martes, 23 de junio de 2015

Prison Break








Era indispensable que la maquinita del cine tuviera al menos un papel secundario en la fuga de Richard Matt y David Sweat de la prisión de Clinton en el estado de Nueva York. El guion que los periódicos han ido soltando a cuenta gotas es minucioso y sorprendente, incluso algo pasado de truculencia y suspenso, de rastros de sangre y traiciones, de lágrimas en la amante cómplice y socarronería en los asesinos que hace unos días comían en un Subway cercano a la cárcel. Uno podría pensar que todo hace parte de un desagravio, a manera de película, de Richard Matt a David Telstar, un antiguo compañero de prisión que le pagó a Matt una fianza de 100.000 dólares en 1991 y le encargó el asesinato de su esposa, sus suegros y el abogado de la familia. La señora de Telstar es heredera de la fortuna Warner Bros que debería tener por mano propia los derechos sobre la fuga. Richard Matt decidió que no valía la pena matar a esa gente y terminó delatando a quien pagó su fianza y le encargó esas duras tareas. Algún escrúpulo asaltó a quien ya había apuñalado a su propia suegra y más tarde terminaría torturando y matando a un antiguo jefe.
La película debe comenzar con un Matt silencioso frente a un caballete donde pule los retratos de Hillary Clinton, Julia Roberts, Barack Obama y Oprah Winfrey. Varias veces expuso sus obras en la cárcel y su comportamiento ejemplar lo hizo llegar hasta el “pabellón de honor”. En la celda del lado está David Sweat quien puede ser presentado en sus tareas en la sastrería de la prisión, donde compartía con Matt el tiempo de sus tramas. Juicioso frente a las agujas de la máquina que son también una especie de reloj. Para ponerle algo de peso a las paredes con 170 años de historia de la “pequeña Siberia” se pueden mostrar algunas rayaduras negras atribuidas a "Lucky" Luciano y otras más coloridas que dicen tuvieron como autor al rapero Tupac Shakur.
Para llegar hasta las herramientas que les permitieron romper las láminas de acero de la celda y trabajar durante semanas en los tubos que los sacaron hasta una alcantarilla a 30 metros del muro externo de la cárcel, hay que presentar a Joyce Mitchell, la directora de las prácticas industriales en la cárcel y por siete meses supervisora de trabajo de Matt y Sweat en la sastrería. Mitchell tiene 51 años y los encantos de una guardiana agria con sobrepeso y una mueca lánguida que le cuelga hasta el pecho. Terminó enamorada de Matt que parece hacía algo más que coser en la sastrería. “El amor es ciego”, dijo su abogado. Pero en las primeras declaraciones también se ha insinuado que la señora Mitchell tenía algunos desordenes en el apetito sexual. Esas escenas serán del resorte del director. Para que todo no sea tan fácil Mitchell tendrá un ataque de remordimientos e incumplirá su cita para recoger a los fugados en la madrugada indicada. Al dejar el último tubo Matt y Sweat estaban de buen humor y pegaron una hoja amarilla con un chino de sombrero triangular acompañado de una nota simple para los guardias: “Que tengan un buen día”. Ese será el afiche perfecto para el estreno.
En las afueras la persecución cuesta un millón de dólares diarios. Han pasado 16 días y la policía ha recibido 1400 llamadas para alertar la presencia de dos personajes: caminando por las vías del tren, esculcando en los patios, durmiendo en campamentos de caza, corriendo bajo aguaceros memorables… Hay 1400 escenas posibles para mover a los protagonistas por un paisaje de bosques a 30 kilómetros de la frontera con Canadá. Todavía no sabemos el final, pero la policía dijo ayer que en 48 horas estarán de nuevo en la cárcel. También los periódicos se pueden leer acompañados de un pote de crispetas.




