


Levantar una ciudad escultórica en una meseta agreste a novecientos kilómetros de Río de Janeiro fue la gran utopía brasileña del siglo XX. La construcción debía ser un símbolo, un extraño imán con magnetismo suficiente para llevar a los brasileros hacia el interior del país. Ayudaría el anzuelo de los palacios del poder. Brasilia sería la nueva capital de una nueva sociedad.
Dicen que el presidente Juscelino Kubitschek, inspirador y jefe de remesas de la obra, sobrevoló el centro y el noreste del país hasta descubrir un insignificante cruce de caminos de tierra roja: “Será allí”, dijo señalando la pequeña cruz. Entonces vinieron los “artistas”, Lucio Costa y Oscar Niemeyer, trazaron las líneas, imaginaron las inmensas vasijas, las explanadas, el lago artificial para desmentir a quienes hablaban de un espejismo. El plano fue el mismo terreno: una tabla rasa de 100 kilómetros de pasto duro y zarzales espinosos.
La ciudad tomó la forma que previó el presidente. Una cruz, dijeron los creadores. Un avión aterrizando, dijeron sus alumnos algo más poéticos. Brasilia estaba diseñada para la coexistencia social, trazada en pequeños grupos de manzanas para evitar una indeseable estratificación. Lucio Costa hizo las advertencias de rigor. “… Se deberá impedir el levantamiento de favelas, tanto en la periferia urbana como en la rural. La compañía urbanizadora deberá proveer dentro del esquema propuesto acomodos decentes y económicos para la totalidad de la población”. Durante los cuatro años de construcción obreros y funcionarios vivieron juntos en los campamentos. Era lógico que los idealistas franceses la llamaran La Ciudad de la Esperanza.
Brasilia no fue el primer intento por llevar “una avanzada del progreso” al campo sujo, las sabanas sucias del interior. Antes habían hecho el trabajo algunos inmigrantes de Europa central, vecinos tal vez del abuelo checo de Kubitschek. Levi Strauss habla de esos primeros intentos en sus Tristes trópicos: Londrina, Nova-Danzig, Arapongas que tenía apenas un habitante, “un francés ya maduro que especulaba en el desierto”. Luego fue Goiania: “Una llanura sin fin con algo de terreno baldío y de campo de batalla, erizada de postes eléctricos y de estacas de agrimensura, que dejaba ver unas cien casas nuevas dispersas en todas las direcciones.” Se le hubiera podido llamar un “baluarte de la civilización” en sentido irónico, dice Levi Strauss, “pues nada podía ser tan bárbaro, tan inhumano, como esa empresa en el desierto”.
Brasilia, la hermana mayor, la capital patrimonio de la humanidad, acaba de cumplir 50 años. Está rodeada de favelas como si fuera un huevo fantástico que ha despertado la curiosidad y el apetito de los insectos. Algunas de ellas conservan la idea simbólica de la Capital. Tienen manzanas en hexagonales simulando una colmena. Son los barrios de quienes sirven a la burocracia. Tiene que ser una ciudad extraña.
En un cuento de Joao Guimaraes Rosa un niño visita con sus tíos los cimientos de la nueva capital. Lo único que fascina al niño en medio de esa explanada monótona es la aparición de un pavo real: “completo, torneado, redondón, todo en esferas y planos, con reflejos de verdes metales en azul y negro. ¡Bello, bello!” Una buena definición para Brasilia: un pavo real abandonado en un monte áspero. Una anormalidad, una ciudad brasilera con sus dos equipos de fútbol en la categoría B.
