de la fuerza, el azar y el conflicto, tercos aguafiestas de la perfección”.
La necesidad de un enemigo brutal, un enemigo que define las propias ideas, que las protege y les da sentido alentó al más importante partido tras el voto del NO. Sin ese antagonismo a muerte de la política más primitiva temían un debilitamiento, los angustiaba la falta del fantasma, la ausencia del miedo. El odio fue una gran herramienta a la mano. Willawa Szymborska lo describe con el instrumento perfecto de la poesía: “¿Desde cuándo la hermandad puede contar con multitudes? ¿Alguna vez la compasión llegó primera a la meta? ¿Cuántos seguidores arrastra tras de sí la incertidumbre? Arrastra sólo el odio, que sabe lo suyo”.



miércoles, 28 de septiembre de 2016

Viejos vicios










La nueva “epidemia” de drogas en Estados Unidos llega con la firma de los médicos y el resplandor de las farmacias. Las ollas oscuras del crack son una alucinación del pasado. Ahora, los muertos por sobredosis aparecen en sus camionetas recién tanqueadas o en sus casas de los barrios en las afueras de las ciudades en el noreste, el medio oeste, en los estados del sur. Ahora los políticos hablan de prevención y la sociedad ha pasado del repudio y el temor a la compasión. “Esta crisis quita vidas. Destruye familias. Destroza comunidades por todo el país”, dijo hace poco menos de un año el presidente Barack Obama al referirse a las muertes por sobredosis de opiáceos recetados y heroína. Los dolores crónicos, la ligereza de los médicos, la ambición de las farmacéuticas, la angustia existencial de los jóvenes, el tedio de los barrios podados y los centros comerciales han llevado a confundir el consumo de pepas con la ingesta de golosinas.
Cada año se pueden prescribir 260 millones de fórmulas médicas de opioides en los Estados Unidos. El 45% de los adictos a la heroína también consumen analgésicos opioides recetados por su médico de confianza. Según el Centro para la Prevención y Control de Enfermedades (CDC), desde el año 2000 la tasa de muertes por sobredosis relacionadas con opioides se ha duplicado. Cada día mueren 78 norteamericanos por sobredosis de opiáceos, sean empacados en la caja de los analgésicos o administrados en la jeringa encubierta de la heroína. Igual el cerebro no hace las distinciones que hacen la DEA, los jueces o los moralistas de turno. Hombres blancos, no hispanos, entre 25 y 44 años son las víctimas más frecuentes.
Los últimos videos de padres drogados, inconscientes en sus carros, mientras los hijos intentan soltarse el cinturón en la silla de atrás, se han convertido en una escena nueva de la pesadilla de los adictos en Estados Unidos. Esas historias que hoy asombran a los políticos, los periódicos y las redes sociales tienen un precedente con semejanzas muy claras en la historia de Europa a comienzos del siglo XIX. El opio se había convertido en un arma eficaz para desafiar a la burguesía, alentar el espíritu, curar las frustraciones de las mujeres encerradas y tratar todo tipo de dolencias. Los médicos habían encontrado un comodín infalible, tal vez no curaran definitivamente a sus pacientes pero estos los seguían visitando con devoción. Berlioz, De Quincey y toda una generación de artistas y diletantes utilizaban el opio para sus introspecciones y sus paseos fantasmagóricos por la ciudad; pero también estaban los pacientes adictos, fuesen poetas, mujeres histéricas o niños. Samuel Taylor Coleridgde, por ejemplo, comenzó tratando su rodillas hinchadas y su digestión rebelde: “por medio de un malhadado curandero (…) y a resultas de esa perniciosa forma de ignorancia que es el conocimiento a medias de los médicos, fui inducido a consumir narcóticos, no en secreto sino abiertamente y con el entusiasmo de quien ha encontrado una gran panacea…” El láudano era tan corriente que se administraba en gotas, compresas y se recetaba a las esposas de los primeros ministros aun estando embarazadas. Y había al menos diez marcas de jarabes calmantes para los niños. Si la hija de Jeb Bush fue arrestada hace unos años por intentar comprar opioides con receta falsa, el rey Jorge IV del Reino Unido murió en 1830 medio loco por el efecto de sus 100 gotas de láudano cada tres horas y su sobremesa de brandy y oporto. “Es la era manifiesta de las nuevas invenciones, para matar a los cuerpos y salvar a las almas”, escribía Lord Byron.
Se habla de la plaga de los Millennials, y aunque parezca increíble estos pueden evocar a las damas victorianas de hace casi dos siglos y a los poetas románticos. Pero era otro mundo, no había selfies.





