miércoles, 28 de agosto de 2013

Tapar las vías






El actual paro agrario es visto por muchos como un despertar del campesinado nacional frente al viejo abandono del Estado. Es imposible negar la grave situación de pobreza en el campo, más del 90% de los municipios colombianos tienen alto índice de necesidades básicas insatisfechas en el sector rural, y las diferencias de ingresos entre los citadinos y los campesinos hacen que muchas veces sea mejor ser informal en las capitales que agricultor en las fincas. Sin embargo, la inversión nacional en el campo ha crecido considerablemente en los últimos diez años. En 2003 llegaba apenas a los 300.000 millones y en 2010 superó el billón de pesos. Por su parte, el ministerio de agricultura dice haber gastado cuatro billones solo en subsidios durante los tres años del gobierno Santos. Más del cincuenta por ciento del presupuesto de inversión del ministerio se entrega de manera directa a los productores, lo que no impidió que el agro tuviera crecimientos negativos durante los tres últimos años del gobierno Uribe y crecimientos cercanos a la mitad del resto de la economía durante el gobierno Santos.
El ministerio se ha resignado al papel de negociador frente las demandas puntuales de cada gremio, convirtiéndose en una especie de caja menor en la puerta de las centrales mayoristas. Mientras tanto la inversión en riego, capacitación, adecuación de tierras, tecnología y desarrollo rural queda sin dolientes particulares, abandonada al sonsonete de los estudios académicos y los buenos propósitos. Los voceros del antiimperialismo han vuelto a señalar a los tratados de libre comercio como culpables de la precariedad campesina. La quema de una bandera foránea será siempre una estrategia vendedora. Al menos al interior. Desde el año 2000 Colombia no importa un solo bulto de papa fresca, y sin embargo, según los voceros del cierre de fronteras, el TLC con Estados Unidos es el directo culpable de lo que pasa en Boyacá, Nariño y Cundinamarca. Luego de un año largo de Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos ha crecido la producción y el área sembrada de maíz y arroz, dos de los productos más vulnerables a las importaciones.
Perú y Chile firmaron tratados de libre comercio antes de Colombia e hicieron del campo uno de sus sectores más productivos. En una década Chile se convirtió en el primer exportador de uvas del mundo y en el quinto exportador de manzanas. Entre el 2000 y el 2008 duplicó sus exportaciones agropecuarias sin necesidad de apelar al nacionalismo. En ocasiones buscar rutas puede ser una mejor opción que tirar la puerta para concentrarse en la milimetría de los subsidios. Perú no se quedó atrás y en el mismo lapso logró ser el primer productor mundial de espárragos y el quinto de mango fresco. En diez años multiplicó por siete sus exportaciones agrícolas.
En su momento el Ministerio colombiano preparó una lista de 36 productos con ventajas comparativas y buenos vientos para la exportación. La lista incluye al coco, la curuba, la fresa, la granadilla, la uchuva y el aguacate entre otros. La lista se quedó en el papel y las exportaciones no tradicionales solo crecieron en el momento de mayor comercio con Venezuela para venirse abajo luego de los problemas conocidos. Ahora el gobierno no tiene nada que mostrar, la atención a las presiones de cada gremio no ha traído desarrollo ni ha frenado el descontento campesino. Solo le queda disculparse por sus errores y seguirlos cometiendo.