martes, 16 de junio de 2015

Mundos opuestos









Al llegar a El Teniente todo parecía igual. Amarillo, azul y rojo en cada calle y los acentos habituales en cada esquina. “Guaro, guaro, guaro, guaro”, dijo un impostor cerca a la entrada para el antojo de muchos. Todo era tricolor sin esa media luna de estrellas en la bandera. El estadio, pequeño, bajo un sol radiante, de oro para desmentir a la mina de cobre más grande del mundo que está por ahí cerca, mostraba la humildad recién pintada de sus 16.000 sillas. Pero todo era muy distinto. Lo primero era que estábamos bajo la mirada de Chile que combina la ingenuidad y el rigor, la amabilidad que recuerda las reglas a cada paso. Hace un año vi ganar a la selección Colombia en Brasilia, bajo el gigantismo del Mané Garrincha. Allá todo era fiesta, sonaba La Creciente en un parlante acompañado de raspa en vivo, el “guaro, guaro, guaro, guaro” era una realidad que rodaba gratis, los colombianos eran una legión despreocupada luego del triunfo frente a Grecia. (Saber que nuestro primer gol en Brasil fue una jugada que comenzó Zúñiga y terminó Armero).  
En Rancagua éramos una alegre y contenida procesión hacia el estadio. Al encuentro de El Teniente. Con la advertencia de que había que mostrar el pasaporte en las puertas, bajo el ojo desconfiado de los carabineros, con la advertencia de que ni siquiera se podía oler a alcohol. Al menos en algo pudimos violar las reglas porque el guayabo era supremo y olimos a alcohol hasta la amargura de la noche sin tomarnos un solo trago. En la tribuna nos regañaron por conversar en las escalas y nos fruncieron el ceño por soltar un insulto inofensivo. Pero unos señores en uniforme no pueden arruinarlo todo. Debajo de mi silla estaba un veterano que fue portero de El Campín, profesional con el Santa Fe y abogado en la cárcel de Bellavista en Medellín. Mejor dicho, dos veces portero y una vez puntero izquierdo. Su hijo me lo presentó luciendo la camisa blanca atravesada por la bandera tricolor. Una clásica desde 1973 para Colombia. No todo fueron regaños y un poniente que cegó a más de la mitad de los espectadores y casi todos los jugadores vestidos de amarillo.
En la cancha Colombia pareció contagiarse de ese ambiente reglado, tieso, aburrido. El equipo parecía vigilado por los carabineros. Zúñiga y Armero dedicados a cuidar unas bandas que nadie amenazaba. James y Cuadrado como dos desconocidos, no tocaron dos balones entre ellos, parecían con miedo a que los acusaran de alguna conjura. Falcao y Bacca tristes, peleando uno que otro rebote con la zaga bolivariana: carabineros vestidos de vinotinto. Pékerman pensativo en la raya. En la tribuna la corneta desvaída de una señora y el grito anémico de “Colombia, Colombia, Colombia”. Insolados salimos de El Teniente.

¿Cómo pudo cambiar tanto el mundo en un año? ¿Cómo pasamos de la cerveza de un litro en las tribunas de Brasilia a la gaseosa tibia en Rancagua? Y el equipo ¿Cómo pudo ser tan distinto teniendo a muchos de los que formaron ese día feliz? Al final no hubo insultos, solo un aplauso menor a los ganadores y la indiferencia para una selección indiferente al rival, al balón y al público. A la salida no nos pidieron el pasaporte. El velorio caminó acompasado por las calles de Rancagua para alegría de la policía chilena. Las tiendas ofrecían capuchino y conos de hojaldre rellenos de arequipe. Saber que a las afueras del Mané Garrincha los coros se cantaron hasta en los baños rebosantes de espuma. Ahora viene Brasil, volvimos al temor y a la esperanza en una hazaña. Ojalá seamos insolentes en el Monumental. 



martes, 9 de junio de 2015

Diatriba a las alturas






 Una ironía geográfica quiso que Bogotá se asentara justo en el centro del país, a una altura suficiente para mirar a lado y lado desde la silla solemne de la Cordillera Oriental. Se diría que la capital es una especie de altillo ilustrado que tutela con sapiencia la república que se desborda sobre valles y costas de costumbres dudosas. Para los más quisquillosos Bogotá es una imponente garita desde donde se ejerce vigilancia sobre las regiones. Pero Bogotá vigila, tutela, dispone y recomienda con el bastón de un profesor ciego y torpe que ha sentado a sus alumnos en un círculo riguroso. El profesor, al que le es imposible agacharse por sus achaques, comienza a tantear y va rasguñando a sus alumnos con su vara, luego les pide que cambien de puesto, les enseña geografías que no conoce y les impone tareas imposibles. Al final entrega la nota y hace público el informe de actividades.  
Cuando los buses de la capital ruedan sin demasiados sobresaltos, cuando sus parqueaderos cobran una tarifa aceptable y en sus paraderos de buses no se han robado uno o dos teléfonos celulares, Bogotá suele mirar hacia abajo a ver qué impudicia encuentra digna de repugnancia. Comienzan los medios a buscar el reporte de algunos muertos en sus redacciones regionales. Parlotean los turistas que han captado alguna escena que los sobrecoge y los subleva. Repuntan los moralistas para imponer prohibiciones y rematan los políticos al presentar una recusación o un proyecto de ley. Tenemos entonces algunas semanas con imágenes de fiestas salvajes, con la reseña de escenarios políticos despreciables y los reproches sobre los pactos de desobediencia y soberbia. Las amonestaciones estéticas se dejan como postre a las redes sociales.
Lo más triste es que Bogotá tiene el poder de imponer a los provincianos sus tirrias, sus modales y sus filtros morales. Debe ser el clima y la nostalgia que procuran los urapanes curtidos por el humo y los sauces llorones en las tardes ídem. El caso es que muy pronto los recién llegados sienten la necesidad de juzgar según el rasero que han sufrido en sus primeros meses de vida en el mirador capitalino. No cambian las costumbres pero sí las opiniones, se impone el recelo sobre la indiferencia.
Los efectos de la mirada desde aquellas alturas cercanas a las estrellas no son solo para quienes llegan a vivir a la sabana. También quienes viven lejos comienzan a creer en la supremacía de los poderes capitalinos. De modo que no es raro que los problemas y las soluciones se busquen bajo las columnas del capitolio o los umbrales de los ministerios. En esto la capital y sus burócratas sufren los rigores de una especie de síndrome de omnipotencia. Los poderes ficticios de los que hace alarde por su postura y su moralismo no tienen concordancia con la realidad. Entonces los periodistas, también con su bastón profesoral, no tienen más que dar una tunda a los funcionarios que tienen cerca y de los que al menos conocen el nombre y el teléfono. Así que la discusión se centra donde no toca y la indignación comienza dar vueltas entre las salas de redacción y los despachos del ejecutivo. Reproches que se saldan a la mañana siguiente con la explicación de un manual de funciones.
Pero pronto todo vuelve a la normalidad. Los buses de la capital se vuelven a chocar, los ladrones vuelven a arrebatar los teléfonos en los paraderos, los jóvenes entran sin pagar a las estaciones atestadas y los centros comerciales cobran de nuevo más de la cuenta en sus parqueaderos. Y las nubes cubren de nuevo la vista en la capital.