martes, 20 de septiembre de 2016

Ejército pueblerino






Durante décadas las Farc han sido un ejército agazapado tras la retórica impotable de sus jefes. Aparecían las barbas risueñas de Arenas, el silencio ofendido de Marulanda, la arrogancia henchida de Reyes, el embozo de las gafas de Cano, la elocuencia desesperante de Trinidad, el cinismo campechano de Jojoy, la desconfianza dura de Márquez o la forzada formalidad de Timochenko. Nos acostumbramos a despreciar los gestos de la plana mayor y a ignorar a los guerrilleros rasos, a los niños enfusilados, a los jóvenes que tapan todas sus frustraciones con el poder del AK, a los campesinos enlistados a la brava, a las mujeres en la rancha y el plomo. El Ep que sirve de apellido a las Farc debería traducir “Ejército Pueblerino”, una masa informe y misteriosa que los mismos jefes escondían por estrategia de guerra y por vergüenza de sus ejercicios de reclutamiento.
La X Conferencia de las Farc nos permite ver muchas de las caras de ese ejército joven que enterró a muchos de sus compañeros de armas. La guerra contra las Farc se convirtió en un absurdo carrusel de muertes o desmovilizaciones seguidas del goteo de nuevos reclutamientos. Las grandes victorias del ejército disminuyeron la capacidad de fuego y daño de las Farc pero no impidieron un ritmo continuo de nuevos combatientes bajo la misma enseña guerrillera. Desde 2003 hasta junio de este año se han desmovilizado de forma individual cerca de 20.000 guerrilleros de las Farc. Hubo años de hasta 2.500 desmovilizados individuales y sin embargo la guerrilla logró mantener una base que hoy se estima en 9.000 hombres y mujeres de fusil y 5.000 milicianos. En 13 años el grupo guerrillero más viejo del continente renovó casi por completo su tropa rasa. Y la “materia prima” de esa renovación salió en su mayoría de las comunidades campesinas de cerca cien municipios. No son raras las historias de familias con varios hijos en la guerrilla o con hijos en cada uno de los bandos en la trocha. La estrategia de desmovilizaciones individuales y bombardeos debilitó a las Farc, pero resulta inútil e inmoral para acabar con una guerrilla cada vez más vieja en sus consignas y sus líderes, y más joven en su soldadesca.
Hace 18 años estuve secuestrado durante un mes por “hombres” de las Farc en las montañas cercanas a los municipios de Angostura, Campamento y Anorí. La escuadra encargada de los dos “retenidos” era muy cercana a lo que uno podría encontrar en un salón de colegio rural de octavo o noveno grado. Tres pelaos, un campesino medio sordo que me prestó el radio al tercer día, un pillo de Medellín, con un tiro reciente en un pie, refugiado en la guerrilla y armado de un changón, y una comandante a quien mi compañero de encierro al aire libre llamaba con peligrosa socarronería “mamá Yuri”. La comandante era la “maestra” de ese salón disparatado y disparejo. ¿Cuántos de esos tres muchachos habrán logrado sobrevivir? ¿Murieron en ese monte para ser reemplazados por sus hermanos menores o sus primos? Sisi le decían al menor, era la mascota y sus marchas marciales con mis botas talla 42 eran la diversión de la tarde. Deyson era el cantante del grupo, la voz de los corridos guerrillos y los despechos carrileros a falta de los reales. Y Marino era el hombre serio de la niñada, mi rival de ajedrez y mi mayor interrogante tras una cara misteriosa que siempre imaginé digna de un boga curtido en los grandes ríos.
El fin de las Farc como grupo armado servirá para acabar el mecanismo de supuestos triunfos y continuos reclutamientos en comunidades cansadas de oír la expresión “zona roja”. Tras el fastidio del secretariado, vale pensar en la tropa rasa, en el estado menor. 

