
Una medalla entregada por un político es siempre un lazo al cuello o una premeditada caricia en la solapa o una moneda de intercambio entre numismáticos egocéntricos. Eso no implica que las ceremonias que preceden la entrega de las insignias sean una farsa y que la solemnidad de los contrayentes sea fingida. Cruces, placas, estrellas, collares, cintas y demás hacen parte de las manías y los modales de quienes habitan los ambientes palaciegos de la democracia. Sean municipales o presidenciales. Al ciudadano que mira la ceremonia desde la barrera siempre le será útil recordar la sencilla definición de Ambrose Bierce. “Medalla: Pequeño disco metálico que se otorga como premio a virtudes, logros o servicios más o menos auténticos”.
Las condecoraciones no son casi nunca el premio para un hombre tan desprevenido como virtuoso. En las ocasiones más conmovedoras son perseguidas con ardor deportivo. Hace unos años el ex-presidente José María Aznar contrató un grupo de lobbistas profesionales, la empresa Piper Rudnick, para que convencieran a los congresistas norteamericanos de postularlo a recibir la Medalla de Oro que se entrega en el Capitolio en Washington. De nada sirvió el adelanto de 700.000 dólares ni las 15 visitas oficiales a los Estados Unidos. Las 290 honorables firmas necesarias para completar el trámite nunca llegaron y el gobierno español terminó pagando 2 millones de dólares por una alhaja extraviada que en joyería habría costado solo 35.000. Y como comprar una condecoración es tanto como robarla, Aznar quedó hasta el bozo de medallas. Por eso mismo le rogó a su amigo George W. Bush que lo ignorara en su reciente fiesta de despedida con sorpresas. Para no mencionar la soga en casa del ahorcado.
Con José Luis Rodríguez Zapatero las prioridades han cambiado radicalmente. Su postura ha sido siempre la de un hombre más austero y preocupado por las labores humildes. Así que hace 2 años decidió condecorar a Julián Alonso, su peluquero en los tiempos de opositor desconocido, con la Medalla al Mérito del Trabajo, en su Categoría de Plata, “por su intensa trayectoria de 57 años en el oficio”. El homenajeado, que también atendió en su silla a Mariano Rajoy en sus años de escolar, respondió con una definición de placa para el líder del partido de oposición: “Era un niño muy tímido, con gafas muy grandes y muy discreto”. Para el oferente del pequeño botón las palabras fueron distintas: “Es un hombre muy culto y asequible”.

Es hora de ponernos en manos del campeón de las injurias y los galardones. Hugo Chávez tiene apenas dos maneras de expresarse: el insulto o la insignia. Y como hablamos de un onanista consumado el comienzo será con un decreto donde su confunden el generoso admirador y el virtuoso admirado: “Por disposición del presidente de la República Bolivariana de Venezuela, de conformidad con lo dispuesto en los artículos 15 y 47 de la Ley Orgánica de la Fuerza Armada Nacional, previo el voto favorable del Consejo de la Orden y llenos como han sido los requisitos establecidos, se confiere la condecoración Orden Militar de la Defensa Nacional, en el grado de comendador, al teniente coronel (Ejército) Hugo Rafael Chávez Frías”.
Pero no se puede hablar de egoísmo. Chávez ha convertido el Gran Collar de la Orden del Libertador, máxima condecoración que entrega su país, en una llamativa rienda para sus amigos en el hemisferio. Lo han recibido Rafael Correa, Raúl Castro, Evo Morales, Tabaré Vásquez y Néstor Kirchner. En realidad todo hace parte de una recién fundada sociedad del mutuo elogio en la que los presidentes intercambian las medallas de los próceres nacionales como niños que se divierten jugando con su álbum y sus láminas repetidas.


