miércoles, 21 de diciembre de 2016

Cortes de cuentos




Luego de cuatro años largos negociando la llegada de las Farc a la legalidad, armando ese espinoso cerco de retórica y letra menuda, de intenciones y perdón, de mutuos desacuerdos y puntos a medias, luego de esa larga pelea de linderos se dio paso a lo que algunos llaman la pedagogía y otros el proselitismo. Entonces aparecieron los manuales sobre la paz, las advertencias sobre la guerra, los llamados al odio, la apelación a la venganza que no necesita mentiras y el martilleo de la pesadilla venezolana. La inesperada negativa de las mayorías logró que el pomposo armazón quedara tambaleante. Los tiempos de los campamentos se alargaron y el tedio de la paz hizo renunciar a los primeros guerreros, ideólogos de sus libres empresas, trabajadores por cuenta propia, según sus códigos.
Mientras tanto volvió la fábula del acuerdo nacional y cundieron los llamados a la mesura y a la negociación. Más tinta, más páginas, más retórica y menos certezas. Ahora no se negociaba con vistas a lo que merecían las Farc (castigos y oportunidades) a cambio de su reconocimiento del Estado y sus reglas, sino con la mira puesta en los votos, con los resultados del plebiscito en la mano y la idea de cultivar electores con un discurso ya probado. Oslo y El Vaticano hacían sus análisis lejos de las intenciones de voto en Neiva, Cúcuta, Villavicencio, Medellín y Montería.
Se firmó el acuerdo por quinta vez y aparecieron las altas cortes a oscurecerlo todo. Era el mejor acuerdo sometido al peor de los mundos. Primero la Corte Constitucional con una sentencia hecha de retazos de aclaraciones y salvamentos de voto. Una especie de trabajo en grupo con un grupo que nunca logró ponerse de acuerdo. En medio de una disputa política de más de cuatro años la Corte amparó toda su decisión bajo el principio de la “buena fe”. Dijo que el gobierno tiene que respetar la decisión del pueblo pero igual puede cambiarla mediante un proceso abierto y deliberativo, bajo el principio de buena fe, que más tarde refrende el Congreso. Ya sé que no se entiende pero no es mi culpa. La presidenta de la Corte leyó su comunicado y los profesores de derecho constitucional quedaron consternados. Los legos solo logramos entender que era la hora del Congreso. Y el Congreso titubeante, todavía tembloroso en medio de las votaciones, llenando de salvedades cada decisión, avanza como el galgo tras la carnada. La Corte logró la gran hazaña de desvirtuar el filtro y la poción que pasó por el cedazo en una misma operación.
Pero faltaba el Consejo de Estado para confirmar que la decisión del 2 de octubre le hizo mal a los vencedores y a los vencidos, a los simples observadores, a los abstencionistas y a los oportunistas, y que cuando un proceso esencialmente político termina en manos de los jueces, no quedan más que unas constancias dudosas y unas confusiones ejecutoriadas.

Según la magistrada del Consejo de Estado se probó la “violencia psicológica” que impidió la libertad de los electores por las falsedades de campaña de los partidarios del NO. Falsedades confesas por un tal Juan Carlos Vélez que salió a hablar “berraco” porque no le reconocieron su gesta. Sabemos que la política es el arte de la exageración. Castigar las mentiras de los políticos en campaña haría imposibles las elecciones en cualquier parte del mundo. Tampoco resulta fácil saber cuántos votaron impulsados por las mentiras y cuántos por sus propias verdades. El Consejo de Estado contradice a la Corte y al mismo tiempo la apoya. Tal vez con la idea de que dos contradicciones sumadas pueden conducir a una certeza. Solo esperamos que no se pronuncie el Consejo Electoral ni la Corte Suprema. 

