

Amas de casa y loteros, dependientes de farmacia y estudiantes de informática, actores y chóferes. Todos en busca de un sueño inducido en compañía de ángeles y serpientes, un viaje a las célebres regiones celestes, una purga de sabiduría interior. Son los tiempos del chamanismo democrático, de la ampliación de conciencia en el salón comunal. Y el yagé sirve como pasaporte para las pequeñas vacaciones espirituales. Nada que extrañar. También los indios aprendieron a consagrarse en los templos de nuestras sagradas borracheras. El trueque de un bejuco por una botella.
Hace un poco más de cincuenta años el yagé era apenas una promesa, un misterio incluso para los alucinados más promiscuos y más audaces. William Burroughs termina su novela Junkie, el catálogo de un drogadicto aplicado, con el firme propósito de encaminarse hacia una pócima verdadera: “He leído acerca de una droga llamada yagé, usada por los indios en las riveras del Amazonas. Se supone que el yagé aumenta la sensibilidad telepática… He decidido bajar a Colombia y probar suerte con el yagé… Quizá en el yagé encuentre lo que he estado buscando en la basura (junk-heroína), y en la hierba y en la coca. El yagé puede ser el chute definitivo.” A cambio de la telepatía Burroughs encontró una pesadilla corriente en su primera purga en Colombia: “Violentos seres larvas pasaron frente a mis ojos en una bruma azul, cada uno emitiendo un graznido obsceno de mofa”. Pero sus versiones deben tomarse con beneficio de inventario. Burroughs tenía veneno suficiente para ver monstruos en cada esquina. Con apenas unas cervezas encima los policías que detienen su bus rumbo al sur se convierten en “jóvenes unánimemente horrorosos…Algo así como el resultado final de las radiaciones atómicas”.
Siete años más tarde su querido Allan Ginsberg decide verlo con sus propios ojos. Así que suelta su soga de opio y sale en busca de un buen bejuco en el Putumayo. La telepatía ya está descartada y es necesario acudir al tortuoso correo. Surgen entonces las Cartas de yagé como cartilla de iniciación para la toma de ayahuasca, impresiones de dos desvergonzados en busca de un extravío verdadero. Ginsberg es un poco más elocuente que su compañero de aventura: “Todo el maldito cosmos se rompió desatándose a mi alrededor. Me sentí confrontado por la muerte... me dieron náuseas, comencé a vomitar, todo cubierto con serpientes, como la Serpiente Ceráfica, serpientes coloreadas con aureolas alrededor de todo mi cuerpo.” Ni siquiera Ginsberg, un especialista en visiones, espíritus, vudú haitiano y paraísos de metadona, se atrevía a llevar los bejucos a las ciudades, desconfiaba de sus habilidades como guía ultraterreno: “Había tomado disposiciones para llevar algo conmigo a NY pero casi tengo miedo, yo no soy un curandero, yo mismo estoy perdido y tengo miedo de causar a otros una pesadilla que no pueda detener”.
Pero los tiempos han cambiado. El cuento del multiculturalismo y otras plumas ha traído curiosidades y admiraciones por las delicias del taparrabo y el cielo de paja de la maloka. Si los indios pueden ser burócratas en las capitales, por qué los citadinos habríamos de tener vedados los sacramentos de la selva. Las “abominables universidades de idolatrías” de que hablaban los españoles hace medio siglo tienen ahora las matrículas abiertas. Se dice que estudiantes universitarios indígenas fueron el correo de avanzada del jagé, y poco a poco pasamos del excéntrico Yonkie que expande su frontera sensorial al esoterismo de consultorio emplumado. Culebras fantásticas contra fantásticos culebreros.
Durante un programa radial para señoras un vendedor de tejas del centro de Bogotá contaba entre risas sus cesiones de yagé en compañía de su hijo. Jimmy Weiskopf, un periodista y traductor norteamericano que publicó hace unos años un libro sobre sus experiencias con el yagé, describe con exactitud el ambiente de esas tomas citadinas o de fin de semana en las que Bogotá se ha erigido como gran capital: “Se trata, en su modalidad urbana, de una curiosa mezcla de consultorio médico, psicodrama, fiesta y rito de adoración". Es normal que toda ceremonia termine en romería.