martes, 20 de agosto de 2013

Participación en política







Fabio de Jesús Valdelamar fue director del hospital de Cartagena del Chairá durante más de siete años. Tiempo suficiente para lograr que el nombre de hospital le quedara un poco menos grande al puesto de salud. ‘El medico’ comenzó a ser un referente en el pueblo y tuvo la mala idea de buscar la silla del palacio municipal. Otro nombre grande para una oficina chica con una historia de 50 años. Profesores y médicos son los protagonistas de la política en muchos de nuestros pueblos: ahí están buena parte del presupuesto, los principales intereses de la comunidad y la oportunidad de probar finura ante gobernadores y congresistas. Valdelamar se lanzó a la alcaldía en las elecciones de 2007 acompañado por algunos amigos. Luego de las primeras reuniones y el debut en la tarima uno de los compañeros de aventura hizo la pregunta inevitable: “¿Y usted ya habló con esa gente?”. Antes que los avales del Estado la zona exige la autorización de las Farc para buscar los votos. Quien hacía la pregunta era el más cercano a la guerrilla y fue encargado de concretar la reunión. Una simple cita informativa para contarle al comandante quienes estaban detrás de la candidatura y cuáles eran las principales ideas de inversión.
‘El médico’ y dos de sus compañeros tomaron el deslizador río Caguán abajo para llegar a cumplir la cita en Remolinos. Allá los recibió el Negro Mosquera y hablaron del pueblo, de  la revolución, de la guerra y del futuro. Durmieron en el campamento y al día siguiente Mosquera despidió al candidato con un tranquilizador: “Hágale médico, haga su campaña, pero no se meta por aquí, haga sus cosas en el pueblo no más”. Ya tenían la autorización de los duros y habían listado cerca de 400 personas en sus dos reuniones previas en el casco urbano, Valdelamar tenía cara de candidato ganador.
De regreso, más o menos en la mitad del recorrido, en un caserío llamado Puerto Camelia, varios guerrilleros les hicieron señas para que se arrimaran a la orilla. Allí, les dijeron que tenían que entregarle unos documentos a ‘El médico’ y dejaron a sus dos copartidarios tomando cerveza en la única tienda con televisión de ese pueblo con nombre de telenovela. No habían pasado 15 minutos, las cervezas todavía estaban por la mitad, cuando llegó un muchacho corriendo con la noticia: “Hey mataron a Fabio, allí está, allí arriba, le pegaron como seis tiros…” Contra todas las advertencias sus amigos subieron para encontrarlo de cara contra un barranco: “Ni siquiera alcanzó a poner las manos, lo mataron a mansalva”, contaría después uno de sus compañeros en esa aventura política que terminó como muchas otras en el Caquetá.
La orden de matar a Valdelamar la dio el mismo Negro Mosquera que un día antes había dicho con tranquilidad, “hágale médico”. Un radista de las Farc se lo contó a uno de los amigos de Valdemar dos años después del asesinato. Los guerrilleros que estaban en Puerto Camelia preguntaron dos veces por qué no se “podía dejar pasar a ‘El Médico’ si el hombre era bien”, la respuesta fue clara: “No pregunten güevonadas, o lo pelan ustedes o los pelamos”.
Según el proceso penal la orden del Negro Mosquera se habría dado por un video de una de las reuniones políticas donde un coronel del ejército, que llevaba dos meses en la zona, dijo que apoyaba la candidatura de Valdelamar. Fue suficiente para la condena a muerte. Las Farc llevan mucho tiempo participando en política. 

