

El Campín, que era un camping en sus buenos viejos tiempos, se ha convertido en una casa laberíntica, un inquilinato con mucha historia y muchos cuartos: tribunas, tribunitas, plateas, primeros pisos, segundos, terceros, numeradas, generales y así hasta darle cupo a sus cuarenta y tantos mil espectadores. Doce clases de boletas distintas: como si se tratara de construir una compleja taxonomía de aficionados en cada partido. Hasta los revendedores y sus ocho bolsillos se ven a gatas para organizar el negocio. Abundan las rejas, los techos en voladizo a manera de visera insoportable, los rincones como escotillas, los limbos que hacen añorar la televisión. Y escasean las palomeras con buena vista, solo disponibles para quienes llegan puntuales a las 3:30 al partido de la noche. Como toda casa hecha a pedazos, con reformas y contra reformas, el Nemesio es un rompecabezas con las piezas pulidas a mordiscos.
Y no digamos que es un fuerte inexpugnable. En su campo Colombia ha perdido 25 de los 75 duelos disputados. 4 derrotas con Perú y Paraguay, y hasta Bolivia ha ganado en la altura capitalina: se llevó un triunfo en el año de la inauguración. Pero así como tiene sus lacras de memoria tiene sus joyas que mostrar. En su cancha Colombia obtuvo la mayoría de edad en el fútbol suramericano. Un primer triunfo contra Argentina en 1984 y contra Brasil en 1985: victorias por la mínima diferencia sobre los equipos con la máxima diferencia. Dos triunfos que debieron esperar casi 50 años. Y están los gritos de la Libertadores de Nacional en el 89 y de la Copa América del 2001.
Pero me distraigo con la niebla de los recuerdos sabiendo que en ocasiones es mejor atender el ojo cruel de los desmemoriados. Porque gritos y lágrimas lejanas no hacen olvidar la estreches, los borbotones de los desagües, el túnel de los camerinos que obliga a seguir los cinco minutos finales en la ficción de los locutores. El Campín actual es gracioso por sus aires de elegancia y decadencia. Los vendedores de lechona lucen corbatín, los policías de bota alta y amarras de cuero cruzadas sobre el pecho, al pie de los baños inundados, conservan la presencia de oficiales nazis en un desfile. Y las barras bravas entonan un bambuco de Rafael Godoy en el entretiempo. Para la eliminatoria mundialista hay boletas de 120 mil pesos que entregan el privilegio de ver el partido de pie, sobre un sifón a borbotones, temblando de frío y de miedo ante las incursiones de Messi o Kaká. El Nemesio se parece cada vez más a una señorona encopetada, coja y llena de remilgos, con maquillaje demás sobre sus arrugas inocultables. Una señorona beata además de todo: hay que caminar cuadras para conseguir una cerveza luego de ganarle a Argentina.
Tal vez El Campín debiera sufrir la misma suerte de Wembley y terminar en el suelo entre un polvo de nostalgias. Pero le tengo compasión. Además es el mayor monumento a Jorge Eliecer Gaitán que lo concibió siendo alcalde capitalino. Lo que sí necesita con urgencia es un reemplazo con tribunas y techos suficientes. Un estadio sencillo y amplio que se encargue de decirle al Coloso de la 57 que es hora de descansar en la paz de las misas campales.