miércoles, 3 de junio de 2015

Elecciones primarias







El domingo pasado 144.045 personas salieron a votar en Medellín. Las elecciones pasaron desapercibidas para casi todos en la ciudad. Fueron elecciones silenciosas, para contradecir la principal regla de la política. Se eligieron 2.627 delegados para las Asambleas barriales y veredales que definirán los proyectos del Presupuesto Participativo del próximo año. En cada Comuna un ágora de 200 o 300 ciudadanos se encargará de decir cómo se gastarán 150.000 millones de pesos del presupuesto municipal. El ejercicio democrático tiene un poco más de 10 años de historia en Medellín y está reglamentado por un acuerdo del Concejo. Y se ha convertido en una carnada para el liderazgo, en un ejercicio abierto de política pública, en un riesgo de marrullas politiqueras y en un puente para que el poder de las bandas armadas se legitime con la plata del Estado. Desde los barrios y desde los escritorios de los investigadores se advierten luces y sombras sobre ese experimento que promete plata y poder por fuera de la lógica corriente de las oficinas públicas.
Desde su celda en Estados Unidos Don Berna dijo hace poco que La Oficina se creó en Medellín porque “se necesitaba un ente que regulara la situación en los barrios, un ente más laxo, más flexible, con el que ellos (los combos) estuvieran de acuerdo y coincidieran con nuestro proyecto político y social.” No estaba cañando cuando habló de pretensiones políticas y sociales. Las bandas y los combos han construido en Medellín durante casi tres décadas un soporte social espontáneo, irreflexivo en un comienzo y meditado más tarde, basado en las paradojas del miedo y la gratitud, de la amenaza y la generosidad. No es raro que los ‘duros’ sean al mismo tiempo los ‘líderes’, y que los pillos sirvan de enlace entre el Estado y la comunidad. En últimas, ellos encarnan un poder probado para ser mediadores ante otro poder al que muchas veces le falta probarse.
Hace unos días fue asesinado en la comuna 1 el joven defensor de derechos humanos Juan David Quintana. Semanas antes había denunciado la injerencia de los Triana en los Presupuestos Participativos del barrio Doce de Octubre. La forma y el lugar en que fue asesinado (25 disparos) parecen probar que su muerte está relacionada con sus denuncias. Es difícil decir que en las elecciones del domingo pasado la gente salió a votar amenazada. Al igual que es injusto vincular sin más a los líderes elegidos con las bandas. Pero ni las fuentes oficiales ni los investigadores niegan que los pillos tienen un papel creciente en la política menor en los barrios. Los combos se han convertido en un actor comunitario y es ingenuo pensar que se apartan de las instancias que deciden el destino del  5% del presupuesto de libre destinación de la ciudad. No solo les interesa la caja menor que deja la extorsión a los operadores de los contratos y el posible empleo para los “muchachos”, sino la cercanía al poder y al discurso, y la legitimidad que deja actuar bajo el emblema oficial.

La relación de un candidato con los grupos armados fue el principal ingrediente de la pasada campaña a la alcaldía de Medellín. En 2007 las bandas perdieron con sus candidatos al Concejo y solo uno de sus 18 nombres a las Juntas Administradoras locales resultó elegido. Se podría pensar que el domingo pasado se jugó mucho más que el control sobre una pequeña porción del presupuesto: la relación entre el primer eslabón de la política y quienes ejercen el poder a plomo. Tal vez tuvimos elecciones primarias, en todos los sentidos, y ni cuenta nos dimos.