domingo, 18 de agosto de 2013

Tabaco Republic



Ninguno fuma. Fumaron, en otros tiempos, antes de que las cajetillas mostraran la imagen de un cáncer de garganta. Todos sienten una especie de reproche por sus cuidados a las hojas de un arbusto repudiado. Hojas que en realidad son flores, anchas, pegajosas, elásticas, que no pueden ser picadas por los insectos y deben conservarse como un pergamino intacto para que sean valiosas. Las sencillas flores rosadas del tabaco aparecen como una simple anécdota: las hojas son la cosecha para ir armando las sartas verdes y ocres que adornan el caney. Aquí no hay bultos ni arrumes. Son agricultores finos, dedicados a cultivar y a madurar su tabaco, campesinos y artesanos al mismo tiempo. Durante un mes, luego de la cosecha, deberán velar sus hojas con el calor de canecas humeantes en las noches frías; templar las cuerdas del caney cada semana, levantar las hojas maduras, tender las nuevas sartas en lo más bajo, como si lidiaran con un pequeño velero. Al final, entregan sus hojas separadas por grupos según la calidad, apiladas en cajas u ordenadas en círculos como tambores.
Miguel José Mantilla vive muy cerca de Girón, donde todos los miércoles se abre la bodega para la compra del tabaco. La mayor parte del producto va para Cúcuta y los fabriquines de Piedecuesta donde todavía se tuercen y se enrollan chicotes y tabacos finos. Su bigote y su risa tímida me hacen pensar en un candidato perfecto para un nuevo Juan Valdez. Pero el humo de los cigarrillos no se presta para juegos pintorescos. Miguel me dice que hace quince años no se veía más que tabaco en la región: “pero comenzó a pagarse mal y dejó de ser rentable”. Él mismo dejó de sembrarlo durante diez años, cuando aparecieron el melón, los cítricos, la papaya y el maracuyá. “Este ha salido muy bueno porque la tierra está descansada”, me dice, mientras señala sus cerca de cinco mil matas de tabaco. “Ahí donde está había mandarina. El tabaco daña mucho la tierra, necesita mucho abono y fumigación”. Solo un 20 por ciento de los ingresos de su parcela vienen del tabaco; casi podría decirse que lo siembra por una especie de nostalgia por la agricultura con la que creció.
Tres clases de hojas salen de cada cosecha: la capa, la más grande y sana, que será la piel de los tabacos finos; el capote, hoja de menor valía, para envolver los chicotes y el interior de los puros de caja; y la picadura, el simple relleno que debe entregar su humo escondido a los ojos del fumador. Miguel puede cobrar hasta 185.000 por una arroba de capa bien presentada. Desde su casa se oye el viento entre las hojas anchas del tabacal.  La cocina, un cuarto exterior a la casa, tiene vista a las promesas del caney y el gran caracolí que da sombra al sembrado. A solo diez minutos hay un barrio gris con casas de adobe recién levantadas. Uribe lo montó para los damnificados de uno de tantos inviernos. Parece destruido pero la gente apenas se está asentando. Rejas, ventas de minutos, papelerías anunciadas con cartulina y polvo son parte del panorama. Al comparar la casa del campesino con las de los vecinos del barrio resulta extraño que los hijos de Miguel piensen más en la construcción y en las motos que en la agricultura. La ciudad tiende sus trampas así sean deslucidas.





Gustavo Morales también vende sus hojas por fuera del mercado de las grandes compañías tabacaleras. Las empresas de cigarrillos ayudan con algo de financiación pero al final pagan todo como simple picadura; no les interesa la calidad de la hoja y fijan de antemano el precio de las dos cosechas que compran cada año. A diferencia de Miguel, Gustavo es arrendatario en su parcela. “Aquí toca metérsele al tabaco. El cítrico que hay sembrado es de la dueña de la tierra, yo lo trabajo, pero el cultivo propio son mis 18.000 maticas de esto”. Vive un poco más lejos del casco urbano de Girón y dice sin voz baja que sus hojas seguramente pasarán por debajo hasta Venezuela.
Más de la mitad de la finca está sembrada con tabaco y su cosecha la cuida un perro recogido hace unas semanas y amarrado al caney. Gustavo y su familia probaron un tiempo la vida de pueblo en Piedecuesta hasta que una oferta los llevó de nuevo al campo. La decisión fue celebrada por uno de sus hijos que peleó con el colegió y buscó refugió en la siembra de tabaco: “a los jóvenes casi no les gusta trabajar en esto…Encontrar gente que sepa de esto es difícil, hay que buscar es a los abuelos”. Le pregunto cómo empezó y me dice que está viendo sembrar tabaco desde que estaba “entre las costillas”.
Cuando la hoja ha madurado y está arrugada en lo alto del caney, llega el momento de la alisada. Por lo general las mujeres se encargan de esa labor de selección y disposición final. Aplanchan las hojas una a una con la mano para entregarlas al trabajo de armado en los fabriquines. Al terminar sus manos terminan curtidas por un “sarro” pegajoso que se convierte en un compañero inolvidable: “ese pegote huele como a pecueca y uno mismo se pregunta: ‘¿no joda pero qué olor tengo?’”. Gustavo todavía logra que su hija haga el trabajo de alisar, pero sabe que por el pago que le ofrece no durará mucho en ese oficio y le tocará buscar a las abuelas.
En últimas se muestra orgulloso de lo que hace. Sabe que su trabajo como tabacalero independiente es una rareza, intuye que lo suyo es el oficio de unos pocos agricultores que heredaron memoria y terquedad. “Este es un tema de cuidado”, me dice mientras explica que es mejor regar por debajo que mojar la hoja, porque eso le lava el aroma. “Es que cualquiera cuida un limón, para eso está la cáscara, pero no cualquiera cuida una hoja”.








