


Un cuento de Borges publicado bajo el título que encabeza esta columna logra que las medallas del honor y las manchas de la insidia se acumulen sobre una misma solapa. “La acción transcurre en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, La república de Venecia, algún estado sudamericano o balcánico...”, dice Borges al comienzo de su intriga entre policiaca y filosófica. Al final el héroe acuerda esconder su mancha: “la más tenue sospecha de su vileza hubiera comprometido la rebelión”. Y firma su propia sentencia de muerte y participa en su ejecución como en una escena compuesta para mitigar los males de su deslealtad.
Por estos días transcurre en Polonia un nuevo cuento en el que parecen confluir el traidor y el héroe. Dos historiadores polacos acaban de publicar un libro en el que se asegura que el fundador del Sindicato Solidaridad, el hombre que enfrentó al comunismo con huelgas y plegarias católicas, el electricista que ganó hace 25 años el premio Nobel de paz, fue también un informante de la policía comunista que reportaba y cobraba sus delaciones bajo en nombre de Bolek. La posibilidad de que Lech Walesa resulte ser un acusador agazapado detrás de un bigote venerable sólo confirma una verdad definitiva: en política no existen los héroes, las intrigas de los parlamentos y los despachos logran sacar el aire perverso de quien se atreve a visitarlos, bien sea que se trate de genios o santos. Y cuando resulta difícil encontrar un pozo turbio en la biografía del investigado, la política se encarga de pintar dos colmillos creíbles sobre su boca. A manera de rito de iniciación.
Si no fuera por la amistad íntima de Walesa con el Vaticano, por la exhibición de sus comuniones diarias y por sus simpatías con las claves del telegrafista cuando estuvo en el ejército, casi apostaría por su inocencia. Sus bendiciones repetidas y sus tres elecciones como candidato a la presidencia me hacen surgir algunas dudas. Sin embargo, como juez de especulaciones, sigo creyendo que su olor a santidad y su apego al poder están compensados con algunos apartes de su biografía.
Su padre, un campesino que completaba su cosecha haciendo de carpintero, estuvo en un campo de trabajo Nazi por no delatar a un hermano partisano. Walesa tiene así una especie de blindaje genético frente a la presión y las tentaciones del delator. La cronología de su lucha anticomunista también hace difícil creer en la versión de sus enemigos. Dicen que Walesa comenzó su trabajo con la policía comunista el 29 de diciembre de 1970. Pero en esa época, en el mismo diciembre de 1970, el furor anticomunista de Walesa estaba en su punto más alto. Era el presidente del comité de huelga de los astilleros Lenin y el líder de los disturbios obreros que fueron sofocados a fusil por el ejército comunista. Walesa perdió su trabajo años después por mencionar los crímenes contra sus compañeros en ese diciembre sangriento en Polonia. Parece imposible que el opositor radical y el delator se hubieran graduado en el mismo mes. La traición, según creo, tiene ritmos más lentos. La última de las pruebas a favor de Walesa es que la historia de su infamia ya había sido insinuada durante su presidencia. En 1992 su primer ministro emprendió una campaña para desenmascarar a supuestos colaboradores del antiguo régimen. Walesa estaba en su lista y en su mira. El parlamento desestimó las revelaciones como una simple conjura política y el primer ministro debió irse a su casa con sus documentos secretos.
Una década más tarde los electores polacos demostrarían como se trata a los héroes en política. Lech Walesa, luego de ganar sus primeras elecciones presidenciales con el 74%, apenas lograba un triste 1% en su última aparición electoral.