


Cada cuatro años en vísperas de las elecciones regionales se oyen las voces alarmadas de quienes piensan que Colombia, a causa de sus tristes e indefensas periferias, no tiene todavía la preparación para elegir popularmente a sus alcaldes y concejales. El diagnóstico, sobra decirlo, se hace desde la atalaya bogotana. Se argumenta que la corrupción y la toma mafiosa de los palacios municipales son consecuencia de la endeble cultura política, la intimidación o el eterno bono de teja, mercado y ron. Proponen una falsa disyuntiva entre el centralismo y envilecimiento de las administraciones municipales. Lo gracioso es que en ese corrillo de notables preocupaciones pueden juntarse almas tan diversas como Daniel Samper P., Plinio Apuleyo M. y Ramiro Bejarano G.
Entiendo más o menos bien sus objeciones al mecanismo, pero no logro intuir el sentido de sus soluciones ¿Les gustaría volver al nombramiento desde la capital vía consejo y chantaje de los congresistas? ¿Añoran la presencia de municipios y departamentos en la base de datos del hombre del computador de turno? ¿Creen que La Gata no mandaría en los solares de Magangué y aledaños si el Ministro del Interior, ex señor de Cambio Radical, manejara la cartera de regiones? Dicen los expertos en camarillas que la elección popular de alcaldes se decidió en un almuerzo bogotano entre López Michelsen, Jaime García Parra, Rodrigo Marín y no sé qué otras calzonarias. Por momentos parece que algunos extrañaran esa vieja posibilidad de decidir por medio de pequeños acuerdos un “mejor” futuro para los pueblos y las ciudades intermedias. Parecen olvidar que antes de 1988 uno o dos líderes políticos de cada departamento manejaban el botín de los municipios por teléfono.
No se puede negar que muchos de ellos han retomado el control y que incluso han surgido nuevos caciques, algunos con peores mañas. Pero a los viejos al menos les ha costado un poco más de trabajo; y la aparición de algunos nuevos, más peligrosos, tiene que ver con el auge narco en varias regiones, un poder al que tampoco se hubiera resistido la burocracia impuesta desde la capital.
Pero tal vez lo peor de esa insinuación centralista y retrógrada, sea la mirada compasiva sobre los pueblos encallados gracias al poder de las mafias y la corrupción. Se les olvida que en el centro del país, en plena Casa de Nariño, surgió el proceso 8.000 y el escándalo de las chuzadas. Y que en Bogotá se repartieron los bienes del DNE y que el más flamante de los palacios municipales tiene a su antiguo huésped en la cárcel. ¿Qué hacer entonces? ¿Nombrar un Consejo de sabios de bastón que nos defiendan de tanto abuso? ¿Crear un triunvirato indiscutible conformado por Mockus, Ordóñez y María Jimena Duzán?
No está demás recordarles a quienes ya echados a la pena tiran todo a la basura, un reciente informe de Planeación Nacional que evalúa eficiencia, eficacia, capacidad administrativa, gestión y otras arandelas, y que ubica a 45 municipios en la categoría Sobresaliente. Los suguinetes 361 están en la casilla Satisfactoria, 302 pasan raspando ubicados en un mediocre Medio y 353 se hunden entre Bajo y Crítico. Una tercera parte no pasa el listón. Quienes piensan en un regreso al pasado no solo desconocen los avances en algunos números, sino que menosprecian la política que ha logrado hacerse, en algunas partes, por fuera de nuestras viejas sectas partidistas.