A medida que nos alejamos de Girón bajan los precios que los cultivadores reciben por su tabaco y aumentan las dificultades. Buena parte de nuestra pequeña agricultura está ligada a la economía de subsistencia, pero el tabaco tiene la desventaja de un estigma que impide pedir al gobierno algún tipo de ayuda técnica y económica. El único consejo que les han dado en años se resume en tres palabras: “arranquen todo eso”. Aníbal Cadena me recibe con una especie de espada bajo el brazo. Está picando el tabaco apañado -cortado- en los últimos dos días. La espada es en realidad una aguja gigante para ensartar las hojas recién cortadas y colgarlas en el caney. Es ágil con la mano y la palabra, como corresponde a uno de los fundadores de la asociación de cultivadores de tabaco de su municipio. Lo acompaña su colega y amigo Ángel Custodio Guevara, uno de los 307 campesinos que hacen parte de la asociación en Piedecuesta. “Aquí en el pueblo el 80 por ciento de la economía es tabaco, todo el mundo trabaja en esto. Usted pa trabajar con el tabaco no necesita estudio ni libreta ni decir cuántos años tiene… Esto sirve para lo que sirve el trabajo en el campo: para criar familias sanas”. Aníbal solo siembra tabaco, dice que una vez le dio por el tomate pero eso resultó muy “aventuroso”: “el tabaco hace la vida más hermosa, se puede quedar hasta ocho días sin agua”. Una vieja vocación acompaña el trabajo fluido de esos dos hombres. Dicen casi en coro que aprendieron a caminar detrás de las matas de tabaco, “recogiendo hojitas entre los sembrados”, en la época en la que el humo de los chicotes era bueno para todo. Esperan recibir 130.000 por cada arroba de capa, y saben que sin importar el precio vivirán el resto de sus vidas cuidando las hojas de siempre.
Mientras Aníbal y Ángel Custodio conversan y pican el tabaco bajo un caney, Elvia Ramírez, una señora que ronda los 80 años, alisa algunas hojas ya maduras en un cuarto cercano. Las hojas arrugadas que parecen orugas gigantes se convierten en pellejos lisos sobre sus muslos, en uno está la capa y en el otro el capote. “Esto lo hace cualquiera, lo difícil es la selección. Hacía como tres años que no alisaba, pero es que yo no me puedo estar del balde, se me hace el día eterno”. Viéndola sola en ese cuarto, alumbrada apenas por un bombillo, concentrada en sus hojas, con las manos negras por la hiel del tabaco, pensé en el alfarero de La caverna de Saramago. Me dice que fumó cuando estaba pequeña, pero empezaron a asustarla con enfermedades y lo dejó. Está orgullosa de los chicotes de Piedecuesta: “en otras partes nos podrán ganar por tamaño, pero el de aquí quema blanquito, y quema parejo, derecho”, dice, mientras celebra la grasa en sus manos porque es la que le da la combustión a los tabacos.




Desde los despeñaderos que conducen a la vereda El Regadero, en el municipio de Los Santos, se pueden ver los parches verdes de los pequeños tabacales entre la tierra roja y los pozos de agua que parecen el volcán particular de cada parcela. Rodolfo Pedraza está feliz por el aguacero que el día anterior alivió sus ocho mil matas de tabaco: “Aquí no hay agua, esto es a la voluntad de Dios”, dice y asegura que su tabaco ha resistido hasta tres semanas sin riego. Vive con su padre de 95 años y dos hermanos. No hay hijos en esa casa pequeña con un corredor de tierra sembrado de limones y papayos que separa las habitaciones de la cocina. Su padre y su abuelo sembraron tabaco para las grandes compañías; Rodolfo siembra y vende por su cuenta. Hace 25 años vendió su tierra, aunque se quedó viviendo y sembrando en ella: “le entrego una cuarta parte de lo que sale a la dueña. Esto no da nada, hay veces que toca venderlo muy barato, pero qué hago con él, no me lo puedo comer”. Ha llegado a vender la arroba de capa a 80.000 pesos. Hace unos años vinieron de la gobernación, le sacaron cuentas a su sembrado y todos los saldos dieron en rojo: “pero yo qué más voy a sembrar, igual no hay agua”.
Rodolfo vive prisionero de una tierra y una manufactura que se resiste a desaparecer. Ir desde su finca hasta el casco urbano del municipio puede tomarle cerca de una hora en carro. En la Mesa de los Santos, que sirve de mirador sobre su parcela, hay una ebullición de turismo y fincas de recreo. Abajo, sobre esas tierras calcáreas, el tiempo corre mucho más lento. Terreno apto para las fábulas y los amos. La memoria de su padre y su abuelo también son también una especie de condena para Rodolfo y sus hermanos. Al salir de su finca nos topamos con una fiesta de matrimonio en una vereda cercana donde matarán 35 chivos para los invitados. La escena sería perfecta para las quijotescas bodas de Camacho: animales colgados de los árboles, “seis tinajas” sobre el fuego, “cocineros limpios, contentos y diligentes”, los quesos como “ladrillos enrejados…”.