martes, 13 de septiembre de 2016

Otra etapa, la misma vuelta




En 1987 Luis Herrera tenía los mismos 26 años que hoy tiene Nairo Quintana. Los dos comparten el gesto grave y silencioso de los campesinos durante sus labores, y las gestas iniciales sobre las cumbres de la Cordillera Oriental colombiana. Ahora están unidos también por sus camisetas como campeones en España, amarilla la de Lucho y roja la de Nairo para que no queden dudas sobre la reconquista. La tarea más ardua para el campeón luego del Paseo de La Castellana es improvisar un pequeño discurso patriótico, que inspire algo de llanto y acompañe la letra gastada del himno. Con un intermedio de casi 30 años Lucho y Nairo coincidieron en la mención de una realidad esquiva y una palabra omnipresente en casi todos nuestros episodios dignos de un brindis. “Mi mayor deseo, en este momento en que acabo de coronar como campeón de la Vuelta a España, es que en Colombia haya paz, mucha paz, entendimiento entre todos los colombianos, que el deporte y en especial una conquista como ésta sirva para unificarnos”, dijo Herrera con una timidez de muñeco de pilas. Nairo, un más locuaz, soltó un eslogan que podría servirle a los publicitas del ministerio de comercio exterior: “Que el mundo entero sepa nuestro país es paz, deporte y amor”.
El año en que Herrera ganó la Vuelta a España no comenzó propiamente un periodo de armonía y sosiego, al contrario se incubaban muchos de los males que traerían, cuatro o cinco años más tarde, el pico más alto de la matazón nacional. Colombia tenía entonces una tasa de 49 homicidios por cada 100.000 habitantes, no era fácil prever que llegaríamos hasta 87 homicidios por cada 100.000 habitantes en 1991. Asomaba la ofensiva de las Farc, y la punta de lanza de los narcos y los paras. Febrero comenzó con la extradición relámpago de Carlos Lehder luego de su captura amanecido en una finca en Guarne. El presidente Barco amenazaba con romper la inestable tregua con las Farc heredada del proceso de paz con Belisario. La negociación había dejado dos ejércitos ansiosos de disparar que usaban la válvula de escape de la guerra sucia. Las Farc, intentando fortalecerse militarmente, desdeñaban el riesgo sobre sus militantes desarmados bajo la bandera de la UP, y el ejército despreciaba la vida de quienes eran simples “guerrilleros de everfit”. Jaime Pardo Leal sumaba más de 300.000 votos en las elecciones de mayo, un poco más del 4% de la votación.
En junio el fin de la tregua se hizo oficial. Una emboscada de las Farc a dos camiones militares entre Puerto Rico y San Vicente del Caguán dejó 27 soldados muertos. El mayor golpe a las Fuerzas Armadas por parte de las Farc hasta ese momento. El ataque en la Quebrada Riecito fue el antecedente de Las Delicias y El Billar. Se desató la cacería y en Octubre fue asesinado Pardo Leal, para quien llegó el mismo destino de los cerca de 200 militantes de la UP que murieron ese año. Las cifras oficiales hablan de 749 asesinatos por causa del conflicto entre maestros, estudiantes, defensores de derechos humanos, sindicalistas; además de 568 guerrilleros y 501 militares.
Los narcos mostraban sus intenciones baleando a Enrique Parejo González en Budapest, donde llevaba 5 meses como embajador intentando no sufrir la suerte de Lara Bonilla. Yair Klein hizo su primera visita al país para tantear el terreno y los maletines de ganaderos, bananeros y narcos en el Magdalena Medio y Urabá. La portada del New York Times Magazine tenía a Pablo Escobar y a Fabio Ochoa bajo el titular Cocaine billionaires. En la contratapa estaba la publicidad del Café de Colombia bajo el cual había ganado Lucho: Test taste, decía el aviso.
Nunca se sabe lo que traen las carreteras en el ciclismo o en las trochas del Caquetá. Pero al menos el panorama parece más alentador en este año. Aunque la camisa roja traiga algunas advertencias.