martes, 13 de diciembre de 2016

Una palabrita







La palabra estuvo en boga durante casi toda la década del ochenta. Desde las palomas de Belisario y la “zona de concentración” en La Uribe, donde comenzaban a encontrarse los ofrecimientos del Estado y los monólogos de la guerrilla. Al final de la década la palabreja dejó algunas firmas sobre los acuerdos y terminó inspirando un movimiento que pretendía dejar atrás el Frente Nacional. Luego de las papeletas del 11 de marzo de 1990 se comenzó a hablar de “una Constitución para la paz”, y el día de la elección de los constituyentes, el 9 de diciembre del mismo año, se bombardeó Casa Verde como notificación de guerra a unas Farc a las que se demostró les faltaba fuego militar y fogueo político.
La palabra siguió sonando en medio de la Asamblea Nacional Constituyente y acabó escrita en el preámbulo, en un artículo entre los derechos fundamentales y en otro más como deber constitucional. Es seguro que para los constituyentes de la época era más una especie de constancia, una necesidad simbólica en medio de la guerra más cruenta contra el narcotráfico y la esperanza más palpable frente a la violencia de la izquierda armada. Nadie podía oponerse a una palabra tan manoseada, tan deseada, tan ubicua, tan esquiva.
Pero las constituciones no soportan la simple retórica sin consecuencias, le otorgan un poder especial a las palabras, riesgoso muchas veces, salvador otras. La Constitución es una especie de amplificador de sentidos, un tronco que una vez sembrado suelta una colección de inesperadas ramificaciones, frutos, efectos. La palabra paz en la Constitución del 91 terminó dando argumentos suficientes a la Corte Constitucional para darle impulso a la implementación de los acuerdos. Frente a la derrota electoral del 2 octubre y el limbo para sacar a los guerrilleros del conflicto la Corte encontró una palabra que es “valor de la sociedad”, “fundamento del Estado” “principio de interpretación”, derecho y obligación según sus múltiples sentencias sobre el tema. Porque la palabra nunca ha dejado de sonar en nuestra política y ha marcado el rumbo de al menos las últimas cinco elecciones presidenciales.
En el fallo que declaró constitucional el despeje de 42.000 kilómetros cuadrados para la negociación con las Farc en el gobierno de Pastrana, donde Camilo Gómez como comisionado de paz y Mario Uribe como presidente del Congreso abogaron por la solución negociada, la Corte Constitucional soltó algunas de las frases más contundentes sobre el significado de la palabrita en la Carta: “los instrumentos pacíficos para la solución de conflictos se acomodan mejor a la filosofía humanista y al amplio despliegue normativo en torno a la paz que la Constitución propugna. De ahí pues que, las partes en controversia, particularmente en aquellos conflictos cuya continuación pone en peligro el mantenimiento de la convivencia pacífica y la seguridad nacional, deben esforzarse por encontrar soluciones pacíficas que vean al individuo como fin último del Estado.” Pero no se conformó y señaló concepciones políticas que pueden chocar con el espíritu y la letra de la Constitución a la hora de buscar la paz: “el mayor peso que ostenta (la salida negociada) frente a otras medidas constitucionalmente aceptadas, como proyectos políticos guerreristas y la obligación de no abandonar esta estrategia hasta que se hayan agotado fácticamente todas las posibilidades de acercamiento y negociación.”
Hay palabras que parecen huecas, pero el lugar donde fueron escritas les otorga un poder especial.



miércoles, 7 de diciembre de 2016

Balance de un velorio






Los entierros son casi siempre un rito social al que se asiste por obligación. Nada del último adiós o el intento de una conexión final con un cuerpo ya rígido. Solo un gesto de consideración con los deudos, una respuesta al llamado a lista que hacen los curiosos y los maledicentes. Es tal vez el rito social al que se asiste con menos emoción y se participa de manera más fría. La muerte impone ciertos modales que solo algunos dolientes borrachos o algunos farsantes profesionales suelen romper.
Pero otra cosa sucede cuando el muerto está teñido con algún color que simbolice enfrentamientos políticos o deportivos. En ese caso ya no valen las reservas de los familiares y amigos del difunto, y el silencioso cortejo puede convertirse en manifestación, batalla, misa campal o vuelta olímpica. En Medellín son famosos los entierros de los hinchas muertos en sus correrías de estadio en estadio. Se agitan las banderas desde los techos de los buses, se repiten los recorridos habituales hasta la cancha, se cantan todos los estribillos y las canciones a manera de marcha fúnebre, se hacen los brindis de rigor mortis y se echan los humos correspondientes. Al final no queda más que una algarabía y algunos insultos contra el hombre del palustre que termina por cerrar la ceremonia.
La muerte de los jugadores del Chapecoense y sus acompañantes logró que el rito algo bizarro que se repite cada tanto con hinchas jóvenes muertos en peleas o accidentes, fuera un evento en el que participaron miles de ciudadanos. Aquí no había culpa ni rabia. Era solo un sentimiento de dolor compartido, una necesidad de expresar solidaridad. Pocas veces se logra reunir tanta emoción sin llegar a la estridencia y las estampidas. Una energía colectiva empujó a la gente hasta las tribunas y los alrededores del estadio. No se trataba de un entierro. No había muerto un solo colombiano y casi nadie sabía siquiera los nombres de las víctimas. La gente fue a acompañar a los lejanos familiares de los muertos y terminó encontrando una compañía para su propio dolor.
En la mesa de los mangos de una de las vendedoras habituales en las afueras del Atanasio se fue formando poco a poco un altar. No había virgen ni fotos del malogrado equipo finalista. La gente sintió que la mesa y el paraguas colorido que la cubría eran suficientes para comenzar el pequeño culto. La mesa de los mangos terminó rodeada de cientos de velas y flores. Esos gestos espontáneos le dieron valor a lo que pasó la semana anterior en Medellín. Así como los días de duelo “decretados” por los poderes oficiales e ilegales.
Pero también hubo una especie de autocomplacencia que fue llegando y cubriendo ese silencioso y natural desahogo. Un poco de exhibicionismo. Cuando los gestos ya no eran espontáneos sino calculados, escritos, impresos. En algunos momentos parecía que la ciudad se aplaudía a sí misma por su solidaridad y no faltaron las escenas propias de los farsantes profesionales en los entierros. También estuvo la palabra de los políticos y nuestro exceso de formalismo y de ombliguismo. Los globos desde Barrio Antioquia valieron mucho más que las palabras de los gobernantes. José Serra, el canciller brasilero, soltó una especie de oración dolorida. Por nuestra parte los discursos solo sirvieron para recordarnos que estábamos ante un evento oficial, con orden del día y jerarquías. Un momento apropiado para la rechifla de la noche.