Rodolfo nunca logró entender bien qué hacíamos allá preguntando por sus esfuerzos. Para él es solo sembrar, rogar por el agua, regar un poco, apañar, picar, alisar y vender. A falta de hijos, contrata dos ayudantes para su cosecha: “este cultivo es de los que más sacrificio necesitan, y no se saca nada. Pero toca tenerle cariño, es lo que le da a uno la papa, así sea lo del diario no más”.
En Piedecuesta las pequeñas casa tabaqueras muestran sus avisos de cien años y sus máquinas alemanas de mediados del siglo pasado siguen girando. Una calculadora manda sobre el escritorio de la secretaria y los torcedores usan sus manos con una agilidad aprendida desde niños. Desde los techos las palomas miran con los mismos ojos el trabajo que se ha repetido por más de un siglo. La inercia y la tradición siguen moviendo a los agricultores y los artesanos.







martes, 13 de agosto de 2013

Elegir la celda





El señor J. pidió una cita con un reconocido educador de la ciudad para que le ayudara a elegir el colegio de uno de uno de sus hijos. En ese tiempo la decisión no tenía aun el cariz  de encrucijada definitiva que hoy se le entrega. Sin embargo, el señor J. quería vencer algunas resistencias liberales antes de confiar las primeras planas de su hijo a unos curas españoles. Luego de una larga discusión que intentó calibrar la balanza de ventajas y riesgos, el rector zanjó el asunto con la sentencia más simple que pudiera imaginarse: “Métalo al colegio que le quede más cerca a la casa”. La banca más cómoda del transporte escolar terminó pesando un poco más que los escrúpulos laicos y el niño aprendió a escribir de la mano rígida de la hermana Flor María. Cosa que no impidió que su letra sea hasta hoy una recua de garabatos que se despeña por el orden de los renglones.
En Colombia muy pocos padres pueden elegir el colegio de sus hijos más allá de la oferta pública que hay en su barrio. En Antioquia, por ejemplo, cerca del 87% de los alumnos estudian en colegios oficiales. Allí más que el esfuerzo de los maestros o las inversiones en infraestructura escolar, las diferencias de calidad están marcadas por el entorno social y la capacidad y posibilidad de los padres de acompañar el aprendizaje de sus hijos. En los barrios con más conflicto es más duro aprender, y el rezago en educación de los padres termina siendo una herencia difícil de evadir.
Por su parte, los rectores de los colegios privados han tomado al vuelo la inseguridad de los padres del 13% de los alumnos que tienen como pagar y elegir. Primero han resaltado el valor de esa elección como si se tratara de dirimir entre la gloria futura o la condena de los fracasados. Para evitar remordimientos presentes y futuros los padres deciden comprar, al precio que sea necesario, una especie de ficción diferida a 15 o 20 años. Aunque las diferencias entre los primeros 30 colegios en cada una de las ciudades capitales es apenas marginal en los resultados de las pruebas Saber, los padres buscan oráculos, leen libros, llaman psicólogos y buscan créditos para encontrar la mejor de las opciones. Detrás de toda esa supuesta preocupación por la educación hay sobretodo una elección del grupo social al que se quiere pertenecer, de las futuras relaciones de los niños y las actuales relaciones de los padres. Los colegios se escogen más como un club social que como un medio para la adquisición de conocimientos. Los interrogatorios para el ingreso y los bonos de acceso lo demuestran fácilmente. También hay balotas negras para las ovejas negras.
Buena parte del matoneo actual se podría explicar por la uniformidad de los ambientes escolares. Los exigentes filtros de esos clubes con salones imponen las reglas de una disciplina implícita entre niños y adolescentes acostumbrados a un estatus y unas maneras. La diversidad es un escándalo en ambientes tan cerrados y protegidos. Los padres suelen olvidar que lo mejor del colegio estuvo siempre en la transgresión, en el rechazo al reglamento, en la conspiración de los recreos. Pero cuando todos los alumnos son iguales esa conspiración solo puede ser una tiranía más o menos predecible. Hoy se pagan millonadas para que los adolescentes salgan hablando un perfecto inglés, sin importar que hablen exactamente el mismo idioma.