Pero Chávez es el más excéntrico de los pequeños coleccionistas. También ha entregado su Gran Collar al Presidente ruso Dimitri Mevdeved, al Presidente de Bielorusia Alexander Lukashenko y al líder iraní Mahmud Ahmadineyad. A cambio ha recibido medallas labradas con sables y medialunas y rutilantes estrellas con aire soviético. Y nadie podrá decir que es una debilidad por los poderosos o un simple interés político y económico lo que impulsa al teniente coronel a regalar sus emblemas bolivarianos. Se trata de puro altruismo e hidalguía, como lo demuestra la Orden del Libertador en su Primera Clase impuesta a Denzil Douglas, Primer Ministro de la Federación Saint Kitts y Nevis, un par de puntos que los cartógrafos más esmerados han dejado en el Caribe. Un caramelo escaso para el álbum de pequeño bolivariano



Con el Presidente Álvaro Uribe las cosas son muy distintas. También le gusta condecorar presidentes, pero de compañías, ojala multinacionales. “La confianza inversionista”. Luis B. Juango Fitero, presidente de Bbva, y Jesús de Polanco, presidente del grupo Prisa, fueron condecorados hace poco con la orden al Mérito Nacional, en el grado de Gran Oficial, por su vocación y aporte al desarrollo del país. A Carlos Ardila Lulle le correspondió la misma orden pero en el grado Cruz de Plata. En el acto solemne el Presidente Uribe se refirió a la gran “familia Postobón”. Siempre creí que ese cariñoso rótulo para empleados y clientes era exclusivo de DMG.


Pero los países amigos también merecen reconocimiento. No todos los edecanes pueden trabajar para la empresa privada. Las más notables medallas entregadas por Uribe quedaron en manos Secretarios de Estado Norteamericanos. Robert Gates (Defensa), Condoleezza Rice (Estado) y Carlos Gutiérrez (Comercio) recibieron la Orden de San Carlos. Gates la recibió hace unos días en su oficina en Washington. En algún momento debió recordar que en 1991, cuando era director de la CIA, el hombre que tenía al frente con un alfiler en busca de su solapa era descrito en estos términos por documentos de inteligencia: “Álvaro Uribe Vélez. Político y senador dedicado a colaborar con el cartel de Medellín en instancias de alto nivel del gobierno”. Pero ya se ha dicho que la inteligencia militar es a la inteligencia lo que la música militar es a la música. Y ahora, Álvaro Uribe comparte altar con los grandes hombres de Norteamérica y los más influyentes personajes de finales del siglo XX. Las 60 palabras del viejo informe de inteligencia han sido tapadas con las 70 palabras del certificado que acompaña el galardón. Contrapeso entre extremos viciosos.
La Medalla de la Libertad que recibió Uribe a comienzos de semana tiene nombres del santoral, de la galería de la fama, de la revista Science, de los podios olímpicos, de las páginas de la historia universal. Hombres y mujeres que “han hecho contribuciones especialmente meritorias a la seguridad o los intereses nacionales de los Estados Unidos, a la paz mundial, o a la cultura u otras iniciativas públicas o privadas.” Hay beisbolistas suficientes para una novena del juego de estrellas; Sinatra podría cantar en la inauguración o B.B. King o Aretha Franklin o Plácido Domingo; la bendición la podrían dar Juan XXIII, Juan Pablo II o la Madre Teresa; las fotos estarían por cuenta de Ansel Adams; en el palco se sentarían tres Rockefeller, Gregory Peck, Charlton Heston, Muhammad Alí y Audrey Hepburn; para la seguridad hay héroes de Vietnam y la Guerra del Golfo.
Pero esos son algunos de los personajes frívolos por decir algo. La gente de los teatros, los estadios y las iglesias. Con el perdón de los guerreros. Y estamos hablando es de política. Entre los jefes de Estado extranjeros Uribe quedó al lado de Václav Havel, Margaret Thatcher, Helmut Kohl, Nelson Mandela, Tony Blair, y Ellen Johnson Sirleaf, actual presidenta de Liberia. El único Latinoamericano que aparece en la lista, descartando a un preso político cubano, es el peruano Javier Pérez de Cuellar, Ex-Secretario de Naciones Unidas.
George W. Bush entregó un poco más de medallas que sus antecesores. Se quedaba pensando en la tardes de tedio en la Casa Blanca y brincaba un nombre, o se le ocurría algo mientras leía revistas. Su debilidad por el humor lo llevó a llamar a lista a Bill Cosby y Carol Burnet. Pero la verdadera mancilla a la ilustre galería de los medallistas por la libertad llegó con una dupla de sus subalternos implicados en la guerra de Irak. Paul Bremer III, administrador de la ocupación, y George Tenet, director de la CIA con acciones en Guantánamo. Recordé que la invasión al predio de Sadam se llamó Operación Libertad de Irak
Todo estaría mejor si los políticos regalaran botellas suculentas en vez de medallas con puntas de doble filo.