miércoles, 7 de agosto de 2013

Leyes de mercado





Los hombres de negocios terminarán por demostrar que un mercado legal de marihuana es tan benéfico como inevitable. Mientras los burócratas internacionales de Naciones Unidas y la mayoría de los políticos locales siguen concentrados en trancar la puerta con la espalda, a punta de fuerza y prejuicios, los empresarios de la hierba aprovechan desde hace décadas la rendija que dejan las leyes y contradicen el estereotipo del mafioso con sus modales, sus balances sobre la mesa y sus impuestos. La principal tarea de los vendedores legales de marihuana, además de encontrar las semillas más fértiles y los cogollos más suculentos, es poner un ejemplo sobre el mostrador de la forma cómo debe funcionar un mercado para 230 millones de consumidores.
Arjan Roskam estuvo hace poco en las montañas del Cauca y en la Sierra Nevada buscando las semillas puras de las variedades locales conocidas como Punto Rojo y Mango Viche. Roskam fundó en 1995 su empresa Green House y se convirtió en una celebridad por sus “cepas” campeonas en concursos internacionales y por la variedad de moñas que ofrecen sus Coffee Shops en Ámsterdam. En sus laboratorios hay cerca de 2000 tipos de semillas de marihuana recogidos alrededor del mundo entre los laberintos de la prohibición y las guerras internas entre productores. El año pasado facturó cerca de 30 millones de dólares solo en su negocio de semillas. Las riega por el mundo en paquetes de a diez como si fueran simples souvenirs. Para unos es una especie de botánico del siglo XIX con un herbario muy particular, para otros un refinado vendedor de humos, algo así como un vinicultor empeñado en entregar productos de excelencia. Aunque en su paso por Santa Marta recorrió la Sierra en helicóptero y la bahía en yate nadie podría decir que es un mafioso.
Steve DeAngelo se reúnen en las mañanas con la policía del condado de Oakland, California, y en las tardes con los cerca de 400 cultivadores que surten su dispensario legal de marihuana. Harborside es lo opuesto a lo que aquí llamamos una olla. Se parece más a un consultorio médico alternativo que a un hueco con ventanilla para la entrega de papeletas. Su reunión con los policías es para prometerles que habrá más registros de cultivadores legales y por ende más impuestos para el condado. Su reunión con los pequeños cultivadores busca protegerlos frente a los cuatro centros de cultivo industrial que obtuvieron permiso en el 2010. DeAngelo facturó cerca de 25 millones de dólares y sus maneras son más las de un yogui que las de un capo amenazante.
Jamen Shively fue gerente de estrategia corporativa de Microsoft entre 2003 y 2009. Ahora, luego de unas trabas iluminadoras, decidió recoger 10 millones de dólares de inversionistas para crear la primera marca de marihuana en Estados Unidos. Sus planes son muy claros: “planeamos crear una cadena nacional e internacional de negocios de cannabis”. El hombre quiere montar su Starbucks para vender marihuana y sabe que su pinta de yupi más el riesgo de ser pionero pueden traer grandes réditos. Además, su abuelo fue cultivador del cáñamo en filipinas a finales del siglo XIX, lo que le sirve para la hoja de vida del negocio: “digamos que tengo la marihuana en la sangre”.
La audacia de políticos como Pepe Mujica solo sigue la ruta que desde hace dos décadas han trazado algunos vendedores que no se detuvieron a preguntar.